Hoy, contra todo pronóstico, mis ojos se han paseado por un texto muy breve que me ha hecho levantar una ceja de asombro una vez más. Y digo contra todo pronóstico porque a estas alturas uno se pensaría curado de espanto para cualquier cosa, pero la vida es maravillosa y siempre nos tiene algo reservado para continuar teniéndole fe a la par que se la perdemos a los que la habitamos. El texto en cuestión aparecía en las redes sociales de una revista cultural relativamente conocida, y nos recordaba que este mes de julio, además de los calores correspondientes, también nos traía unas nuevas votaciones electorales a la presidencia del Gobierno, nada menos. Cultura y política de la mano en un mismo texto, ¿ustedes lo habían visto venir? Yo tampoco.
La revista hacía hincapié en que uno puede procrastinar en todos los ámbitos en que se quiera, excepto en lo de votar. Eso es intocable, inexcusable, inevitable siempre que se quiera ser un ciudadano de bien. Votar es ese momento en el que tomamos parte del devenir de nuestro país y en el que realmente demostramos que todo lo que ocurre sucede porque nosotros así lo queremos. Tenemos el poder de cambiar el rumbo de los acontecimientos con el simple hecho de depositar un pedazo de papel en una urna cada cuatro años. Votar es nuestra forma de decirles a nuestros políticos que somos nosotros los que mandamos y que ellos están sometidos a lo que el pueblo decida. ¿Y para ellos? Para ellos, votar es un negocio redondo en el que perder nunca se contempla.
Esta es una sociedad en la que, por mucho que parezca que los extremos están creciendo, en realidad es la parte menos dada a destacar la que cada vez abunda más. La campana de Gauss es una herramienta perfecta para entender esto último. Si nos centramos en un rasgo como por ejemplo la belleza, veremos que en nuestro entorno hay muy pocas personas verdaderamente horribles, así como absolutamente bellas y perfectas. Más bien al contrario, los que abundamos somos los que estamos en el montón, ni feos ni arrebatadores, tan sólo resultones. Lo mismo sucede con la inteligencia: los tontos de remate que bastante tienen con respirar para no morirse y las personas brillantes de intelecto prodigioso son muy pocas en comparación con los situados en el centro de la campana, poco propensos para destacar en nada realmente pero lo suficientemente inteligentes como para poder llevar una vida medianamente apañada. Esto se podría aplicar a cualquier aspecto de la vida que se quisiera proponer, y los resultados serían siempre los mismos: los extremos tanto positivos como negativos son muy pequeños en comparación con el centro, más mediocre y por tanto maleable. Pues bien, es para ese centro más grande para el que hablan los políticos y toda la parafernalia montada a su alrededor en forma de periódicos, organizaciones, cadenas de televisión, revistas, etc. Y el único afán que tienen todos, con independencia del color y las ideas, por más alejadas que estas estén, es el mismo: convencer a ese centro más mediocre de la importancia de votar. Su interés último es que el nivel de participación sea incontestable para poder seguir manteniendo un sistema que funciona siempre para favorecer a los mismos: ellos mismos.
Seguramente habrá escuchado infinidad de arengas y mensajes a favor de que usted vaya a votar, prácticamente empujándolo a ello. ¿Sabe qué diferencia hay entre esos mensajes y los que puede escuchar en cualquier anuncio de la televisión que pretenda venderle lo que sea? Ninguna. Son mensajes pensados para toda esa gran masa central a la que le cuesta pensar por sí misma y cuestionarse todo lo que ve y escucha a lo largo del día. Son mensajes para usted y para mí. Sí, cuesta aceptarlo, pero formamos parte de esa mediocridad que olvida rápido y entiende la política no como un ejercicio de reflexión, sino de revancha. De ahí que los mítines o los debates electorales utilicen un lenguaje directo y violento, echando en cara sin proponer una alternativa real, porque la gente no quiere soluciones: la mayor parte de las veces tan sólo quiere venganza, quiere que el último que ha robado pague, sin importar que para ello haya que votar al que ya había robado cuatro, diez o quince años atrás y continúe haciéndolo. El discurso político es un cúmulo de eufemismos, de hablar sin decir nada, de eslóganes que, la mayor parte de las veces, pretenden culpar al votante de algo que ni siquiera es real. Pongamos un ejemplo: es probable que alguna vez haya oído eso de que votar es un deber cívico. ¿Cómo le ha hecho sentir escucharlo o leerlo aquí? Si usted es de los que no suelen votar, es probable que se haya sentido culpable. Si por el contrario nunca ha faltado a la cita con la democracia, seguramente se haya sentido todavía más encantado de haberse conocido y ya empiece a sentir ese cosquilleo que le provoca la proximidad de unas nuevas votaciones. Sin embargo, esa frase que tanto utilizan los políticos y diferentes palmeros que tienen a sueldo, como periodistas o actores, es una incongruencia en sí misma. Votar es un derecho cívico, y en tanto derecho, nunca puede ser un deber. Pero, ¿a quién le importa eso? Recuerde que estamos en esa parte de la sociedad mayoritaria en la que eso de cuestionarse lo que a uno le dicen no va con nosotros. Si está bien expresado, tiene que ser verdad.
