Fragmento del libro : El rumor del río y el olor de la higuera
Llegué a ese pueblo por casualidad, antes había vivido en lugares parecidos, diferentes destinos de mi padre, que era funcionario. Así conocí varias poblaciones de Castilla, grandes, pequeñas, bulliciosas, aisladas. Sin embargo, ninguna me dejó una huella tan profunda como ese pueblo fronterizo, más celta que castellano, a pesar de estar dentro de los límites de la comunidad. Quizá fue la adolescencia, que me cogió allí, la que asocio con tan buenos momentos que me regaló ese sitio. Recuerdo las tardes de pesca en verano, las noches de discoteca, las gamberradas que preparábamos en el instituto y, sobre todo, recuerdo a Amelia. Meli, como la llamaba todo el mundo, no vivía allí, pero iba la mayoría de los fines de semana porque su madre era del pueblo. Pequeñita y atractiva, llamaba la atención por su cuerpo bien proporcionado y su cabello pelirrojo y ojos claros. Era muy guapa y tenía cara de pilla, pero a mí lo que me volvía loco era su sonrisa, las arrugas que se le formaban alrededor de los ojos, achinándolos.
Yo la veía por el pueblo, con su familia, otras veces acompañada de su amiga. Me resultaba difícil acceder a ella, no sabía si era extremadamente tímida o ligeramente altiva. Algunas veces las dos iban al cine, pero se sentaban aparte de la pandilla de su prima y cuando salían, sus padres venían a recogerla para regresar a casa.
Un verano se quedó unos días en casa de su tía y todas las tardes iba al río. Allí coincidíamos con frecuencia y yo no me podía creer que la tuviera tan al alcance, de modo que un día me atreví a abordarla.
La vi sentada en la orilla, mirando al agua y chapoteando; se iba mojando poco a poco los pies, se levantaba y parecía que se había decidido a bañarse, pero entonces se sentaba de nuevo. Desde lejos la animaban con gritos y risas, pero ella les gritaba que el agua estaba helada y le iba a dar algo. Quería sentarme a su lado y preguntarle su nombre, aunque lo sabía de sobra, contarle tantas cosas, guardarme otras tantas, tenía que hacer algo antes de que se fuera. Y lo único que se me ocurrió fue acercarme por detrás y salpicarla con un montón de agua que cogí con las manos. Ella se volvió y me gritó enfadada, pero aguanté incluso que me llamara imbécil delante de mis amigos; al menos era un prometedor inicio de conversación. Intentando compensar la molestia que le había causado mi atrevimiento, tuve el de invitarla a un helado, pero ella me dio una disculpa, aunque inmediatamente después me propuso dejarlo para más adelante, no sé si por evitar ser descortés conmigo. Estuvimos nadando juntos un rato, yo le preguntaba cosas de su vida y ella me contestaba de forma escueta; solía estar en el pueblo de su madre, especialmente en verano y no la dejaban quedarse mucho tiempo; tan solo tenía una amiga allí, me señaló a una chica de pelo corto que estaba vestida con camiseta y pantalón corto, sentada en unas piedras de la orilla. Parecía mucho mayor que Meli, creo que se llamaba Nela y que había nacido en Marruecos.
Nos sentamos un rato en las toallas, ella tomando su helado y yo bebiendo una Coca-Cola. Le hablé de mi vida, del tiempo que llevaba viviendo en ese pueblo donde no había nacido, de mis aficiones; ella era hermética y yo no quería ser indiscreto, ya tendríamos más ocasiones.
Durante el verano el pueblo celebraba la fiesta de la vendimia. La primera noche de verbena yo me acerqué con la esperanza de encontrarla, pero no estaba; pregunté por ella y me dijeron que sus padres no la dejaban salir. El tercer día tuve suerte, allí estaba, con su vestido color naranja y su pelo zanahoria suelto; no lo podía creer porque ya había perdido la esperanza de verla. Las manos me sudaban mientras me aproximaba a su grupo. La orquesta tocaba una versión edulcorada de Samba pa ti, de Carlos Santana, y bajo los acordes de guitarra que intentaban imitar al maestro, la saqué a bailar. Ella me dijo que sí; no sé si era su primer baile agarrado o que se moría de vergüenza, el caso es que tenía los brazos ligeramente flexionados, de forma que nuestros cuerpos no se tocaban y yo no me atreví a pedirle que se acercara más. Éramos el hazmerreír de su grupo y del mío, que seguramente comentaban nuestra posición tan casta. Yo estaba feliz solo de tenerla entre mis brazos y la observaba, mientras ella me hablaba mirando al suelo o a los asistentes casi todo el rato. Cuando la canción terminó se despidió y volvió con su gente, en medio de un alboroto que me produjo cierta incomodidad.
