Llegó a nuestras vidas como un regalo de navidad y aburrida de posar ante miradas indiscretas en su anterior trabajo. Mi hermano y yo, nunca necesitamos ayuda mientras madre trabajaba, pero desde que llegó, nos urgía a todas horas.
Carolina tenía la piel muy blanca y en su rostro, dos ojos redondísimos sobresalían de unas profundas ojeras que definían la cuadratura de aquellos círculos. Llevaba una “D” junto con una cifra tatuada encima de la nalga derecha, dándole un matiz que la excusaba de ser normal y solicitando constantemente la mirada de muchos. Carraspeaba ligeramente antes de hablar y olía a libro abierto por primera vez.
Con ella descubrimos lugares desconocidos y hermosos; de hecho, mi afición por las patatas fritas fue inducida por ella en un restaurante al que nos solía llevar.
Una mañana cualquiera, Carolina desapareció, y con ella se llevó el aroma a fritanga, las carcajadas de mi hermano cuando mi cuerpo volaba por su culpa, la suavidad de sus vaivenes y el olor a libro abierto.
Poco después, padre nos sorprendió a la puerta de casa con un nuevo coche, pero ya no era Carolina, aquella cabritilla que nos llevaba a todas partes.