
Las sirenas podían oírse algo lejos porque seguramente los gritos producidos por la muerta, habían sido escuchados por varios vecinos de la cuadra. Ellos sabían que esa historia no iba a tener un final feliz. De hecho, la situación de los amantes siempre era tema central para las chusmas de la vecindad ¿Escuchaste los gritos?, ¿Viste cómo lo trató? Parece un pobre diablo, un mísero trapo de piso de la manera en que lo trata, eran los principales comentarios. Pero aquella noche había sido distinta a todas porque era un punto final para aquella relación enfermiza y sin futuro.
Todavía tenía las manos con sangre y estaba sentado como esperando que lo vinieran a buscar. La casa estaba completamente oscura y sólo la luz de la cocina bastaba para ver el rostro del asesino, que se confabulaba entra la sombra y la tenue luminosidad que se desprendía. El cuerpo estaba totalmente inerte, con los brazos extendidos y separados y en posición boca abajo, que uno, al acercarse un poco y extender la cabeza hacia el cadáver, se observaba que la cabeza estaba levemente inclinada hacia derecha. La posición de Cristo crucificado, pero este cuerpo no era de ningún mesías ni de ningún elegido, sino más bien la de un monstruo.
En ese instante el deseo de fumarse un cigarrillo lo invadió por completo y fue cuando recordó que aún le sobraba uno en la etiqueta de Rothmans que tenía en el bolsillo de su camisa blanca, que ahora, estaba manchada de sangre. Metió la mano y sacando el encendedor de su pantalón una chispa bastó para encenderlo. El rostro del asesino cobró algo de luminosidad. Parecía pálido como fuera de sí, como si aquel cuerpo homicida no fuera más que un joven párvulo que comenzaba a vivir una vida plena, pero que ahora, sabía, que la vida en la cárcel lo estaba esperando.
Las voces que provenían desde el patio de entrada a la casa se colaban por la ventana, aunque si percibir definidamente que decían o vociferaban lo envolvían y perturbaban en una vorágine de sonidos indefinidos. Él sabía y había vivido en carne propia un infierno en que no tenía palabras para describirlo ante el comisario, que pronto, lo iba a interrogar. Ese demonio maldito que ahora yacía sin vida era la realización de un plan que hacía rato venía planificándose cuidadosamente o por lo menos, estaba almacenado en su cabeza para realizarlo aquel día en que la gota rebalse su paciencia.
El sonido acompasado de las agujas del reloj generaba la sensación de que el tiempo se estiraba densamente como si quisiera dilatar ahora una agonía perpetua. Se había convertido en un asesino y la ley venía a buscarlo.
Tenía la cabeza gacha y el cuerpo muerto reposaba a unos pocos metros de dónde él estaba sentado. Las bocanadas de humo se mezclaban y se confundían con la oscuridad de la habitación y aún se podían escuchar las voces que venían desde el exterior aunque sin reconocerlas. El frío seguía castigando y las ventanas del living estaban totalmente escarchadas por el mínimo calor del hogar que poco a poco se extinguía en cenizas. Cenizas que antes eran vida y ahora no eran más que vestigios contaminados de polvo para volver al polvo de la muerte. Ahora él era un asesino y lo sabía, se estaba consumiendo de la misma manera en que se consumían esos imperceptibles leños.
Irguiendo la cabeza un poco, vio que una luz azul intermitente que irrumpía aquella habitación y su cuerpo, posibilitó que en un movimiento casi instintivo, una última pitada bastara para extinguirlo y repararse ante la inminente decisión. Vio sus manos y estaban embadurnadas de sangre, podía oler ese aroma metálico y palpar la viscosidad de aquel líquido. Sentía la angustia que sienten los hombres antes de elegir porque sabe que puede equivocarse. Escapar o enfrentar todo el peso de la ley que ahora venía a buscarlo. Sí, el monstruo tenía sangre roja y en su interior homicida habitaba algo, como cierto sentimiento heroico por haber acabado con aquel monstruo maldito y contarle al comisario su épica bastaría para un perdón misericordioso pensó.
