
Lara King cantaba en un club nocturno en la ciudad de Nueva York. No había una cantante en ese momento que pudiera igualar el registro de su voz y las notas de las melodías que tan armoniosamente salían de su prodigiosa garganta. Los músicos de la orquesta la admiraban y por doquier presumían que acompañaban aquel fenómeno de mujer con sus humildes instrumentos. Tan solo de ver a Lara subir al escenario, caminando con aquella gracia, quedaban embobados y al interpretar los primeros acordes de su canción, las lágrimas se les salían de emoción. Es que no era solamente su voz, sino el sublime palpitar de su corazón que se desbordaba en cada tonada.
Su nombre se repetía por los barrios de «La gran manzana», despertando la curiosidad de quienes no la habían escuchado aún. El club siempre estaba repleto y hasta fila hacían por oírla cantar, aunque fuera por unos breves minutos. Muy pronto se regaron rumores por todo el mundo de su milagro melodioso, tanto que honorables y excelentísimos acudían escondidos bajo ropas y sombreros de ala ancha para no ser reconocidos, y al igual que todos quedaban cautivados con la voz de Lara.
Su traje de lentejuelas tornasol cambiaba de color según la luz de las lámparas. Su cuerpo lucía magnífico abrazado en aquel vestido que hacía suspirar a los hombres, incluyendo a Franky, el italiano dueño del negocio. Él la amó desde el primer día que la escuchó cantar, desde entonces, en su corazón se abrió un agujero que ninguna mujer podría llenar. Lara lo sabía, pero no estaba dispuesta a ser su amante. Era negra y sabía que nunca la aceptarían ni su familia, ni sus amigos y muchos menos los suyos. Claro que lo quería, ¿quién no? Era guapo, con su pelo negrísimo, ojos inmensos de largas pestañas, cuerpo esbelto, piel oliva, y su olor mediterráneo. Un sueño para cualquier mujer, menos para ella.
Cuando el espectáculo terminaba, usualmente a las dos de la mañana, Lara iba a su camerino, se cambiaba dejando allí su traje tornasol y salía por la puerta de servicio, la misma por donde salía la gente de su raza, no importaba que fuera el conserje, el contador o la estrella de lugar. Esa salida daba a un callejón oscuro, en el que deambulaban toda clase de seres humanos, a los que ya poca humanidad le quedaba. Mirando al suelo, distraída, en la calleja solo se escuchaba su taconeo rítmico. Una noche, en la oscuridad, un hombre la asaltó por la espalda poniendo un afilado cuchillo en su delicado cuello, amenazando la pureza de sus cuerdas vocales.
—Con esto él va a pagar todo lo que me debe —dijo el hombre con un inconfundible acento italiano.
El corazón de Lara palpitaba aceleradamente, quieta, sin siquiera atreverse a respirar profundo, no lograba entender por qué la atacaban. Claramente el hombre no deseaba nada de ella, no intentaba violarla, ni siquiera quitarle su bolso, solo cobrar una deuda que no era suya. Pero ¿quién debía dinero a este hombre? Aterrada, ensimismada en sus nefastos pensamientos, preparándose para la muerte, de pronto el individuo se desplomó salpicándola de sangre. Lara no escuchó disparos, más bien un sonido sordo de un arma de fuego. Atontada como estaba, alguien agarró su brazo y la llevó casi a rastras hasta subirla a un coche.
El hombre que manejaba era un desconocido. Estaba tan cansada, primero el show, después el evento del atacante y ahora un secuestrador. Parecía que iba a ser una larga noche. De reojo miró al hombre en el volante. Era como cualquier otro italiano, veía muchos en el club todas las noches, pero este no le hablaba. Mantenía sus ojos en el camino, sin distraerse. Lara pensó en tirarse del vehículo en marcha, ¿qué podría pasarle? Una que otra laceración, un golpe, pero podría escapar. Era mejor que mantenerse a la expectativa, sumisa, sin luchar. Había aprendido a subsistir desde hacía mucho. Cuando trató de abrir la puerta, no pudo. El hombre agarró su muñeca tan fuerte que pensó que se la iba a quebrar.
—No entiendo nada. ¿Me puede explicar?
Silencio por respuesta. Lara intentaba soltarse, pero la apretaba más aún. Manejó hasta un camino estrecho, bordeado por árboles enormes y tan oscuro que apenas podía verse las manos. Una vez allí, detuvo el carro. Se bajó dando una vuelta para abrirle la puerta.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí?
La agarró por el brazo halándola para sacarla. Ella se resistía, pero fue en vano. El hombre era más fuerte. Una vez afuera la condujo por un camino de tierra, hasta una cabaña que apenas tenía una luz tenue en el pórtico. Tomó una llave que estaba en una vasija y abrió. Encendió la luz e hizo que Lara entrara, luego se fue, dejándola adentro encerrada bajo llave.
Lara repasó el lugar con los ojos. Un catre en el suelo sucio y con manchas de sangre y una silla era todo el mobiliario. Tenía ganas de orinar, solo había una puerta e imaginó que era el baño. Al abrir la puerta la peste a sangre podrida la hizo dar un paso hacia atrás. Desistió y decidió aliviarse en un cubo que estaba en la habitación. Después se sentó a esperar qué pasaría en adelante. Lara no sabía hacer nada sin cantar, así que empezó a tararear «La vie en rose» de Edith Piaf. Cuando cantaba se elevaba a un lugar seguro, en donde nadie podía hacerle daño.
