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LA ISLA DE LOS SUEÑOS ROTOS (continuación) by Charo Jimenez

    I parte publicada el 3 de mayo 2023
LA ISLA DE LOS SUEÑOS ROTOS (I parte) by Charo Jimenez

Pero volvamos a Carmela y a Eulogio, que acaban de asomar por la cubierta del Manchuria. Así me imagino la escena.

Todo el mundo mira extasiado la impresionante Estatua de la Libertad. Cae una lluvia mansa y el río Hudson titila con guiños de plata que parecen dar la bienvenida a los recién llegados. La gente rompe en vítores, llora de júbilo, alza al cielo los rostros agradecidos, se abraza, grita entusiasmada en lenguas que Carmela no comprende. Media Europa parece estar a bordo de este gigantesco barco, media Europa hambrienta de pan y libertad.

La travesía sigue siendo una odisea, aunque las condiciones a bordo hayan mejorado bastante desde aquellos espantosos barcos de la muerte. Carmela está agotada, pero no puede dejar de sonreír y abrazar el cuerpecillo enclenque de su hijo.

A su lado dos jóvenes saltan y se funden en un abrazo que contiene toda una vida. Son Orosia y su hermano Acher. La chica grita hurra, hip hip hurra, y terminan los cuatro chillando a coro. Se han conocido durante la travesía y han hecho buenas migas. Los hermanos Pueyo son dos huérfanos aragoneses que llegaron de Jaca cargados de manjares de su tierra, el grueso de su equipaje. Orosia es un torbellino alegre y desenfadado de poco más de veinte años que no parece temer nada. No ha metido en su hatillo más que un par de vestidos, unos zapatos de tacón y un abrigo de madre –dice que ya tendrá ocasión de comprar ropa en América, seguro que mucho más moderna que la de su ciudad–, pero carga una cesta de mimbre repleta de productos de su tierra. Eso es lo importante, porque dónde va a poder encontrar ella exquisiteces gastronómicas como esas. Acher arrastra una maleta marrón de cartón duro con manija de baquelita, la maleta de padre, y una mirada anegada de melancolía. Partieron del puerto de Vigo el 5 de septiembre, solo ha pasado un mes, pero parece que fueran años.

Todo son carreras y nervios, el pasaje se asemeja a una colonia de hormigas en su frenético trabajo marcial. En un abrir y cerrar de ojos forman fila para desembarcar, disciplinados cual escuadrón adiestrado con mano de hierro. Carmela y Eulogio van detrás de Orosia y Acher. La columna avanza a cuentagotas. Los chiquillos se sientan sobre las maletas. La euforia cede paso al cansancio. Pero, al rato, todo se precipita y el edificio de ladrillos rojos va tragando bultos y almas con la gula de un dragón insaciable. Los rostros se tornan serios, tensos, expectantes. Incluso Orosia ha dejado de hablar. ¿Qué les aguarda tras aquellas puertas? Carmela observa con preocupación la cara de Acher, esos ojos brillan demasiado. No son lágrimas, es fuego. Su instinto le hace apartarse un poco de él. Sin soltar la mano de Eulogio, aguarda intentando controlar la ansiedad y disimular el miedo atroz que le sube por los pies. Ya le toca encarar las empinadas escaleras y acceder al imponente Great Hall.

Dentro el espectáculo es impresionante. El salón es lo más grande que ha visto en su vida. Hay filas y más filas de personas que tienen que pasar los controles aduaneros y sanitarios. ¿Qué sucederá con ella y con su niño? A medida que avanza la cola, Carmela controla a duras penas su creciente congoja. Por un momento se acuerda de su padre y de su madre, de su pueblo, de la mala fortuna de haberse quedado sola y desamparada con su criatura. Se rebela contra su suerte, contra el pobre Juan, qué culpa tiene él de haberse muerto, contra la cabezonería de su padre, que en el fondo es un buen hombre, contra todo lo que la ha empujado para haberse liado la manta a la cabeza y emprender esta aventura a la desesperada. Quién le manda a ella, ella y sus arrebatos. Sí, es natural que las fuerzas flaqueen. Un país remoto, gente extraña examinando papeles y cuerpos, miradas y respiraciones y huesos y bo- cas y uñas y alientos. Sí, por un momento solo quiere cerrar los ojos y escapar de allí. Que no sea más que una pesadilla todo ese alboroto a su alrededor. Pero ya sabemos que su carácter no es muy amigo de lamentaciones ni de anclarse en el pasado. Lo pasado, pasado está. Lo que cuenta es el hoy, el ahora. Y adonde este ahora la lleve. Para Carmela ese lugar es América. Abre los ojos y se esfuerza por parecer serena, segura, válida, útil, sanísima. Que nada la delate. No va a haber problema, su aspecto no puede ser más saludable. Acher, en cambio... Esos ojos brillan demasiado. Todo sucede muy rápido. Se lo llevan. Orosia rompe a llorar desconsolada y corre tras él. Se lo arrancan de los brazos. ¿Cómo es posible? Carmela sujeta a la muchacha, le sostiene la mirada con una ternura infinita. Le susurra tranquila, tranquila, no va a pasar nada. Pero sus rodillas están temblando. Llega su turno. No puede apretar con más fuerza contra sus carnes los precarios huesos de su niño. Sí, tiene un pariente que vive allí, en América —como si América fuera poco más grande que Riotinto—. No, no la ha re- clamado porque aún no ha podido ponerse en contacto con él, pero seguro que da con su paradero.

