—Abuela, déjame ayudarte. Yo te preparo el sofrito. Yo de mayor quiero ser cocinero, como tú.
—Que bonico eres. Claro que sí. Yo te enseñaré todo lo que sé.
En mis primeros recuerdos de mi infancia esta mi abuela, con su eterno delantal; el pelo gris, muy apretado y recogido en un moño en la coronilla. Bajita y gordita, con unas carnes blancas, suaves y blandas, que se desparramaban por sus brazos y por la manga corta de su bata de estar por casa; ese sempiterno vestido de color gris con rayas verticales y amplios bolsillos laterales donde siempre podías encontrar de todo, unas tijeras, botones. El juguetito que habías perdido, una servilleta, la lista de la compra de la semana anterior y un sinfín de cosas que a un zagal como yo le parecía inverosímil.
—Primero tienes que pelar y cortar los ajos y luego las ñoras; como te enseñe la otra vez. Yo, mientras tanto, prepararé el pescado para hacer el caldo. Recuerda siempre hijo mío, lo principal para darle gusto al arroz es el caldo.
Que lejos estaban aquellos recuerdos. Que gran mujer era mi abuela. Gracias a ella, a su trabajo, cariño y dedicación, toda la familia fue saliendo adelante. Vivíamos en Los Alcázares un pueblo precioso a orillas del Mar Menor donde la vida de los niños era un paraíso. Yo me lo pasaba todo el día en la calle y en la playa. Volvía del colegio y mi abuela me tenía preparada la merienda, siempre el mismo manjar, pan y chocolate; un trozo de pan abierto por la mitad con un par de onzas de chocolate en medio. Dejaba los libros y me iba a jugar a la plaza de la Pescadería y de San Isidro con mis amigos; al balón cuando alguno lo llevaba o simplemente a corretear por la playa. Dejábamos los zapatos y los calcetines en un banco con toda la despreocupación de saber que allí estarían a nuestra vuelta y saltábamos a la arena.
Mis dos hermanas mayores lo pasaban siempre con sus amigas en la Plaza del Espejo, frente a la playa, hablando de los chismes del pueblo, que si fulanito salía con menganita o que pronto serían las Fiestas e irían todas emperifolladas con sus mejores vestidos y adornos de esa bisutería de plástico que sus madres las dejaban llevar; y haciendo como que no veían a los otros chicos que se ponían enfrente y se pavoneaban delante de ellas.
Mis padres trabajaban todo el día y apenas los veíamos; eran aquellos tiempos del desarrollo y pluriempleo. Mi padre trabajaba en la Base Militar; y mi madre era maestra en el instituto y por las tardes ayudaba a su hermana que regentaba un bar y ayudaba en la cocina junto con mi abuela, que era el alma del negocio. El mejor arroz caldero de la comarca decían los entendidos, y que ricas estaban sus tapas marineras con la crujiente rosca, ensaladilla y su anchoa. Había gente que venía de otras zonas a probar sus caballitos, esas gambas rebozadas que en otros sitios las llaman gambas con gabardina. O esos michirones de habas secas.
En invierno me pasaba las horas muertas en esa pequeña y atestada cocina del bar, mirando como aquella mujer preparaba esos platos tan ricos con unos pocos productos y los condimentos que obtenía de unos botes y tarros que a mí se me parecían como un arte de brujería, la transmutación de los metales de los alquimistas no me infundiría mayor admiración que la preparación de un arroz por mi abuela.
—El pescado tienes que limpiarlo bien. Y el mejor para hacer un buen arroz es la morralla, el que tiene más espinas; solo se usa para dar sabor. Hay quien usa caldo ya preparado pero eso no es sano. Una buena comida tiene que estar rica y ser saludable. Hay que hacerla con cariño. No olvides los ingredientes, todos deben ser de primera calidad. Fíjate en estos pimientos, mira cuanta carne tienen. Me enseñaba el pimiento abierto y una vez despepitado.
—Y luego el arroz, tiene que ser del tipo bomba. Y el que yo prefiero es el de aquí, de Calasparra, que llega a su punto óptimo de cocción y queda suelto y desprendido.
—No hay que olvidar el azafrán, nada de colorantes. ¡Eso es como echar pintura a la comida!