Nos vimos varias veces en el río; nos encontrábamos allí si la fortuna nos regalaba un tiempo espléndido. Yo nunca sabía cuándo Meli estaría sentada en la toalla, pero ya desde el puente la buscaba ansioso con la mirada y, si no aparecía, mi decepción era enorme, aunque mantenía la esperanza de que llegara más tarde. Cuando la localizaba, mis pies corrían más que de costumbre cuesta abajo y cuando llegaba a ella, le pedía que me hiciera un sitio a su lado, una vez que hubiera saludado a mis amigos e intentando siempre que no se diera cuenta de mi interés.
Nos pasábamos el tiempo tumbados en las toallas, charlando aparte de los demás. Nadábamos río abajo hasta que nos perdían de vista, al otro lado el puente. Pero nunca le dije que me gustaba, ni ella me dio ninguna señal de que le pasaba lo mismo. Fuimos dos pájaros que vuelan juntos, pero no hacen nido.
Una vez, casi al final del mes de julio, no la encontré en el río con su pandilla, no me pareció extraño, pero al día siguiente tampoco estaba, ni varios días después; me preguntaba si habría caído enferma. Me sentaba en las piedras de la orilla y la imaginaba saliendo del agua, cual Venus, con la carne de gallina, quejándose y corriendo hacia la toalla, riéndose con su amiga y mirando de reojo hacia nuestro grupo, nadando conmigo hacia el puente, donde el agua era más profunda y estábamos solos. Así que me decidí a preguntar a su amiga Nela; me dijo que Meli se había marchado a Escocia y que estaría allí un tiempo haciendo un curso de inglés, pero que ellas se escribían con frecuencia. No sé si le mandé recuerdos, pero la idea de no verla en mucho tiempo seguido me dejó descorazonado. Todas las noches me dormía pensando en ella, en su piel sonrosada, en su sonrisa de miel, en sus mechones color zanahoria cayéndole sobre los hombros, en cómo pasaría desapercibida en las calles de una ciudad donde seguramente la gente pelirroja abundaría.
Cuando las tardes ya no invitaban a quedarse paseando por el parque, Meli regresó. Nos cruzamos alguna vez más por la calle, pero siempre escoltada por sus padres o su amiga, y los sábados por la tarde me conformaba con verla sentada en misa cuando yo actuaba de monaguillo. Meli llegaba a la iglesia con su abuela y se sentaban al fondo, lejos del altar, casi tapadas por una columna. Mientras tanto, yo ayudaba a don Alfredo más pendiente de ella que de hacer mi trabajo. Una vez casi se me cae la bandeja que don Alfredo me entregó por mirarla a ella; pasé una vergüenza terrible, supongo que me puse de todos los colores al ver que Meli sonreía y algunas mujeres me miraron con mala cara. Al acabar, don Alfredo me echó una bronca descomunal por no tener cuidado con las cosas sagradas.
Meli se mostraba muy distante cuando nos cruzábamos y apenas hablaba conmigo. Había cambiado. Aquella confianza que empezábamos a coger en nuestras tardes de toalla y baños quedó interrumpida por su marcha, tendríamos que empezar de cero, pero parecía un trabajo difícil de hacer por su actitud distante.
Quizá su estancia en el extranjero la hizo reflexionar, había conocido a alguien o, simplemente, yo no le gustaba demasiado.
El tiempo fue haciendo conmigo su trabajo sanador, revelándome que había sido víctima de un amor platónico, esos romances cimentados en algo tan frágil como el lodo del fondo de un río y que se van tan inesperadamente como llegan.
Todas mis esperanzas de revivir aquella historia quedaron truncadas cuando en mi familia me comunicaron que nos trasladábamos a vivir a Salamanca.
Comencé otra etapa de estudios en la universidad y no me quedó más remedio que adaptarme a un universo nuevo, donde no existía el amor adolescente que sentía por Amelia.
El río fue sustituido por un mar de piedra dorada.
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