Lamentablemente, un brote de sarampión les va a obligar a es- perar en un lazareto. No, no se sabe por cuánto tiempo, meses probablemente. Las puertas al nuevo mundo, de momento, están cerradas. Toca tener paciencia. Pero a ella las rodillas le tiemblan igual que flanes y por su pecho cabalga una manada de potros salvajes. Lo que ha visto, lo que ha intuido, la tiene perpleja. Personas marcadas con tiza, según el tipo de anomalía o enfermedad que se les descubriera o sospechara. Con una «C» si tuberculosis, con una «E» los ojos, con una «F» la cara, con una «H» el corazón... Hay médicos y enfermeras que tratan a la gente con corrección, otros no tanto.

Carmela y Eulogio pasan el examen. Orosia también. Se acurrucan los tres en uno de los camastros de una habitación abarro- tada de almas en suspenso. No quieren pensar más por esta noche. No pueden pensar más esta noche. Han llegado al límite de fuerzas y emociones. Están exhaustos. Ni frío ni hambre sienten. Solo un cansancio infinito que muerde los huesos. Eulogio cae dormido al instante. Carmela escucha susurros infames de otras mujeres. No puede ser verdad lo que dicen.

Pasan los días en una rutina que aporta cierta seguridad. Pero es falsa. Rumores como cuchillos atraviesan las paredes desconchadas. Y Carmela es un mar de dudas. No es posible lo que cuentan. Saben que Acher se está recuperando, que no era nada a Dios gracias. Podrán verlo pronto, ya verás Orosia. Pero la muchacha no tiene consuelo, apenas prueba bocado, ni siquiera las cosas tan ricas de su tierra le apetecen. Se esfuerza por contener las lágrimas, pero Carmela la escucha retorcer la almohada por las noches y llamar a su madre y a su padre. Es tan chiquilla aún. Hay muchas mujeres irlandesas, italianas, alemanas, también algunas españolas, solas y con hijos.

Ocurre una madrugada, ya no es un simple rumor, quien lo cuenta lo sabe de muy buena tinta, está pasando. Ha llegado una orden. Las autoridades han tomado una decisión salomónica por miedo al contagio masivo, separar a los hijos de sus familias y deportarlos a Hamburgo. Y así, como un relámpago, con la misma determinación con la que emprendió el viaje de ida, con igual ímpetu con el que agarró los bártulos y dejó atrás todo cuanto hasta embarcar había sido su mundo, Carmela decide volverse por donde ha venido. A su Eulogio no se lo arranca nadie de su vera. Las piernas se le van a desmoronar de tanto tembleque. La aventura americana dura lo que tarda en convencer al capitán del barco para que los admita en el viaje de vuelta. Orosia y Acher también se marchan. Ellos tienen dinero para el pasaje. Seguramente el ahorrado con tanto esfuerzo por sus padres. Carmela, no. Pero dicen que el capitán del barco bebe los vientos por ella —qué cosas—. El desengaño es monumental. Pero de nada sirve recrearse en la desgracia. Ella no es de esas.

Esto me contaron. Así me lo he imaginado.

Ellis Island, la isla de las gaviotas, la de las ostras, la de la esperanza, la de la sanidad gratuita y las parturientas agradecidas; pero también la de los sueños rotos, la de las lágrimas. Con su halo de misterio, con su lado oscuro, que mi abuela percibió y que la echó para atrás.

Y ahí terminó su aventura americana.

Con qué facilidad olvidamos que nuestra patria ha sufrido du- rante muchos años el drama de la emigración. Qué presente deberíamos tenerlo ahora que nos toca estar en la otra orilla.

Los barcos ataúd siguen existiendo.

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