El árbol abre sus ramas en las calles. O en el parque. O, en bosques y selvas, sus raíces calan la tierra.
Las motosierras rugen. Taladran los troncos. Luego, los cortes, el traslado. El árbol mutilado será mueble, puerta, papel, lápiz. Pero el árbol, que sobrevive, conserva su poder: darnos el aire que respiramos. El árbol ya nos regalaba ese don desde antes de las pirámides egipcias, de la Grecia clásica o de la Roma imperial. En California, en Montañas Blancas, un árbol pino nació hace más de cinco mil años.
Mira a esa hermandad silenciosa, a esos árboles que sobreviven, se abrazan. Son una comunidad, una fraternidad que comparte su savia, su agua, sus raíces, su azúcar y celulosa, su aire que te regala, que nos regala, y no nos damos cuenta.
Mira a esa comunidad: su corteza aloja insectos; sus frutos alimentan a monos, orangutanes, tucanes, murciélagos. Esa Hermandad, de porte digno, es fábrica de su alimento y el de otros. Es techo para los animales. Más de cien mil especies, con 3 billones de miembros, están afiliadas a la Hermandad.
Desde que el humano pisa la tierra, la Hermandad se redujo casi a la mitad. El hacha y las raíces muertas. Genocidio vegetal.
Y mira a esa Hermandad, es la fuente de la vida, es símbolo del centro del mundo. El Axis mundi. Cada árbol de la Fraternidad es un centro de las tempestades y de la hierba; cada árbol reposa en sí mismo, y respira el viento que lleva las semillas a otras partes.
En cada miembro de la Hermandad hay sabiduría. Las palabras mienten, engañan, inventan falacias. El árbol no. Es real, es verdad. Es.
Y el árbol, en los bosques o las ciudades, ve el paso de las estaciones; siente la cercanía de ciervos y tigres, ardillas y castores; el corazón helado del invierno; la rama resucitada de primavera; el sol de verano en la madera. El árbol en todas las estaciones, y en el otoño, las hojas rojas, amarillas.
Y un pájaro se posa sobre un gran árbol en la ciudad. Llega una lluvia. Y el ave abre sus alas, en otro amanecer, mientras las gotas susurran algo, un mensaje, al árbol quieto, pensativo.
Esteban Ierardo
Las motosierras rugen. Taladran los troncos. Luego, los cortes, el traslado. El árbol mutilado será mueble, puerta, papel, lápiz. Pero el árbol, que sobrevive, conserva su poder: darnos el aire que respiramos. El árbol ya nos regalaba ese don desde antes de las pirámides egipcias, de la Grecia clásica o de la Roma imperial. En California, en Montañas Blancas, un árbol pino nació hace más de cinco mil años.
Mira a esa hermandad silenciosa, a esos árboles que sobreviven, se abrazan. Son una comunidad, una fraternidad que comparte su savia, su agua, sus raíces, su azúcar y celulosa, su aire que te regala, que nos regala, y no nos damos cuenta.
Mira a esa comunidad: su corteza aloja insectos; sus frutos alimentan a monos, orangutanes, tucanes, murciélagos. Esa Hermandad, de porte digno, es fábrica de su alimento y el de otros. Es techo para los animales. Más de cien mil especies, con 3 billones de miembros, están afiliadas a la Hermandad.
Desde que el humano pisa la tierra, la Hermandad se redujo casi a la mitad. El hacha y las raíces muertas. Genocidio vegetal.
Y mira a esa Hermandad, es la fuente de la vida, es símbolo del centro del mundo. El Axis mundi. Cada árbol de la Fraternidad es un centro de las tempestades y de la hierba; cada árbol reposa en sí mismo, y respira el viento que lleva las semillas a otras partes.
En cada miembro de la Hermandad hay sabiduría. Las palabras mienten, engañan, inventan falacias. El árbol no. Es real, es verdad. Es.
Y el árbol, en los bosques o las ciudades, ve el paso de las estaciones; siente la cercanía de ciervos y tigres, ardillas y castores; el corazón helado del invierno; la rama resucitada de primavera; el sol de verano en la madera. El árbol en todas las estaciones, y en el otoño, las hojas rojas, amarillas.
Y un pájaro se posa sobre un gran árbol en la ciudad. Llega una lluvia. Y el ave abre sus alas, en otro amanecer, mientras las gotas susurran algo, un mensaje, al árbol quieto, pensativo.
Esteban Ierardo