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Lunas de Lantano —23 by Félix Molina

23. También el jugador es prisionero

—Buenas noches, profesor. ¿O debo decir inspector?

Era Alejandra. La poeta, Pizarnik. Yo nunca la pensé apropiada para mis manuales. Demasiado joven. Demasiado audaz. Pero ahí estaba su efigie, si su rostro era el suyo, como el mío pretendía ser el mío. Estúpido, ensayé el gesto amable de ofrecerle el asiento y el calor del que fue el módulo de Inés.

 —Ya conozco la casa, no se apure, Carreter  —arrastraba consigo una botella de aguardiente, como parte de su atrezo fantasmal.

Bosquejó el simulacro de sacarse una copita para invitarme a lo suyo. Se le veía práctica, seguro que no tenía que concentrarse en las solapas de un abrigo (del de Lugones, supongo) para salir adelante en su día a día de materializada. Pero entre fantasmas, además, había cierta dulzura en esa concentración, como si fuera una especie de juego, un cadáver exquisito de huesos y músculos que no estaban. Parecía (o es que era justamente eso lo que hacía) adivinarme el pensamiento. Con la misma postura de estar sentada fue rotando su poética jeta en la de Storni, Agustini, incluso Arlt, mientras se afirmaba, rotunda en su espasmo polifacético. Me voseó sin preguntármelo, ufana de ello.

—Con el tiempo se va haciendo una a esta macana. Se hace bonito en enclaves como este, con su laguito y sus cerros. Es más feo en catres con revólver o en lóbregos fondos marinos, incluso en los mercadillos desastrados de Roberto… ¿Qué tal os suena a vos la poesía de Inesita? ¿Buena onda?

Yo ya no sabía a qué solapa agarrarme. Volví al desquiciamiento y la desubicación. Qué era yo, inspector o profesor, en esa lengua de tiempo que nos lamía, su espíritu y el mío danzando por encima de las sombras y los años, los años todos con su música y su luz, las sombras cada una con su nombre —Zaragoza, Avellaneda, Buenos Aires, Madrid…—, enlazándonos en esa tiniebla de carnaval sobre la tierra y el crimen. Su voz sonaba como una horrorosa carcajada, qué dominio el suyo de toda esa tramoya fantasmagórica. De repente se dejó oír, como con altoparlantes gastados de un cabaret del medio siglo pasado, Veinte años, con María Teresa Vera, nube transfigurada allí mismo entre los dos, como riéndose de mis meditaciones y mis devaneos de espíritu.

—Duele profesor, duele estar escuchando esa música, que sonaba justo en el café junto a su Teatro María Guerrero, sus manos en la taza, nervioso ante el estreno, el público rancio, inmisericorde, de un país que renacía o remoría apenas de la sangre y el odio y yo leyendo en mi Argentina historias de vampiros o a Rimbaud, no sé, no recuerdo, entre toda esta borrasca de las décadas me hundo, como la pobre Alfonsina en su playa última… No seré cruel.

Todo se desvaneció. Y en un solo segundo de silencio quedamos otra vez solos los dos, frente a frente, mientras la horrísona risotada que le servía como voz se iba transformando en estos versos y ella, con su última bromita, se disolvía bajo la forma asquerosa de un murciélago ante mí:

Ya no baila la luz en mi sonrisa
ni las estaciones queman palomas en mis ideas
Mis manos se han desnudado
y se han ido donde la muerte
enseña a vivir a los muertos…

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