Al regreso me limpio de la enfangada, tampoco es plan de andar manchando la casa, el suelo único y soberano. Luego desfilo hacia las cervezas y, tras los malabares de rigor, acierto a agarrar una sin alcohol. Me encamo en el sofá, los pies de suela de trapo colgando por los bordes, y con el bolo de colores doy de pleno en el interruptor del aparato. Ponen una antológica del circo francés. Después lo mejorcito de la liga española. A eso de la siesta aparece la sagrada consorte. ¿Lo notaron?, pregunto. Imaginá, lo achacan a una fiesta doméstica, me dice. Se quita la nariz y se emborrona las mejillas y los pómulos. Está bien bella así, con la peluca a medio caer.
La invito a una sentada común, al refocilo burlesco. Acepta más que encantada y sigue con su narrativa, Lo que menos soportan es que me empeñe en sortear los chirimbolos del departamento de jardinería. Tapo la boca de labios de goma con un beso cándido y veloz. Cosas, le respondo, conmigo les llevó tiempo el que convirtiese los balances anuales en DC-10. Se abandona a la pasión sencilla, nos despojamos de los bártulos del pecho y los dos corazones casi se juntan. Tenemos que deshacernos de los postizos de pestaña, puesto que el abrazo nos ha hecho como de un chicle jadeante. Se oye un carraspeo chusco y nervioso, como disculpándose detrás de nuestros respectivos molondros. Es la fámula atroz, que pide permiso para retirarse. Retirate, ya tenés la edad, ensayo con voz marcadamente grave, pero la nena me tapa dulce la boca con el guantazo blanco, después con un beso, Con el servicio no, ya sabés que luego es difícil encontrarlo. Sonrío leve y le agradezco; luego, medio en broma, propongo Veremos de traernos a tus primos de Amberes. Ella, que sigue sin negarse al juego de los pezones y la crema de merengue, se enfurruña —sonsa— e inicia una marcha grotesca hacia la ducha.
Ahora que el verano ya es un hecho, los vecinos no tragan que coloquemos sopa de helado en los descansillos, pero lo cierto es que nadie se ha matado aún. A la nena le ensombrece que la piñata de arroz y chirimoyas no les arranque ni la más mínima sonrisa a los frecuentadores del hueco patio, pero lo peor ocurrió con el chico. El chico regresó una tarde aciaga del campamento de verano, cargado con su mochila multicolor y su careta del Tío Sam. Fue dejando el piso lleno de hollín y de tristeza y se fue a acostar en su mismísima cama, bruces abajo. La nena y yo entramos en el cuarto, visitantes rosa y celeste, con matasuegras de triple extensión y trompetillas con flecos. Qué te pasó, arranca ella, dulcísima, dejando caer el filo de la mano por los tirantes, que figuran elefantes junto al cuello. El chico gime pero calla. Va a haber que arrancarte las palabras, digo yo, mientras desenvuelvo ristras de pañuelos anudados por el corredor que deja el antebrazo, doblado contra sí. El chico se vuelve y por vez primera nos muestra sus ojos sin botones blancos ni semicírculos sepias. Es una mirada firme, mientras su madre me agarra con fuerza la punta de los dedos y se teme lo peor, el fin del paraíso. Me llamaron payaso, nos dice.

2 Comments
Noble profesión miles de veces pervertida a modo de insulto. Inaceptable.
Totalmente inaceptable.