Laura estaba deseando llegar de una vez a su pueblo. El tren de cercanías que se dirigía hasta él era un viejo vehículo de gasoil que debió haber sido reciclado muchos años atrás para hacer coches híbridos con su metal. Además, su asiento estaba lleno de manchas cuyo origen deseaba desconocer y el resto estaban ocupados por jubilados que la miraban como si fuera a quitarles la vida.
Aquella oxidada tartana era la principal razón por la que decía a sus padres que no volvía tan a menudo como quería para ver a su familia, pero la realidad era bien distinta. Hacía más de diez años que había acabado su relación con su romance del instituto, Rafita, y desde entonces le costaba regresar al lugar donde se habían amado tanto.
Él era un joven alto, de cuerpo atlético, moreno por las largas vacaciones que pasaba en la playa y con pelo rubio rizado que llevaba engominado hacia atrás. Siempre vestido con pantalones de pinza y polos Ralph Lauren, tenía a todas las chicas del instituto coladas por él.
En esa misma época, Laura también era un animal de gimnasio. Acudía todos los días a clases de spinning y disfrutaba del ejercicio y del reggaetón. Fue allí precisamente donde lo conoció, y al poco empezaron a salir. Eran la pareja más popular del instituto y quienes marcaban las tendencias sobre la ropa o la música que se llevaba.
Pero la felicidad no dura para siempre, y ella lo aprendió de la forma más dura. Cuando Rafita terminó el bachillerato un año antes que ella fue a la universidad, y allí se arruinó todo. En una de las barriladas conoció a una estudiante de enfermería, una tal Ana, con quien se enrolló tras emborracharse como nunca. No fue la última vez, fiesta tras fiesta, Rafita se acostaba con una chica tras otra, hasta que las historias de sus aventuras llegaron al pueblo. Laura fue humillada, su popularidad desapareció enterrada en la vergüenza y terminó el curso sola, sin amigos y al borde de la depresión.
Su escultural cuerpo desapareció bajo veinticinco kilos de grasa y perdió el interés por arreglarse. Solo después de varios años sin pareja y rechazando decenas de proposiciones conoció a Manuel, su actual pareja. Era un oficinista, más bien enclenque y apocado, la cara opuesta de Rafita, como si quisiera alejarse de todo lo que había significado para ella. A veces le avergonzaba, pues tenía pocas habilidades sociales y se reía de forma extraña, pero le tenía cariño, el mismo que se le tiene a las plantas del balcón.
Siempre que pasaba por la última parada antes de llegar pensaba en Rafita y su vida hasta aquel momento. Y no era casualidad, en aquella pequeña pedanía era donde vivía, al menos años atrás. Siempre con una mezcla de miedo y esperanza, creía que algún día lo vería subirse en su vagón. Aquella remotísima posibilidad la obligaba a viajar sin Manuel, pues no quería tener que comparar entre ambos. «Estás tonta, ¿cómo va a seguir en esa aldeucha? Estudió ADE y dos másters, estará en alguna elegante oficina madrileña dirigiendo alguna multinacional» —se repetía año tras año
Sin embargo, el destino es caprichoso, y a veces le gusta hacer pasar malos momentos a las personas. Mientras una voz inexpresiva anunciaba la siguiente estación alguien subió al vagón. Era difícil no darse cuenta de su presencia. Su piel era morena como el cuero curtido y estaba cruzada por varios tatuajes tribales. Sus hombros ocupaban casi como dos personas y llevaba el pelo corto y de punta, además de una fina barba que recorría su cara por la línea de la mandíbula. Su vestimenta no era menos llamativa, pues se cubría con una camiseta sin mangas de rejillas color amarillo flúor que dejaban ver sus descomunales pectorales y protegía sus ojos con unas gafas de aviador doradas. El conjunto contrastaba con sus finas piernas de colegiala, semicubiertas por un bañador de palmeras hawaianas y unas zapatillas de deporte viejas, rotas y descoloridas. Fueron estas últimas las que hicieron que a Laura se le acelerase el corazón y le apareciera un nudo en la garganta. Las conocía, había visto aquellas playeras mucho antes de que se convirtieran en la vergüenza de cualquier madre.
