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UNA GRAN AUTOESTIMA by Paula Castillo Monreal

El día se perfilaba radiante y abrumador tras los visillos casi transparentes que Felipe del Horno había dejado, a propósito, ligeramente abiertos. Quería despertarse con el alba, cuando los cielos anuncian de amarillo el día. Se reconoció con un ánimo ansioso, se diría que teñido de una ligera ensoñación.  La presentación del retrato de la niña asesinada, violada, y encontrada después de tres años, tendría lugar en un par de horas. Le hubiese gustado volver a verlo, había pasado demasiado tiempo desde que lo pintó. Un homenaje a Laura, y un homenaje a la perseverante Guardia Civil que halló su cuerpo. Eso pensó. Era un retrato de grandes dimensiones, grotesco y extravagante. Los colores demasiado vivos y brillantes para recordar a una niña asesinada. Los labios fucsias, el pelo naranja, las mejillas rojas, la niña sonriendo, los dientes blancos.

Quizá tendría que haberlo retocado. Eso pensó.

Cuando dieron por desaparecida a la niña, Felipe se empeñó en conocer a los padres y en regalarles un retrato para que la tuvieran siempre presente. Felipe que no era buen pintor, ni buen escultor, ni buen escritor, ni siquiera pasable, sí era un gran ególatra, petulante y egoísta que presumía de sus habilidades como humanista y sobredimensionaba su capacidad para llegar al corazón y la admiración de los demás.

         Horacio, el padre de la niña, cedió sin saber porqué, ante aquel hercúleo que vestía siempre de verde. Un forzudo vigoroso de aspecto recio y semblante alegre, que había estudiado arte en la Escuela de San Fernando.  Ese hombre que no paraba de hablar de sí mismo, y que le importaba poco si los padres de la niña, querían tenerle todo el día merodeando por su casa y por su vida, o no.

         Con Horacio desayunaba y comía mientras aprovechaba para darle lecciones de moral y educación: «no se puede ceder ante todo lo que nuestros hijos quieren. Libertad si, pero no libertinaje. Mano dura Horacio, mano dura, para no dar lugar a este tipo de desgracias».  Horacio callaba mientras asentía. Sin tiempo para mostrar su pena, pensaba que todo el día perseguido por ese incansable charlatán tendría su recompensa. «Todo ocurre por alguna razón», le decía a su mujer. «Felipe conoce a mucha gente y eso nos ayudará  a encontrar a la niña».

Comenzaron a llamarlos de programas de televisión y de radio. Acompañados siempre por Felipe, amigo de la familia —así se presentaba él mismo—, recorrieron todos los informativos y matinales de sucesos. Felipe se convirtió en amigo, asesor y administrador de las donaciones que la fundación “Un paso más por Laura” recaudaba cada vez que ambos salían en los medios.

         La madre de Laura no contaba para el artista: «Horacio, tu mujer no puede acompañarnos, no se puede presentar así de demacrada y desaliñada. Su aspecto es horrible.  Tú y yo representamos la serenidad y el buen hacer, la cordura.  Dile que no venga, ¡por Dios!». Y Horacio sin rechistar, insistía a su mujer: «Dice que no vengas,  que no funciona siempre eso de que la cara sea el espejo del alma». Y ella dejó de ir.

         Cuando Felipe terminó el retrato de la niña, consiguió engañar a la Fundación para que alquilase una sala en el Real Casino de Madrid, y allí, con la prensa presente, regalar a los padres desolados y sin ninguna esperanza el retrato de Laura.

         Felipe desde el atril narraba su feliz infancia, y cómo su padre le dio la autoestima suficiente para saberse bueno y único en lo que hacía.  Ni Horacio ni Carmen hablaron, ni ese día ni ningún otro. Tampoco vieron el retrato de la hija en esa ocasión; un lamentable accidente en el transporte rasgó el lienzo y cortó el cuerpo de la niña por la mitad.  Eso les contó.

Con el tiempo dejaron de creer. «Es un charlatán, un embaucador y oportunista»,  sentenció Carmen. «Bueno mujer, hizo lo que pudo». Los medios de comunicación dejaron de hablar de Laura. Aparecieron otros casos, otras niñas, otras violaciones, otras desapariciones, abusos y asesinatos.  Felipe se olvidó de Laura y de su retrato. Horacio y Carmen olvidaron a Felipe.  Muchas palabras y promesas convertidas en otro suceso más.

Tres años han tardado en encontrar el cuerpo de Laura.  El padre ya puede taparse la cara con las manos y rezar. A Carmen le han vuelto las lágrimas, y puede llorar a la hija asesinada mientras da gracias a Dios. Y Felipe, especialmente afectado y emocionado con el gran trabajo realizado por la Guardia Civil, contacta con Horacio y le convence para que preparen un homenaje. Así podrá entregarles el retrato restaurado de la niña. Un retrato a tamaño natural.  Los padres lo rechazan, ya les devolvieron a su niña. Ya la enterraron. «No importa Horacio, será un homenaje a vuestra hija y al sufrimiento pasado. Si queréis, en el mismo acto, lo podéis donar a La Guardia Civil».  «Eso sí, Felipe, tenemos que conseguir que se televise».

Y hoy es el día. Felipe, Horacio y Carmen, esperan en uno de los salones de La Casa de Correos.  Una gran chimenea de mármol y paredes estucadas en blanco con molduras en pan de oro servirán de decorado para tan emocionante homenaje. Felipe, en medio de los dos, habla de su infancia y la importancia de la educación; de sus hijas, modelos ambas de virtud e inteligencia, de atar corto. Horacio y Carmen asienten con la cabeza inclinada, la mirada baja, los brazos por delante del cuerpo. Las manos cruzadas, juntas.  A la izquierda de Horacio, un caballete con el retrato oculto de Laura tras un terciopelo rojo.  Felipe, ya no habla; grita, vocifera de la educación, de la juventud, de los valores de siempre, los suyos, los únicos. De la religión y el libertinaje. Cada vez más enfadado, brama.  El terciopelo se escurre, poco a poco, quizá por las vibraciones de la sala, o en señal de protesta. Como si el retrato de Laura quisiera mostrarse de una vez. Dejar lo oculto.

         En un momento, los asistentes al homenaje no oyen a Felipe.  Ensordecidos por los gritos, miran atónitos el retrato desvelado, despojado de su terciopelo rojo, desnudo.  El autorretrato de Felipe, a tamaño natural, se muestra con furia. Da miedo. Cubierto con una túnica verde esmeralda, lleva los brazos levantados, la boca abierta. Miles de figuras decapitadas se muestran escapando de sus fauces.  Su cuerpo inmenso camina sobre el agua. Los pies juntos. Hasta la paloma blanca posada sobre su hombro se asombra de las miradas inquisidoras. Un rayo de luz le atraviesa el corazón.

         Quizá tendría que haberlo retocado. Eso pensó.

         Parece ser que el retrato fue trasladado ese mismo día junto con Felipe, en una furgoneta a la que se dio por desaparecida. Al día siguiente todos los medios publicaron la noticia. El nombre de Felipe del Horno acaparó todos los titulares.

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