jueves, abril 25 2024

Tobariakis y el juego de damas. by Diana González

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Tobariakis tiene una librería en Mar del Plata. Pocos la conocen, está en el cuarto piso de un edificio con muy mal mantenimiento, en el barrio de Pompeya. En realidad más que a vender libros se dedica a contar historias, tan es así que él mismo es una leyenda urbana. Que si no es de aquí, que llegó  en un barco, que juntaba poemas que hacía escribir en los puertos a los marineros. En realidad después de ir a su librería una primera y única vez, luego nadie más recuerda su dirección. Su casa es un barco que puede volar y amarra de vez en cuando en casas vacías para caminar por las frías y doradas arenas del Atlántico Sur.  El ingenio popular no descansa y Tobariakis con silenciosa sonrisa, su rojiza y entrecana barba a la que acaricia constantemente,  su anacrónico atuendo y sus lámparas de colores,  no hace más que alimentarlo. Son las nueve y media de la mañana y se dispone a tomar su brebaje matutino mientras mira por la ventana. La estancia, inundada  de ocelados relumbres, también está impregnada de un aroma mezcla de hierbas, cítricos y flores blancas. Sonríe pensativo mientras se prepara para un día arduo.

Amalia, lánguida y pesimista se levanta de su cama sintiendo un  tirano dolor en la espalda. Mira el reloj de pared, comprobando con cierto estupor que son las nueve y media. Cae en la cuenta que su jubilación no le ha caído nada bien. Por lo menos su vida estaba más completa con su trabajo. Ahora para lo único que le sirve es para dormir hasta más tarde, tomar algún café de vez en cuando con alguna amiga,  y leer. Ella piensa, de todo esto, de poder leer es en verdad la parte buena.

A las nueve y media  vuelve Augusto  a su casa después de la diaria caminata, el café y la discusión con su compadre Ricardo, que cuando no es por fútbol es por política, o que si la del tercero tiene o no amigo, o cualquier tema en el que cualquiera de los dos adoptará, casi instintivamente, la opinión contraria. Su amistad de años se basa en que nunca se pondrán de acuerdo. Casi todas suelen  terminar como la de hoy.

— Que me vuelvo a casa, que con vos no se puede.

— Que te vas porque no tenes razón, viejo rezongón.

— Bah.

Chasqueando la legua y rezongando, periódico bajo el brazo, gorra a cuadros calzada hasta las orejas, sus anteojos cabalgando en su nariz suavemente aguileña y aquella bufanda que le tejió su nieta y que, según bien se encargó de decirle luego de colgársela sin gracia el día que se la regaló:

— Es demasiado larga. A lo que Marina, conociéndolo, con ternura contestó.

— Abuelo, vos sos muy alto, no te puedo hacer una bufanda cortita, quedaría mal.

Luego, y en tanto él resoplaba complacido,  con amor, ella  le daba una vuelta a su cuello y lo abrigaba como si de un niño se tratara.

Tobariakis sonreía cómplice  y como al descuido miró la hora en su reloj de cadena, su sonrisa se hizo más clara y sus ojos brillaron, le encantaba hacer aquello. En el mismo momento que Tobariakis pulsó el cronómetro, Amalia veía por su ventana como se levantaba una ventisca entre la hojarasca de la vereda de enfrente y parecía que las hojas amarillas, marrones, doradas giraran al compás de un vals, y Augusto era sorprendido en su balcón por una bandada de gorriones que giraban y dibujaban un círculo recortado y casi perfecto contra el frío y desapacible cielo marplatense.

Tobariakis acomodó las estanterías y pasó un plumero, lo que le hizo estornudar dos veces.  Felipe, un gato blanco y peludo lo miró con atención desde su relajada, somnolienta y estirada posición sobre los grimorios y maulló como en respuesta a su estornudo, a lo que el hombre contestó:

— Gracias Felipe, estoy bien. Dijo esto poniéndose el índice de la mano derecha debajo de su nariz y volviendo  a estornudar otras dos veces, repitiéndose el maullido de Felipe y el agradecimiento de Tobariakis.

