Julia Ofes se incorpora a los colaboradoresde MasticadoresdeLetras. ¡Bienvenida Julia! -j re crivello Editor
Pronto sería mi cumpleaños y deseaba empezar mi nueva vuelta al sol en la playa. Las amigas no pudieron unirse al viaje, era lógico, apenas lo había decidido unos días antes y todo el mundo tenía planes para las vacaciones. Todos menos yo. ¿Qué debía hacer?
Reservé los boletos, encontré un bonito y barato hostal. Después de mucho pensarlo, me di cuenta que debía hacerlo, irme a la playa sola. Un viaje completamente para mi, una reconciliación con todo aquello que durante los últimos meses me había hecho dejar de reconocerme.
Y entonces, las vi. Unas chanclas moradas, nada extraordinarias, pero que yo había elegido y serían mías, quizá no eran las mas perfectas del mundo, pero me gustaban. Las escogí y me iban a acompañar en mi viaje.
Durante todo el vuelo lloré, por todo aquello que había dejado atrás, pero sobre todo por lo que me había dejado a mi. Él, había encontrado al “amor de su vida”. La esperanza de que volviera, como las últimas 8 o 9 separaciones previas –había perdido la cuenta ya– estaba muerta, o dicho de forma más correcta, tenía que matarla.
La vista del océano desde mi ventanilla me reconfortó, diez días conmigo y el mar, un poco de paz en medio de la tormenta.
El hostal era lindo y acogedor, después de acomodar mis cosas fui al mercado para hacer las compras de los siguientes días. La tarde estaba linda y quería aprovechar cada momento de ese respiro, así que no había más tiempo que esperar, la playa estaba a poco menos de un km de distancia y caminar me haría bien. Las chanclas moradas estaban esperando para recorrer conmigo el camino que me sacaba del pueblito y me llevaría hasta el mar.
Esa misma noche, a mi regreso, lo noté por primera vez, la marca en mis pies era evidente, las chanclas me habían lastimado «es porque son nuevas, para mañana seguro que no me lastiman» me dije a mi misma y me fui a dormir.
Lo cierto es, que no era porque fueran nuevas, los días siguientes el dolor era cada vez más intenso e incluso comenzaba a abrir una herida entre mis dedos. Compré curitas para cubrir mi herida y poder seguir usando mis sandalias.
El botiquín fue aumentando y traté de colocar sobre la chancla toda suerte de arreglos para no dejarlas de usar, curitas en todas presentaciones, parches de micropore, cinta con algodón, la puse al sol, la metí en agua fría y caliente, intenté incluso limarla para moldearla a mi pie . Y al cabo de unos días, para llegar a la playa, debía cargar con mi kit de uso de la chancla. La verdad, es que nunca dejaron de lastimarme y yo solo me las arreglaba para aguantar la incomodidad.
Quedaban unos pocos días más en la costa y tenía ganas de conocer la playa más lejana. Armada de mi kit, tomé mi mochila y me coloqué mis chanclas para recorrer casi 5 km a pie. Cuando llegué, los arreglos, tanto del calzado como de mi pie, estaban llenos de arena y molestaban más de lo que aliviaban. Me tomé un largo rato en volver colocar cuidadosamente cada parche y curita en su lugar.
Después de pasar la tarde al sol, era la hora de volver. A la mitad del camino comenzó a llover, yo no había llevado dinero para viajar en taxi, el plan siempre era hacer mis recorridos a pie. En la playa, el agua de lluvia siempre es cálida y a mi me gustaba la idea de caminar disfrutándola. Un par de cuadras más adelante, descubrí que, para mi desgracia, la chancla no solo era incómoda a mis pies, sino que también resbalaba de tal manera que cada paso se volvía un martirio. Pronto la lluvia se convirtió en tormenta y con eso cada paso que intentaba dar, parecía una amenaza de muerte por resbalamiento inminente. En una escalera, resbalé de tal forma que mis dedos se estrellaron contra un escalón y comenzaron a sangrar. Los parches y curitas habían cedido al agua, la chancla volvía a abrir la herida entre mis dedos, y por si fuera poco, cada paso intentando no caer era una proeza.
Miraba a la gente caminar tranquilamente bajo la lluvia y la envidiaba, ¿por qué no podía yo tener la misma tranquilidad? Maldije no llevar dinero para tomar el taxi: «¿En qué momento decidí que era buena idea viajar siempre a pie?» «¿A quién se le ocurre caminar hasta la playa más lejana?» «¿Por qué no traje dinero?» «¡Odio la lluvia, odio haber tomado este camino, estúpido viaje a la playa!». Comencé a odiar mis días de escape, el camino de regreso al hostal con mis chanclas había hecho que todo lo demás estuviera terriblemente mal, estaba arruinando lo que se supone serían días para disfrutar.
Me desvié del camino, me detuve en una tienda y compre unas chanclas, que no me gustaban nada, pero que me permitieron volver a mi destino como lo había pensado al principio: cómoda, tranquila, sin dolor y disfrutando mi paseo bajo la lluvia.
Esa noche lo descubrí, la chancla eras tú. Me había lastimado desde el inicio, lo supe y trate de ignorarlo, cuando el dolor aumentó, hice todo lo posible por arreglarlo: «Sí uso un curita, sí les pongo un parche, sí aquí le pego algodón, sí camino más despacio, sí me detengo cada tantas cuadras» y un largo etcétera de estrategias. No era que no lastimaran, era que yo trataba de acomodarme para que el dolor no se notará, pero siempre supe que dolía. La chancla eras tú. Y yo, yo quise ignorar el dolor porque la había elegido, porque era para mi y no quería dejarla ir.
-¿Y por supuesto dejaste las chanclas allá?- me preguntó una amiga, cuando le conté mi gran revelación.
No, no lo hice, lo pensé, pero ¿por qué alguien mas iba a tener la posibilidad de usar mi chancla sin que le lastimara?. Sí era mía, sí yo la elegí y lo único que quería era que dejara de lastimarme a mi.
La chancla sigue en el fondo de mi closet, cada tanto la miro y pienso que podría intentar volver a usarla, quizá esta vez deje de doler.
Como cada vez que tú vuelves y yo pienso «quizá esta vez será diferente».
La chancla eres tú.
Y yo, yo sigo siendo la que pone parches, la que usa curitas, yo sigo siendo yo.
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