Lara nació en Louisiana y empezó a cantar cuando apenas caminaba. Su canción era lo único que tenía. Su padre era alcohólico y cuando llegaba —si llegaba—, estallaba en gritos por cualquier cosa y después agredía a la madre. La niña asustada se escondía hasta que todo acabara. Tan pronto se iba, la pobre mujer, con su cara desfigurada, la tomaba en brazos, le cantaba canciones de la Piaf y le prometía que su vida algún día sería rosada como la canción. Un día todo acabó para siempre. El recuerdo que Lara tenía de su madre era una cara amorfa y sangrante y aquella canción en un idioma desconocido. De allí la llevaron a una casa para niños sin padres —aunque tenía al suyo estaba preso y la sola idea de vivir con él le aterraba—, allí sufrió toda clase de abusos y solo su canción francesa la consolaba. Un día un hombre que pasaba la escuchó cantar y prometió pagar una generosa mensualidad al hogar si se la entregaban. Solo tenía quince años. Ese hombre era Franky. Contrario a lo que muchos pensaron, él nunca tocó a Lara y la trató con decencia, dentro de las limitaciones que el color de su piel le imponían. Franky la amaba de verdad.
Pasaron cerca de dos horas cuando escuchó que entraban la llave. Se puso de pie instintivamente, aunque sus piernas casi no la sostenían. Tres hombres, incluyendo el que la había traído, entraron en la habitación.
—Bueno linda, sabemos que eres lo más valioso que tiene Franky. Lo hemos citado para que pague el rescate por tu vida —dijo el primero, pero este no era italiano. Le parecía más bien ruso: alto, de pelo rubio casi blanco y el acento característico.
—No sé por qué Franky pagaría por mí. Solo soy una cantante y hasta pensaba en renunciar al club —dijo sin meditar en el riesgo en que ponía su vida.
—Eso no lo crees ni tú —respondió el otro acercándose a ella amenazadoramente.
—Es cierto. Ya se lo había adelantado. A estas horas a él no le debe ni importar lo que hagan conmigo.
El hombre la abofeteó. Ella cayó al suelo.
—En verdad crees que somos estúpidos. Te hemos seguido por días, sabemos donde vives, lo que haces. Franky haría lo que fuera por ti.
Lara decidió callar, un hilo de sangre le recorría desde la esquina de la boca al cuello. Se imaginaba como su madre, con la cara rota.
—Prepárate que nos vamos.
La joven obedeció. Siguió con los hombres y subió a un auto negro, Lincoln Zephyr 1940. El hombre que no hablaba retomó el volante y emprendió el viaje. Por el camino los hombres intercambiaban miradas. En una u otra ocasión hacían comentarios sobre si Franky iría al lugar que habían establecido para hacer el canje. Lara ya se daba por muerta. Aunque reconocía que era un buen negocio para Franky, no sabía cuánto le debía a aquellos hombres y si estaba en posición de pagar. Su futuro era incierto y en su mente empezó a tararear su canción, la de la Piaf, aquella que la salvaba siempre.
Viajaron casi tres horas hasta llegar a un puerto. Todo estaba oscuro, apenas iluminado por uno u otro farol. Aparcaron hacia la entrada. Se quedaron en el auto, en expectativa. Cinco minutos después otro auto llegaba cegándolos momentáneamente. Quedaron frente a frente y el recién llegado apagó las luces. Nadie descendía de ninguno de los carros. Fueron minutos de mucha tensión. Nadie hablaba en el auto en que estaba Lara. Por fin Franky bajó y se quedó parado frente al carro con un maletín en la mano. Uno de los hombres que estaba con Lara también bajó ocultando un arma en su sobretodo. Caminó despacio hacia Franky.
—¿Dónde está Lara? —preguntó el italiano.
—El dinero primero… —respondió sacando el arma.
—Quiero verla primero —exigió.
El hombre hizo un gesto a los que estaban en el carro, para que dejaran salir a Lara.
—Cuidado no intentar nada —le advirtió el mafioso agarrando a la muchacha del brazo.
—Vengan más cerca —pidió Franky—. Lara, ¿estás bien?
—Sí, estoy bien.
—Ya está bueno de conversación. Entréganos el dinero y te entregaremos a la negra.
Franky se tragó la furia por amor a Lara. No quería que los hombres se alteraran y fueran a hacerle algún daño. Puso el maletín en el suelo y lo empujó con el pie hacia el malandrín. Este se agachó apuntando con el arma y tomó el bulto. Lo abrió y sonrió satisfecho. El dinero estaba completo.
—¡Vamos! —ordenó a los otros, empujando a Lara quien cayó al suelo.
Encendieron el vehículo, pero antes de marcharse, dispararon a Franky hiriéndolo en el pecho. Lara se arrastró hasta donde estaba su amado.
—No te preocupes, Franky. Estarás bien —dijo. Tan pronto los hombres se fueron se levantó y con la fuerza que solo el amor puede dar, lo cargó hasta el carro.
Franky y Lara se mudaron a Francia. Se fueron a donde podían vivir su amor. Su canción los había salvado para siempre.
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