Comenzar de nuevo a los cincuenta años, no es tarea fácil, menos aún, si hace ya un año, acabas de perder a tu familia. Pero debía intentarlo.
En todo caso, no tenía otra opción creo. A menos que ocurriera un milagro y yo ya no creía en ellos. ¿Cómo hacerlo? Myrna y Franco estaban bajo tres metros de tierra y lo único que moderaba en algo mi ira, cada vez que llegaba a visitarlos al cementerio, eran sus pequeños retratos de cuando estaban sonrientes, vivos, a mi lado. Esas fotos me miraban desde sus lápidas y junto a sus nombres. Ambos, en aquellos instantes de dolor infinito, parecían decirme que no me afligiera tanto, que dentro de poco estaríamos juntos. Cuán en lo cierto estaban. Cuánta razón tenían.
Morning era el nombre de aquella ciudad y cuando el achacoso colectivo me dejó en la estación, tuve la impresión de estar en un pueblo fantasma. Pocos y misteriosos habitantes. En aquel momento, una pareja cruzaba las grandes puertas de vidrio en la entrada y pasaban a mi lado. Miradas furtivas, ojerosas, esquivas. Andar lento, parsimonioso.
Salí al exterior y caminé unos metros por la explanada hasta encontrar un taxi. La voz del conductor sonaba cavernosa al preguntarme la dirección. «Tal vez exageraba. Imaginaba cosas», pensé. Me preguntó nuevamente la dirección y le di la del hotel que me habían reservado. Una habitación por dos o tres horas. Veinte minutos después, llegábamos. Ni charla, ni gestos amables. Incluso apenas pude divisar su rostro desde atrás, reflejado en el espejo retrovisor. Tampoco me parecía que importase mucho.
El conserje que me recibió, aparentaba cien años y creo que los tenía. No quise averiguar. El anciano revisó su libro y me extendió un juego de llaves. Habitación 08 B, planta alta. Venía hasta este lugar, contratado para dar una charla sobre literatura de ciencia ficción y terror. Cada vez que ponía a mis ocasionales oyentes en trance con la presentación y sinopsis de mis relatos, cobraba en dólares una buena paga de la editorial contratante. A veces eran Fundaciones, ONGs, alguna Asociación. Esta vez fue un Club.
La señora Sonia Madsen era la anfitriona en la sede a la que fui invitado. Una casa antigua, de estilo victoriano, color pastel, cortinas rojas, rosales frondosos en el jardín del frente. Unos altos e imponentes fresnos la rodeaban y batían sus ramas sobre aquellos tejados, rojos también.
—El té sin azúcar, ¿verdad? —pronunció Sonia Madsen, al acercarme la taza humeante de rigurosa porcelana.
—Sí… ¿Cómo lo sabe? —pregunté.
—También somos indiscretos seguidores de sus…costumbres —respondió—Queremos que se sienta cómodo.
Una hora después, el auditorio era numeroso. El inmenso estudio en la planta baja, de amplia biblioteca, mostraba muchos señores y señoras de edad similar a la mía, casi no había jóvenes, salvo un mayordomo negro a quién la señora Madsen llamaba Trevor. Un muchacho de unos veintitantos años: alto, espigado, con ceñido traje clásico, oscuro. Solo sus ojos eran vivaces, comparados con lo del resto de quienes estaban ahí. Sé que escuchaban con atención lo que yo decía, algunos incluso tomaban apuntes. Pero en todos ellos, podía detectar cierta parsimonia, parecida al desgano. Estaban en ese lugar por mí, invitados y quizá, admiradores, como dijo Sonia. Si así era, no lo demostraban mucho. Creo que esperaban algo más.
Al finalizar la charla, hubo un tibio aplauso. Firmé unos veinte ejemplares de mi último libro y al quedar solo con la dueña de casa, vicepresidenta del Club, me pidió que me quedara un rato más.
Intentaba mostrarme su prolífica colección de libros. Tenía unas horas por delante hasta que saliera el próximo bus a Galveston, podía concederle una. ¿Por qué no? En determinado momento, luego de acomodarnos en mullidos sillones de cuero y de haber ojeado algunos ejemplares valiosos de escritores como Poe, Lovecraft, en fin, los grandes maestros del terror y el misterio, Sonia me acercó un álbum de fotos. Allí estaba la historia de aquel Club y mi sorpresa fue mayúscula al ver en una de ellas, a mi padre. Posaba muy serio, junto a seis personas que no reconocí, frente a la casona.
En sus comienzos, me contaba, fue un poco difícil creer en ese proyecto pergeñado por estas personas, pero especialmente por mi padre, basado en cierto mito que rodea a quienes, como él, son tan determinados. Audaces. Soñadores. Pero parecía haberlo logrado. Bebí un sorbo más del excelente coñac que Trevor servía displicentemente. Me encontraba sumamente cansado por el viaje, la charla, los libros, las fotos y esta emoción última.