Eran las Converse que Rafita siempre llevaba puestas en el instituto y ahora estaban ahí, frente a ella. Aquellas babuchas, una aparición del inframundo del calzado, todavía portaban su dueño original, quien estaba incluso más irreconocible que ellas.
Ella tampoco es que estuviera muy bien conservada, pero lo suficiente como para que aquel mastodonte sobremusculado la reconociera. Cuando lo hizo se quitó las gafas y se acercó a ella con una sonrisa, como si años atrás no le hubiera destrozado la vida para siempre. Quiso abrazarla, pero ella permaneció cruzada de brazos, intentando mostrar impasibilidad ante su presencia. Aprovechó que una anciana se levantó para sentarse a su lado, destruyendo su última oportunidad para conseguir un asiento limpio.
—¡Laura! —dijo con su varonil y profunda voz— ¿Cuánto tiempo ha pasado, ocho años? ¿Cómo estás, te va bien?
—En realidad fueron diez y sí, me va fenomenal —respondió apática—. ¿Y tú, qué haces aquí? Creía que estarías en alguna capital trabajando de lo tuyo.
—Estuve dos años, pero la oficina me aburre, que le den. Al final volví y me dediqué a lo que me gusta. He abierto un gimnasio frente al instituto, ¿no has visto los carteles de Gym Rafita? Entreno a un montón de chavales de los pueblos de alrededor.
—Genial…
Intentaba no mirarlo directamente, pero era imposible ignorarlo del todo. Su olor le recordaba lejanas noches de pasión y promesas de amor eterno rotas, dejándole una sensación agridulce en su cabeza. Las puertas se cerraron y el traqueteo y el olor a diesel mal quemado la sacaron de su fantasía.
—Oye, sé por qué estás rara conmigo y lo entiendo. Fui un cabrón y me merezco que sigas enfadada, incluso ahora. Me gustaría arreglarlo, dime qué quieres para compensarte y lo haré.
—Rafa, no quiero que hagas nada. No se trata de hacer cosas, me destrozaste la vida y eso no lo vas a solucionar con palabras bonitas —le respondió con brusquedad mientras notaba como le volvía el nudo a la garganta.
Se levantó y fue hasta el baño, donde se encerró. El pequeño cuchitril estaba incluso peor que el resto del vehículo. Apestaba a orín y la puerta no cerraba del todo. Ya no pudo aguantar más y comenzó a llorar como hizo diez años atrás. «Diez minutos más y se acabó, saldré a por las maletas y me iré a casa. Que le den, que le den a ese hijo de puta» —pensó desconsolada.
De repente llamaron a la puerta. Era Rafita, quien entró y la abrazó entre sus músculos mientras ella balbuceaba incongruencias y le pegaba pequeños puñetazos en el pecho.
—Tranquila, tranquila… si supieras lo que me he dicho a mí mismo todos estos años por hacerte aquello… si pudiera volvería atrás y recuperaría todos estos años sin ti.
Laura no pudo más y sucumbió. Cayó ante la cercanía de sus labios, sus poderosos brazos rellenos de synthol y su siempre irresistible olor masculino. Se besaron durante lo que le pareció que fueron los diez años perdidos hasta que el revisor los echó.
Manuel estaba jugando una partida de su juego de rol online favorito cuando recibió un mensaje en su móvil. Estaba en un punto crítico, así que lo ignoró, pero nunca debió hacerlo, pues fue la última vez que Laura se dirigió a él.
Lolo, lo siento mucho, pero creo que deberíamos dejarlo. Mira lo he pensado mejor y creo que somos muy distintos, quizás lo mejor sería que conociéramos a otras personas que de verdad nos hagan felices. Yo ya lo estoy haciendo.
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1 Comment
Add yoursReblogueó esto en MasticadoresdeLetrasColombiay comentado:
¿Quién se atreve a decir que el amor no da segundas oportunidades?
En este relato Pedro nos hace ver que las casualidades existen y que una segunda oportunidad es lo que nos puede sacar de una vida apatica y sin sentido.