En tanto la apacible estancia de la librería se iluminaba más y más, Amalia salía de su casa abrigada y con el paraguas plegable en su bolso, Augusto decidiendo dar un paseo por la costa pensaba en su ruta, cortaría camino por Pompeya y luego tomaría la calle Libertad hasta la costa. Amalia, ya en la calle buscaba el papel con aquella dirección, no era lejos de su casa, lo encontró, estaba roto, apenas se leía el número, 3900. Buscó sin éxito el otro pedazo de servilleta donde su amiga le había escrito aquella dirección de aquella librería tan especial y le había contado mil historias de su propietario y en realidad la había mareado un poco. Resignada se encaminó y tomándolo como una tarea decidió que buscaría desde Libertad hasta Ituzaingó, iría dando vueltas manzana hasta encontrar siguiendo las recomendaciones de su amiga:

— Una casa de cuatro pisos, la librería está en el cuarto que es la terraza del edificio, no te podes perder, tiene humedad en las paredes, la puerta es antigua y roja con un llamador dorado con cara de león, no tiene ninguna reja, creo que es la única que no tiene, parece mentira, en estos tiempos, todas las ventanas tienen visillos color manteca y macetas con geranios en los alfeizares, además sobre la puerta y a manera de friso ves la imagen de un corazón y una espada. No hay otra casa igual—le había dicho su amiga.

Esperanzada en encontrar aquel destino Amalia apuró el paso, colgó su bolso en bandolera y tomando por Maipú, decidida, dirigió sus pasos  al tres mil novecientos. Augusto venía por la calle Guido y justo en la esquina una mujer que venía mirando hacia arriba se lo lleva olímpicamente por delante, tan desprovisto estaba que trastabilló y fue a dar con sus flacas posaderas al suelo. La mujer recuperada inmediatamente de su sobresalto, casi instintivamente se agachó a socorrerle, preocupada no hacía otra cosa que disculparse. Él, un poco abochornado  intentó ponerse en pie tan pronto como sus rodillas su metro ochenta y dos y su orgullo se lo permitieron, tratando de disuadirla, consolarla y solo echando la culpa a su propia distracción, hicieron todo esto sin mirarse a la cara ni una sola vez

— ¡¡¡Ayy!!! Perdone usted buen hombre, es que venía tan distraída. No le vi.

— Tranquila mujer a cualquiera le pasa. Yo también venía distraído.

Y tomaba su mano y apoyaba la otra en voladizo del balcón al lado del que acertó a caer.

— Ay cuanto lo siento, ¿Está usted bien?

Lo dijo sin soltar la mano cálida de aquel hombre que, luego de comprobar si había sacudido bien sus posaderas, sin razón alguna sus rodillas, acomodarse coqueto la bufanda y su gorra  se giraba hacia ella intentando su mejor sonrisa.

— Siempre trato de mirar, pero hoy he sido tan torpe.

Alzando su cara hacia la de aquel señor que apareció en la esquina sin saber muy bien ella de donde venía él, ni tampoco hacia donde  iba ella.

Finalmente a las diez y cuarto de una mañana nublada,  Augusto y Amalia soltaron sus manos.  Ella se quedó como pasmada sin saber que decir. Él como buscando algo en su memoria.  Fueron unos pocos segundos, de adivinación e incertidumbre. La misma incertidumbre de la hora del crepúsculo, la de la marea baja,  cuando se detienen los cronómetros, tocan el timbre de clase, o aúllan las sirenas de los barcos.

La primera en hablar fue Amalia

— Se siente bien, ¿quiere que le acompañe hasta su casa?

El orgulloso Augusto se sintió tocado pero astutamente intentó llevar la conversación a un terreno que fuera propicio para prolongar, no sabía por qué, el tiempo de estar al lado de esta mujer.

— O no, todavía puede este viejo volver a su casa por sus medios. Pero no es lo que quiero. Ya que ha sido usted quien me ha derribado ¿Qué le parece si me permite acompañarla hasta donde iba usted?

Ella sintió que se le aceleraba el pulso. En realidad sí, quería saber un poco más de aquel hombre con quien se topó al doblar la esquina.

— La verdad es que no sé muy bien a donde voy, estoy buscando una librería muy particular

Y como sin darse cuenta comenzaron a caminar acompasados, buscando los dos la casa de las puertas rojas y los geranios, donde en el cuarto piso, a las diez y cuarto,  el sonriente Tobariakis ordenaba los libros de poesía que vendrían a buscar.

 

 

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