Muchos años después, ya de mayor y destinado en mi nuevo puesto en Osaka, Japón, donde me habían enviado para abrir mercado, como si fuera tan sencillo entrar en la rígida, cerrada y hermética mentalidad oriental. Me habían dado un curso rápido de japonés que unido a mis conocimientos de inglés me permitían desenvolverme con bastante comodidad y soltura. Todo el mundo decía que podía vender arena a un beduino y hielo a un esquimal. La verdad es que me consideraba un buen profesional, me gustaba tratar con la gente, su proximidad y su confianza. En aquella empresa de tecnología enseguida me había hecho un hueco. En mi departamento me consideraba imprescindible; y así fue como aterrice en el extremo asiático; una delegación formada por cuatro españoles que íbamos a conquistar un mercado.
Las relaciones públicas siempre se me dieron bien, me iban las distancias cortas. Había que propiciar encuentros. Y así fue como me vi embarcado en una aventura totalmente absurda, típica de españoles que hacen patria por esos mundos.
La principal empresa con la que tuvimos relación realizaba unas jornadas de “Team Building” entre sus empleados, o lo que es lo mismo y en la lengua de Cervantes, jornadas de “Creación de Equipos”; con ese motivo invitaron a nuestra pequeña y modesta delegación, creo que más con intención de asombrarnos con sus modernidades, que de integrarnos en su empresa. Estas cosas ahora son habituales pero hace más de veinte años se nos antojaba como una excentricidad.
En un arranque de valentía se me ocurrió la genial idea de informarles que les prepararía una comida típica de mi tierra, nada menos que un arroz caldero murciano. Nada más comunicarlo y recibir la aprobación de los jefes orientales, sentí un escalofrío por la espalda.
¿Cómo se me había ocurrido la idea de guisar un arroz con pescado a los japoneses? Debía estar loco. Ellos habían inventado lo de comer arroz y eran la primera potencia pesquera del mundo.
Pero ya no hubo vuelta atrás. La mirada perpleja de mis compañeros españoles no tenía desperdicio. Menuda idea con tan poco fuste se me había ocurrido.
Éramos cuatro los españoles, tres hombres y una mujer. El mayor de todos pasaría de los cincuenta años y le llamábamos cariñosamente “el abuelo” que directamente me dijo: conmigo no cuentes. Otro chico más o menos de mi edad que estaba en la treintena me apoyó con su mirada y un gesto de asentimiento; y la otra chica, más joven, se me quedó mirando inexpresiva. El único que tenía idea de cocinar era yo. La chica me confesó que lo más cerca que estaba de los fogones era para pedir una hamburguesa en un establecimiento de comida rápida, sus preferidos.
Como un torero en el momento de la verdad; así me dispuse a preparar el ágape en los tres días que quedaban para la celebración del Día Final, como apodamos ese evento. Me fui con mis dos jóvenes compañeros a una especie de galería comercial a comprar los ingredientes y el aparataje para prepararlos. Calculaba que seríamos unos veinte y que les daría lo que se dice una tapa, lo justo para saborear una delicatesen murciana.
No encontré pescado de morralla para preparar el caldo. Tampoco encontré ñoras ni pimientos frescos. El arroz bomba no existía y los que había por allí eran como descifrar un jeroglífico.
Me daba igual. Compré lo que pude. Un sucedáneo de pasta de pescado para hacer el caldo, el primer arroz blanco que me llamó más la atención y unos pescados parecidos a la dorada para acompañar. Tras mucho buscar encontré un colorante que además era picante. Improvisaría con pimientos y tomate de lata o algo parecido que vi en una estantería. El aceite no lo encontré ni por asomo.
Pero la prueba de fuego fue preparar el alioli. Compré un líquido aceitoso y gracias a echar mucho ajo pudo aproximarse a esa delicatesen aunque tenía una tonalidad verdosa que casaba poco con la idea que se tenía de ese manjar.
El Día Final llegó y allí estábamos. Yo ejercía de jefe de cocina y a ambos lados estaban mis otros compañeros dándome apoyo más moral que de otro tipo. Había preparado en casa el caldo sintético y ya llevaba el alioli; solo faltaba echar el arroz en ese líquido y luego acompañarlo de aquellos pescados del tipo de las doradas que había conseguido.
