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Libre by Diana Gonzalez

  aecb6aeb2d4195c4406c56ad52d729b1 Katja tiene los ojos de un celeste casi blanco. Está sentada al mostrador de su bar, el que ha sido de su padre, el que ha atendido desde pequeña, el que ha traspasado a su nieto. Ancel, un joven que apenas si llega a la veintena limpia cuidadosamente la vitrina donde están los licores, bajo una cúpula de cristal hay un pedazo de mampostería, de unos cuarenta centímetros de largo con restos de inscripciones rojas, azules y blancas y una mancha negra en el costado superior izquierdo. Preside el mostrador como si de una magnífica Piedra Rosetta se tratara. Como un testigo mudo, ante la incomprensión, como un homenaje. Ancel limpia con atención y cuidado, Katjia se prepara un café y un bollo mientras mira a su nieto. Él se vuelve y asiente cuando ella le ofrece uno con un gesto. Hay entre ellos una conexión muda, llena de coincidencias. Ancel se acerca y los dos toman sus lugares en la barra, luego él pregunta: ━¿Te parece que pongamos su nombre? Ella mira pensativa a la vitrina y como si fuera hace un momento, como si no hubieran pasado cincuenta y siete años, como si todavía fuera una pesadilla confusa y siniestra niega con la cabeza. Y recuerda haber sido una niña de dieciséis años, recuerda a Peter, un joven obrero de la construcción que había comenzado a frecuentar el bar de su padre. Recuerda sus miradas y un beso fugaz y único que llevaba consigo una promesa. Luego y de un día para el otro una mañana aquella alambrada, aquellos rollos de púas que separaron indefectiblemente la ciudad, dejando los destinos enfrentados, las familias rotas,  las fuerzas y los gobiernos ejerciendo sus poderes y a las gentes y sus vidas como a los necesarios, insalvables, poco importantes daños colaterales que se hacen en el benemérito ejercicio del poder. Era verano, llevarían a cabo el plan que había trazado Peter. Se esconderían en una carpintería cercana al muro, desde ese punto vigilarían las guardias esperando el momento adecuado para saltar al corredor de la muerte por el que correrían hasta alcanzar Checkpoint Charlie, ya en Kreuzberg en Berlín Occidental, en tierra libre, donde poder vivir en paz, esa que sueñan, desde el principio de los tiempos todos los comunes hombres. Helmut tuvo mejor suerte y cruzó. A Peter las balas de la Deutsche Grenzpolize le atravesaron la pelvis, dejándolo tendido y desangrandose sin que ninguna de las dos partes se acercaran a asistirlo, le tiraron un botiquín que no pudo alcanzar. Ambos lados se mostraban los dientes como feroces cancerberos, pero ninguno dio un paso,

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