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Lunas de Lantano —capitulo 33 by Félix Molina

33. Yo sé que por el cuerpo andan pensamientos descalzos – ¡¡¡Oiga, joven!!!... La voz (o su simulacro) era demasiado aguda. No podía ser la que yo tenía en la cabeza de Inés, ella recitando entre las terrazas de Acapulco, cogida de la mano de un todavía más imberbe Juárez. O ella merodeando por el cementerio de Managua. O ella leyéndose a solas, en el silencio de su módulo, próxima a acuchillarse (o a que le acuchillaran, digo yo) el esternón. Además, estaba ese insidioso joven que solían propinarme los escritores decimonónicos, yo no sé… Miré por debajo del terrario de azaleas, que hacía como de terracita del módulo. Era ella. No Inés. Rosalía. De Castro, para más señas. – ¡Oiga, joven! Vengo arrastrando corazones como yunques, ¿llamome usted? ¿Me estaba invocando? Amedrentado, estuve por cerrar la ventana. Pero no era lógico que un fantasma filólogo tuviese miedo de una fantasma poeta, una heroína neoheineana. Como el otro. El sevillano, que me parecía entrever en las sombras, vaporoso, golondrinesco. – ¡Véngase, Gustavo Adolfo, aquí que me he enredado en falar con este joven, que parecíame que me invocaba!
Sonó un frufrú de gabanes y chalinas contra las macetas que eran todo el jardín del módulo. Como si Bécquer no fuera uno, sino lo menos cien poetas. Demacrado, detrás de la nube con perilla que le hacía las veces de rostro, Gustavo Adolfo callaba, príncipe de su propio silencio.

– No, no la invocaba, doña Rosalía. Era a otra poeta. Posterior.

– Posterior a nosotros poca cosa puede haber –terció el sevillano, como quien tapa con fuerza un piano–. Se diría, por lo que dicen, que nosotros somos posteriores a todo. Aquel Heine, este Campoamor. Somos los posteriores por excelencia.

Llevaba una voz que tampoco se correspondía con la que yo imaginaba (si es que uno va imaginando por ahí voces de poetas posrománticos). Más castellana y recia. Poco entregada a modulaciones de arpas en ángulos oscuros…

– No, no. Es una poeta del siglo XXI. Una joven que vende por millares sus poemas.

Parecían ya más arrobados por la evanescencia del lugar –la luna alta sobre el lago, los efluvios de la noche– que discernidores de mis palabras. Gustavo Adolfo, sinuoso como un gato, se entretenía en el gesto de bosquejar algo de lo que divisaba en el horizonte austral más oculto. Rosalía, con ojos vivaces, bañados en la locura de una mariposa que acabara de abandonar su crisálida, revoloteaba por todo el espacio modular de Lunas de Lantano.

Sí, tenía que controlar mis invocaciones de Inés Menta.

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