Sólo vio montones de luces, el frio de las esposas y las voces no parecían descolocarlo de su decisión. El trayecto en el móvil transcurrió de inmediato como si fugazmente el espacio y el tiempo se hubieran suprimido y enseguida ya estaba en una habitación sentado en una silla con almohadones curtidos por el paso del tiempo. Las voces continuaban escuchándose siempre imperceptibles pero diferentes a las anteriores quizás. Había más luminosidad y un escritorio maltrecho frente a su cuerpo. la atmósfera era una mezcla inaguantable de humo de cigarros añejos y de sudores humanos. Pero él estaba como un marasmo infinito, ensimismado de su situación apremiante. Mirada cabizbaja, cuerpo inerme y consumido que se acurrucaba para ahorrar todavía un mínimo de energía para contarlo en detalles.
Desde lejos unos pasos se avecinaban fragmentaban el poco silencio de la habitación, marcaban los segundos de una existencia que parecía consumirse en pedazos. En un instante, la puerta se abrió y la figura de un hombre bigotudo y corpulento invadió la escena. Estaba vestido de un azul marino profundo con los primeros botones de la camisa desabrochados y sin mediar saludo pasó a sentarse a la silla de enfrente. Era el comisario y por detrás un sujeto de traje negro pasó a sentarse por entre medio de ambos cuerpos. El comisario estaba serio, como si en las comisarías reírse fuera un pecado. Sé acomodó en su silla y está se ciñó de tal forma que el reo se sobresaltó como si despertara de un sueño profundo, o más bien, de una pesadilla horrible. El hombre de traje negro sólo atinó a colocar una hoja de papel blanca y a prepararse para lo que sería una larga noche de confesiones, mientras el comisario sacaba un cigarrillo, que sin ofrecerle a nadie, lo prendió de inmediato. Fumaba con método y miraba a su recluso con sentencia, como si quisiera fulminarlo. Las evidencias eran claras y justificaban su aprensión: el cuerpo del occiso mutilado, el arma asesina, las manos manchadas de sangre ya reseca, sin embargo, el asesino se había dejado atrapar teniendo la salida de escape a pocos metros. La sala comenzaba de nuevo a invadirse de un humo espeso y a llenarse de ruidos y con una voz engolada primerió:
-¿Cómo comenzó Sr. Fuentes? Las pruebas de que usted es el culpable son irrefutables y es más, y quiero que me lo diga todo. Así que vaya al grano-.
El asesino estaba esperando esa pregunta desde que su infierno había comenzado años atrás pero estaba como aturdido de luces y voces. Un nudo en la garganta le taponaba la garganta y aún con la cabeza gacha pidió agua. Una mano vaya uno a saber de quién era le acercó el vaso con agua y como enseguida quedó vacío. Estaba sediento, tenía la garganta arenosa y sabía la noche iba a ser larga. Se repuso.
-Bueno, basta ya de ceremonia y comencemos Sr. Fuentes. ¿Cómo fue que ocurrió?-
El recluso transpiraba, una sensación de ansiedad o quizás de nervios lo asediaba. Levantó la cabeza vio al hombre azul y corpulento con su ojo vigilante que lo miraba como el águila calva que mira a su presa para devorarla y con el rabillo del ojo pudo comprobar que el hombre de saco negro también lo observaba sin perderle pisada, y tomando un poco de aire invernal para comenzar el relato de su epopeya infirió titubeando:
-Yo hace muchos años. Muchos, muchos años conocí a una chica muy linda, y en pocos días yo ya estaba, después de haberle conversado con ella, es ¿Cómo se dice?, eh…eh… enamorado. Desgraciadamente. Y entonces, lo que yo no sabía es que ella estaba enamorada de su pelo. Tenía un pelo largo, hermoso, que iba desde el ocre, pasando por los rojizos, los castaños, que le caían así, pesadamente. Parecía como de fibra óptica. En cada lugar en donde nos deteníamos, conversábamos e íbamos a tomar un café o lo que fuere, ella enseguida buscaba un espejo, buscaba un vidrio donde reflejará su pelo y se empezaba a mirar ella misma. Así transcurría, ¡Transcurrió! Va, esa cena. Donde yo empecé a ver, y a asociar con otros momentos que habían sucedido.
