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EL TIRITAS by Elena R. Nistal

   
Mamá siempre iba con prisa. Daba igual lo que estuviera haciendo: despertarnos por la mañana para ir al colegio, preparar la comida para nuestra enorme familia o volar por la carretera en nuestro Tiritas.

Y es que nuestra forma de vida era diferente, divertida y maravillosa.

Tuvimos la suerte de vivir en el campo, disfrutar del olor a tierra mojada y lluvia de una manera que no hacían los chicos de nuestra edad. Y también de meter en nuestro cuerpo muchos más madrugones de los que con total seguridad ella habría querido para nosotras. Pero junto a ella, todo merecía la pena.

Mamá se casó joven, tuvo hijas joven, y desgraciadamente nos dejó siendo aún muy joven. A veces me pregunto si tantas prisas se debían a que ella sabía que tenía poco tiempo para realizar todo lo que había planificado hacer en su vida.

Nuestros amigos tenían mascotas a las que buscaban nombre. Nosotros, además, teníamos un inseparable amigo con cuatro ruedas que llamaron Tiritas. Y sí, digo llamaron, porque no fuimos nosotros quienes le pusimos nombre, fue un conductor de autobús el que lo bautizara.

La velocidad que rodeaba a mamá se traducía en pequeños despistes muchas veces al volante. Que si un: no pegues a tu hermana, ¿lleváis hechos los deberes?, abróchate la chaqueta que hoy hace frío... Y así imposible no tener algún golpecito que otro.

Recuerdo el primer día que abrieron el centro comercial. Allí llegó ella con nuestro flamante Renault 12, haciéndose hueco entre las estrechas columnas amarillas, colocadas de manera estratégica para aparcar. Y como nada ni nadie podía con ella, unas gigantes estructuras de hormigón y hierro, tampoco lo iban a conseguir. Y así, estrenando las majestuosas columnas, mamá aparcó el coche. Tal fue el agujero que se hizo, que parecía que se hubiera abierto una herida en la pobre chapa del Renault. Una señal más, que hacía único e inconfundible a nuestro querido amigo de cuatro ruedas.

Y llegó el otoño, y con él, la lluvia. Y ésta se empeñaba en limpiar las cicatrices del 12, sin importar que ese agua se introdujera en las heridas haciéndolas más profundas e incurables. Y donde antaño todos viéramos un precioso coche blanco, empezaba a observarse un carricoche oxidado. Nuestro carricoche, que nos llevaba y traía orgulloso a pesar de sus lesiones.

Puede resultar curioso, pero mamá era única. Todo el mundo la quería, hasta los autobuseros, que a base de pitadas por adelantamientos imposibles, de aparcamientos en doble fila para sacar del coche a cinco niñas, e incluso de ofrecerse a hacer de remolque para los autobuses que encontraba averiados en su camino, llegaron a verla casi como una de ellos. Y es que —¡caramba!, yo también transporto a muchos pasajeros— les decía ella entras risas.

La lluvia fue dando paso al frío, a la niebla y al hielo. Y con estos elementos las heridas de Renault se hacían más grandes. Tanto que hubo un día que comenzaron a sangrar.

Mamá llevaba algún tiempo sintiéndose mal, como si al llegar el invierno, su primavera fuera apagándose, por lo que todo el mundo la decía que fuera al médico. Y eso hizo.

Y ese día, en un semáforo del Paseo de Zorrilla, fue donde uno de sus amigos autobuseros, bajando la ventana y saludando sonriente a mamá, le dijo: tienes que poner tiritas al coche, ¡que sangra! Y así era: por mucho que la lluvia se empeñara en limpiar a nuestro amigo, el pobre auto exhausto devolvía ese agua, ya oxidada, dejando un rastro en su piel que simulaba sangre. Y de esta manera nuestro Renault 12 pasó a llamarse el Tiritas.

Pero al parecer, mamá también sangraba.

Ella continuaba con sus prisas, sus canciones, su trabajo y con sus cinco pequeñas alrededor, que no se daban cuenta del deterioro evidente de su madre. Seguía volando en su viejo amigo, cada día más herido, pero que al igual que ella seguía dándolo todo.

Sin embargo, las tiritas ya no eran suficientes y no bastaban para dar freno a la enorme hemorragia interna que sufría. Por lo que mamá tuvo que llevarlo al taller. Allí las noticias no fueron muy alentadoras, pues el mecánico se vio obligado a decir la verdad sobre el tiritas a mamá, haciendo evidente que a nuestro querido coche le quedaban ya pocos kilómetros por andar. Y casi, como si de una premonición se tratara, las noticias sobre su estado de salud fueron igual de desalentadoras.

Pero ambos eran fuertes, y resistían los envites del destino. Y aun hubo momentos para risas y anécdotas. Como cuando un buen amigo pidió a mamá que le acercara a la ciudad cuando fuera a trabajar. El camino tantas veces recorrido parecía hacerse sólo, y mientras hablaban sobre la música que escuchaban, en plena curva y cuesta abajo, ella soltó las manos del volante tratando de buscar otra cinta de música diferente. Y según pudo contarnos nuestro amigo días después, fue un milagro como el coche dio la curva él solito, y redujo la velocidad. Y es que siempre dijimos que mamá llevaba un ángel de la guarda consigo.

Pero el ángel se fue a dormir. Fue el día que mamá tenía que ingresar en el hospital. A pesar de ser comienzo de primavera, hacía frío. El Tiritas se negaba a arrancar. Parecía como si supiera que aquel viaje fuera el final del trayecto. Y cambió de opinión. Giró de nuevo la llave y comenzó a andar. Ese viaje se hizo en silencio. Algo poco habitual en un coche acostumbrado a estar siempre lleno de niñas riendo, hablando y cantando. Y la tristeza se palpaba en el ambiente.

Fue al aparcar en el hospital cuando sonó un estruendo. Una pequeña explosión que escupió humo gris, fue la señal que aunque hacía ya tiempo fuera anunciada, nunca quisimos que llegara. Mamá sacó la bolsa que debía acompañarla los días que permaneciera ingresada. Y como si de un acto reflejo se tratara, acarició la piel oxidada de el Tiritas y le dijo adiós.

Solo un par de horas después, desde la ventana de la habitación que le había sido asignada, pudo ver como la grúa se le llevaba para no volver. “Desguaces Cano” fue lo último que pudo leer.

Y la vida del Tiritas llegó a su fin. Cargada de recuerdos, anécdotas, “milagros”. Y la de mamá también. Aquel se había convertido en su último viaje.

A decir verdad, el nombre le pegaba. Si cierro los ojos aún puedo verlo: orgulloso, fuerte, herido, sangrando y cubierto de parches.

Nunca podré olvidarte, mamá. Y a ti tampoco, Tiritas.
               

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2 Comments

  • Gracias por leer mi homenaje a mamá.

  • Gracias por enviarmelo. Me ha encantado.
    Por supuesto que si puedo, te acompañere el dia de la presentacion de tu poemario. Un abrazote

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