Sin embargo, la expresión que a mi particularmente más me fascina es esa de Si no votas, no te quejes. Es el eslogan perfecto por el que millones de empresas pagarían un verdadero pastizal. ¿Y quién se la ha apropiado? La más grande de todas y por la que ustedes, sean del color ideológico que sean, votarán este mes. Si eso les sirve para sentirse realizados cuatro años más, háganlo con salud.
La revista hacía hincapié en que uno puede procrastinar en todos los ámbitos en que se quiera, excepto en lo de votar. Eso es intocable, inexcusable, inevitable siempre que se quiera ser un ciudadano de bien. Votar es ese momento en el que tomamos parte del devenir de nuestro país y en el que realmente demostramos que todo lo que ocurre sucede porque nosotros así lo queremos. Tenemos el poder de cambiar el rumbo de los acontecimientos con el simple hecho de depositar un pedazo de papel en una urna cada cuatro años. Votar es nuestra forma de decirles a nuestros políticos que somos nosotros los que mandamos y que ellos están sometidos a lo que el pueblo decida. ¿Y para ellos? Para ellos, votar es un negocio redondo en el que perder nunca se contempla.
Esta es una sociedad en la que, por mucho que parezca que los extremos están creciendo, en realidad es la parte menos dada a destacar la que cada vez abunda más. La campana de Gauss es una herramienta perfecta para entender esto último. Si nos centramos en un rasgo como por ejemplo la belleza, veremos que en nuestro entorno hay muy pocas personas verdaderamente horribles, así como absolutamente bellas y perfectas. Más bien al contrario, los que abundamos somos los que estamos en el montón, ni feos ni arrebatadores, tan sólo resultones. Lo mismo sucede con la inteligencia: los tontos de remate que bastante tienen con respirar para no morirse y las personas brillantes de intelecto prodigioso son muy pocas en comparación con los situados en el centro de la campana, poco propensos para destacar en nada realmente pero lo suficientemente inteligentes como para poder llevar una vida medianamente apañada. Esto se podría aplicar a cualquier aspecto de la vida que se quisiera proponer, y los resultados serían siempre los mismos: los extremos tanto positivos como negativos son muy pequeños en comparación con el centro, más mediocre y por tanto maleable. Pues bien, es para ese centro más grande para el que hablan los políticos y toda la parafernalia montada a su alrededor en forma de periódicos, organizaciones, cadenas de televisión, revistas, etc. Y el único afán que tienen todos, con independencia del color y las ideas, por más alejadas que estas estén, es el mismo: convencer a ese centro más mediocre de la importancia de votar. Su interés último es que el nivel de participación sea incontestable para poder seguir manteniendo un sistema que funciona siempre para favorecer a los mismos: ellos mismos.
Seguramente habrá escuchado infinidad de arengas y mensajes a favor de que usted vaya a votar, prácticamente empujándolo a ello. ¿Sabe qué diferencia hay entre esos mensajes y los que puede escuchar en cualquier anuncio de la televisión que pretenda venderle lo que sea? Ninguna. Son mensajes pensados para toda esa gran masa central a la que le cuesta pensar por sí misma y cuestionarse todo lo que ve y escucha a lo largo del día. Son mensajes para usted y para mí. Sí, cuesta aceptarlo, pero formamos parte de esa mediocridad que olvida rápido y entiende la política no como un ejercicio de reflexión, sino de revancha. De ahí que los mítines o los debates electorales utilicen un lenguaje directo y violento, echando en cara sin proponer una alternativa real, porque la gente no quiere soluciones: la mayor parte de las veces tan sólo quiere venganza, quiere que el último que ha robado pague, sin importar que para ello haya que votar al que ya había robado cuatro, diez o quince años atrás y continúe haciéndolo. El discurso político es un cúmulo de eufemismos, de hablar sin decir nada, de eslóganes que, la mayor parte de las veces, pretenden culpar al votante de algo que ni siquiera es real. Pongamos un ejemplo: es probable que alguna vez haya oído eso de que votar es un deber cívico. ¿Cómo le ha hecho sentir escucharlo o leerlo aquí? Si usted es de los que no suelen votar, es probable que se haya sentido culpable. Si por el contrario nunca ha faltado a la cita con la democracia, seguramente se haya sentido todavía más encantado de haberse conocido y ya empiece a sentir ese cosquilleo que le provoca la proximidad de unas nuevas votaciones. Sin embargo, esa frase que tanto utilizan los políticos y diferentes palmeros que tienen a sueldo, como periodistas o actores, es una incongruencia en sí misma. Votar es un derecho cívico, y en tanto derecho, nunca puede ser un deber. Pero, ¿a quién le importa eso? Recuerde que estamos en esa parte de la sociedad mayoritaria en la que eso de cuestionarse lo que a uno le dicen no va con nosotros. Si está bien expresado, tiene que ser verdad.
Sin embargo, la expresión que a mi particularmente más me fascina es esa de Si no votas, no te quejes. Es el eslogan perfecto por el que millones de empresas pagarían un verdadero pastizal. ¿Y quién se la ha apropiado? La más grande de todas y por la que ustedes, sean del color ideológico que sean, votarán este mes. Si eso les sirve para sentirse realizados cuatro años más, háganlo con salud.