Unos días después, me dijo que no quería salir más conmigo porque tenía otro novio-.
El comisario lanzaba bocanadas de humo espesas, pero armónicas que parecían mezclarse y formar una sola línea melódica junto con el sonido de la máquina de escribir, que el hombre de traje parecía dirigir.
Fuentes prosiguió: - Y entonces le dije:
-¡Vos sos un monstruo!, no tenés sentimientos. Está bien, yo fui quizás, un pelotudo en decir eso.
Y entonces ella me dice: - Con que ¿Así que no tengo sentimientos?-. ¿Ah, sí?
Y en ese instante, se va hasta el cuarto enojada y viene al poco tiempo con una caja de fotos, y busca. Saca dos fotos, y luego me las tira. Y me dice:
-¿A sí que no tengo sentimientos? Mirá-.
Y cuando enderezo la cabeza para ver aquellas fotos arrojadas sobre la mesa, ella, norteamericana, aparecía sentada, llorando en la tumba de Rin tin tin. Que era el perro de una serie.
El comisario y el hombre de traje negro se miraron atónitamente como si no pudieran comprender lo que estaban escuchando. El absurdo invadía la oficina.
Y volviéndose hacia mí, me dice:
¿A sí que no tengo sentimientos?
Esas palabras bastaron con mi paciencia. Desde que la había conocido siempre el pelo fue más importante que mi persona y eso me dolía. Yo la amaba con locura pero ese amor no era recíproco, no era un puente. Era como amar a un objeto vacío, y un objeto, a mí no me devuelve nada. Me estaba vaciando.
Entonces en ese momento comenzó la guerra. El monstruo daba gritos increíbles que parecían volver sordo a cualquiera. Lanzaba maldiciones al cielo mientras los platos y las demás vajillas se estampaban cerca de mi cuerpo. Entre vidrios y pedazos de porcelana hubo un instante en que debía yo aprovechar dicha ventaja. Un descuido, un abandono en el tiempo preciso bastaron para que sin pensarlo demasiado yo agarrara el cuchillo de cabo blanco con el que ella trozaba el pollo y en un instante salvaje se lo clavé hasta el fondo. Los gritos comenzaron a agudizarse aún más y la sangre brotaba a borbotones que manchaban mi camisa blanca. Las fuerzas de sus brazos que me sujetaban ahora perdían su vigor y poco a poco el cuerpo se iba derrumbando para caer sobre su sangre y sobre el piso boca abajo.
En ese preciso momento hubo un silencio sepulcral que duró apenas unos segundos, pero que hubieran sido quizás siglos por la tensión que se respiraba en la sala. Entonces, el comisario estampando por fin su cigarro contra el cenicero dijo:
-Entonces Sr. Fuentes ¿Usted se declara como el autor intelectual y material del crimen?
-Aguarde que mi obra todavía no estaba culminada- cortó en seco el recluso. -Debía dar el golpe de gracia y alcanzar a mi trofeo y así que decidí con el mismo cuchillo comenzar a desollar su cabeza y desprender esa cabellera que tanto me había atormentado y sometido en aquel infierno oscuro. Poco a poco a medida que introducía el cuchillo la carne se desprendía con facilidad y el cuero cabelludo comenzaba a despedirse de aquel cuerpo aún tibio. La satisfacción que sentía era impagable y el placer me desbordaba. No sé me si me comprende oficial, pero yo ya había sacado una idea, va, tenía esa idea. La verdad es que fui un premeditado-.
El frío penetró por completo en la sala como queriendo ambientar el relato de Fuentes. Habían transcurrido tan solo unos minutos desde que había comenzado la confesión del crimen pero el tiempo se había dilatado al extremo. Todas las preguntas del interrogatorio se extinguieron en un aliento. El hombre de traje negro había dejado de escribir porque estaba petrificado ante la inescrupolosidad de lo contado y podía percibirse el resuello de la muerte, podía escucharse, saborearse. El comisario en sus tantos años de servicio jamás había escuchado una historia semejante. Tan cruda, tan fría. El recluso sabía que una larga vida entre rejas le esperaba sin embargo, una seguridad perdurable de libertad le emergía desde su interior. Había acabado con el monstruo.
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