Relatos falaces, 14: La camuña
Desde el siglo XVII viene la camuña administrando selectivamente la muerte a quienes osan caer bajo su influjo. Primero es el contorno del fallecido anterior, que actúa como horma letal. Un aura que no cesa ni aunque la camuña quede arreglada por la sucesiva turba de fámulos, aposentadores, mujeres de la limpieza, camareras o kellys que han ido desfilando por los siglos.
Luego es la capacidad de atracción, de seducción diríamos, que tiene la camuña para el echado o echada, que así se llama a la víctima.
La camuña, por otra parte, no ha tenido problemas para mantenerse discretamente entre nosotros, oculta como una cama cualquiera. Pasa del inventario de un establecimiento a otro (posada, fonda, hotel, hostal, apartahotel) perfectamente confundida con el resto de mobiliario (alguien podría examinar sus patas y advertir la extraña antigüedad, sobre todo en entornos muy remozados, pero eso no ocurre, quizá porque la camuña se emplea en ello).
Cuando se aproxima una víctima, la camuña no tiene más que ofrecer la auténtica lujuria de su frazada superior vuelta hacia los ojos del que quiere yacer, dejando ver su carne espumosa de terciopelo. La víctima entonces (un notario, un comerciante, una fisioterapeuta, una diseñadora gráfica) no puede ceder a su encanto y se hunde en la camuña. Para siempre.
Queda adaptarse a la horma de quien ya probó ese Leteo. La turbación ira dejando lugar a la molicie, y esta a la inconsciencia. Todo será progresivo, pero rápido, disfrazado de la dimensión del sueño, su peligroso sosias.
Porque podría parecer que la víctima de la camuña duerme. Y es solo una apariencia: ya no despertará.
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