—¿No quieres saber de qué se trata todo esto? —preguntó Sonia Madsen.
—Hoy no…gracias, quizás en otra ocasión. Le prometo que volveré con más tiempo a seguir charlando —contesté lo más educadamente posible. Sonia sonrió y pude ver en sus ojos, cierto destello de picardía.
—Claro…seguro. Estamos aquí. Y tiempo es lo que nos sobra. Gracias, cuídate.
Demoré un poco la vista ante la fachada de la casa, mientras esperaba el taxi. Casualidad o no, era el mismo chofer, quién, por supuesto parecía conocer cuál era mi destino. Murmuré algo apenas, acerca del estado del tiempo. ¿Llovería? No contestó. Me llevó directo a la estación. Otra vez la pareja que vi al llegar me cruzó, esta vez, salían. El bus arrancó no bien subí. al instante me empecé a adormilar. Agotado por la charla y el coñac, seguro.
En el breve sueño, reviví una historia acerca de aquellos que, abrumados por sucesos graves o desgracias familiares, desesperados, se suicidan, negándose a sí mismos, la posibilidad de llegar al paraíso.
El chirrido de los frenos del coche, me despertó. Bajé apresuradamente desde mi asiento en la última fila y con asombro me di cuenta que estaba de vuelta. En Morning.
Ofuscado, pensé en esperar el próximo coche. Seguro ocurrió que el chofer, retomó el recorrido de ida y vuelta, sin reparar en que yo me hallaba dormido allí detrás. Ni siquiera se le dio por revisar. En la ventanilla de la Empresa me dijeron que habría otro bus disponible, recién unas dos horas después, aproximadamente. Opté por volver al único lugar conocido. La casa de la señora Madsen. Me recibió con mucha amabilidad, parecía segura de que yo volvería.
—Pase, siempre será bienvenido. Si no le molesta, podríamos seguir la charla.
Acepté de mala gana. Como un fantasma, Trevor se acercó a mí, ofreciéndome alguna bebida. Dije que no. Sonia desplegó su simpatía y abrió de nuevo el viejo libro de fotos.
Fue como si el momento se hubiese congelado. Las hojas pasaban y la voz de Sonia, contándome la historia del Club, se hicieron una letanía. Así me enteré de una larga lucha dialéctica de mi padre con personas que, como él, arrastraban en el fondo de su alma, historias ocultas. Prohibidas. Volvió a mi memoria aquello de los suicidas, ya que él se había desgajado un tiro en la boca a los cuarenta y ocho años, asfixiado por las deudas.
Uno a uno, hombres y mujeres de aquella cofradía, reflejaban a través de sus fotos, en su mirada, el estigma. ¿Los actuales miembros también?
Faltaba media hora para mi partida, apurado, pero intrigado sobremanera por el final de esta historia, prometí a la señora Madsen, que volvería.
—Seguro… —dijo—. Aquí estaremos.
Llegué angustiado a la estación y más inquieto aún, pues nuevamente viajé hasta el lugar con el mismo inexpresivo chofer de taxi de la vez anterior. Me dolía horriblemente la cabeza. Subí apurado al colectivo, me arrebujé en mi asiento, al final del pasillo y con la imagen de mi padre grabada en mis retinas y la sangre corriendo por el piso y por su alfombra. Volví a adormecerme. Una hora, dos…, ¿diez minutos? No sé, al despertar, la mano del chofer intentaba sacudirme.
—Está bien…Ya bajo, ¡ya! —Le dije.
—Perdone señor, hemos llegado a Morning —aclaró.
En aquel momento, confieso que me paralicé, aterrado. Bajé precipitadamente, atropellando al escaso resto del pasaje y busqué las puertas de salida. Allí, para mi horror, una pareja conocida, entraba nuevamente al amplio hall del lugar. Sin mirarme. Con la vista al piso. Sombríos. Como era de suponer, el taxi me esperaba. Sin saludar siquiera. No tenía sentido… Dejé que me llevara, otra vez, al Club. A Sonia. A la verdad. Su voz melosa, me acarició.
— …porque éste es el calvario eterno de quienes, como tu padre, yo, Trevor y los demás miembros que aquí te escuchamos tarde a tarde, sufrimos al quitarnos la vida. Giramos enloquecidos por una misma situación y volvemos siempre al último lugar adónde hemos muerto. Eres el hijo de uno de los Fundadores y te envenenaste hace una semana, loco de remordimientos y soledad. Éste es también tu club. El club de los suicidas —Finalizó. Yo temblaba.
Puedes creerlo si quieres. La leyenda o el mito, como quieras llamarle, existe. Pero si no estás convencido, puedo contártelo todo otra vez… desde el principio.
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