Si me viera mi abuela; si ella pudiese levantar la cabeza seguro que del patatús se volvía a su tumba de nuevo. Menuda pasambre. Me había comprado un campig gas y una cacerola y nos habíamos instalado en un parque de las afueras, todo muy bonito; una verdadera estampa japonesa, solo faltaban los cerezos en flor y al fondo el Fujillama nevado. Ibamos todos vestidos con ropa deportiva, todos iguales. Nos habían regalado un chándal completo, con una gorra con el logotipo de la empresa y deportivas, los bambos más bonitos que jamás he tenido.
Todos los trabajadores, incluidos los jefes, habían hecho equipos para participar en unas competiciones de lo más dispares: Adivinanzas, Karaoke, carreras y muchas más cosas. Como dirían en mi pueblo, un montón de chuminás que terminaban llevando a coscoletas o a hombros a un compañero con los ojos cerrados y sin salirse de una recta.
Mientras tanto los españoles preparábamos la comida. Diez minutos antes de servirla apareció el “abuelo” como por arte de magia. Pero lo mejor es lo que se había traído. No nos lo podíamos imaginar. El muy zorro se había agenciado más de cuarenta litros de sangría que le llevaban dos orientales en sendos bidones.
—De donde yo vengo, si no hay vino no hay fiesta. Se limitó a decir con un guiño. Y a este le he echado una buena dosis de anticongelante. Haciendo alusión al alcohol destilado extra que le había añadido.
Ni que decir tiene que la comida fue un éxito. Llegamos a la conclusión que los orientales carecían de paladar, el sentido del gusto lo tenían genéticamente atrofiado. Menos mal que la empresa les había proporcionado unos bocadillos que fueron nuestro almuerzo. El arroz resultó incomestible para los peninsulares pero les encantó a los locales. Entre el colorante y el alioli que picaba como un demonio no se notaba el sabor del arroz. El pescado de acompañamiento era lo único que se podía tragar, pero a ellos les supo a gloria.
Lo mejor, como siempre, fue la sangría. Que por cierto, su conseguidor nunca reveló de donde había sacado el vino en aquel país. Si se lo proporcionó la Embajada, la C.I.A o el mercado negro, fue algo que nunca se supo.
Yo me había llevado la guitarra y al final terminé cantando aires de mi tierra. Había pertenecido a diversas cuadrillas musicales y agrupaciones estudiantiles y me sabía un montón de canciones para animar cualquier cotarro. Empecé por las típicas de mi tierra; jotas y fandangos murcianos como:
En la huerta del Segura cuando ríe una huertana
Resplandece de hermosura…
O esta otra
Por donde vas a misa que no te veo
Por un callejoncito que han hecho nuevo…
Cantamos las canciones que todos se saben, las de Julio Iglesias, Georgie Dann, Mocedades, las típicas del verano, pachangueras y bulliciosas, y otras más o menos serias. Luego jotas de picadillo algo picantes y salidas de tono; pero como no entendían, nos daba igual.
Para seguir luego con el “Porompompero”, “La Macarena”, “El Aserejei” y hasta el “Clavelitos”. Todo estaba permitido.
La verdad es que se lo pasaron bomba. No; ¡nos lo pasamos bomba! Y el que mejor quedó fue “el abuelo”, que se encargaba de escanciar y trasegar el líquido elemento.
La reina de la fiesta fue nuestra compañera que no paró de bailar flamenco y cantar hasta desgañitarse rodeada por un coro de palmeros que tocaban a destiempo.
Todos los viandantes de aquel parque se nos unieron, nos hicieron un gran corro y todos participaron de nuestra alegría; lástima que se acabó la sangría. En un momento dado llegó la policía. Varios coches patrulla pararon en las inmediaciones de la entrada y un montón de agentes se desplegaron con más curiosidad que otra cosa y tuvo que ser el presidente de la compañía quien dio las explicaciones oportunas de ese gentío y fiesta espontanea que se había producido con motivo de sus actividades de “Formación de Equipos”, y ese fue el momento de terminar nuestro Día Final.
Parece mentira pero gracias a ese día establecimos unas importantes relaciones comerciales con el país asiático. Han pasado veinte años de aquello y todavía lo cuento en las reuniones de antiguos compañeros de universidad o en las del trabajo.
Y tengo que reconocer que soy un experto en hacer arroz murciano; cuando tengo los ingredientes, claro.