jueves, noviembre 30 2023

Desde adentro by Nico Pittaro

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Habíamos salido temprano. Tan temprano que el sol aún no había nacido. Sólo unos rayos desde el horizonte por el lado del este, parecían asomarse tímidamente y deshacer la oscuridad.  Teníamos que recorrer varios kilómetros y recién estábamos saliendo de nuestro pueblo. Mi hermano, mientras el viejo acomodaba las mochilas del equipaje y las cañas de pescar que sobresalían de la camioneta, preparaba el termo con el mate. Iba ser un viaje largo. La vez pasada, recuerdo, unas doce horas de marcha parecían interminables y éstas, iban a ser iguales, por lo que la existencia del mate amargo durante el viaje iba a adquirir una gran relevancia.

Ya en la autopista y todavía somnoliento, quería aprovechar lo mucho que faltaba de recorrer para poder seguir durmiendo, pero acomodarse en el vehículo y encontrar una buena forma para relajar el cuerpo y descansar es algo casi inútil, por no decir imposible.  Los ojos se me cerraban. El motor de la camioneta lo notaba sereno y la radio trasmitía las primeras noticias de la madrugada, que de vez en cuando, se cortaban por la interferencia de la antena.

Mientras tanto, yo seguía con la idea de seguir durmiendo. Mi hermano conducía y el viejo, mi abuelo, era su acompañante. El viejo siempre estaba despierto y motivado por la pesca, ni el sueño de la noche entrecortada ni las interferencias de la radio le parecían inconmovibles.  Siempre igual, siempre tan firme, con la mirada fija en el horizonte. Observando y analizando todo con cierta esperanza con sus ojos celestes tan luminosos, tan claros, persistentemente encontrando belleza hasta en una rama seca.

La mañana avanzaba y el cielo lentamente comenzaba a escampar. Ya había  claridad para intentar dormir, si no lo podía hacer mientras todavía quedaba algo de oscuridad, ahora iba a ser en vano. Me asomé por la ventanilla y pude tocar y sentir la calidez del vidrio. Los campos pasaban rápidamente y el verde claro del reverso de las hojas se mimetizaban armoniosamente con el verde oscuro de su adverso. Era un paisaje pesadamente verde, que paralelamente se cortaba por la gris piedra del pavimento. Las líneas entrecortadas se encimaban por la velocidad de la camioneta y daba la sensación de ser una sola línea uniforme, compacta. Sentí marearme un poco y volví a sentarme derecho. Una campera al lado mío me dio la idea de que tranquilamente podía funcionar como almohada. La enrosqué y la apoyé sobre el asiento de mi izquierda, y apoyando suavemente la cabeza, cerré los ojos y dejé que el sueño me invada.

Habían un buen tiempo y con los ojos cerrados pude imaginarme donde habíamos llegado. La cabeza se me llenó por completo de recuerdos, era como si el tiempo se hubiera condensado a modo de burbuja. Adiviné que el paisaje había cambiado por completo y podía sentir cómo la humedad se esparcía por mi cuerpo. Me sentía incómodo, pegajoso. El sol castigaba cada vez más y se hacía insoportable para los cuerpos. Igualmente  un leve alivio me dio tranquilidad. El sentir el entrecortar de los rayos cálidos del sol por la sombra de los árboles, el aire húmedo venida desde el río.

-Llegamos- dijo el viejo.

La inconfundible tierra roja parece indomable. Sólo el poder del agua la corta por todas las partes posibles, como si los brazos de río o los caminos de la tierra roja se funden en una sola figura uniforme. La tierra roja, extremadamente roja y el agua dorada.

Bajamos los bolsos de la camioneta junto con las cañas de pescar. El calor era inaguantable y entrecerrando los ojos pude ver como desde la sombra de la higuera del patio de la casa principal, salía un viejo flaco y escuálido, cubierto de una piel completamente tostada. Era Don Daví.

Don Daví había sido unos de los primeros ribereños instalados a orillas del Río Iguazú. Conocía al río en toda su totalidad ya que desde pequeño se daba maña para la pesca y la caza. Al principio sentí la incomodidad del lugar, sensación que siempre uno percibe cuando es extranjero, pero luego esa sensación cambió por una más amena. Saludamos a todos, acomodamos nuestras pertenencias y tiramos el bote al río. Íbamos a pescar.

La esfera blanca del sol desperdigaba un calor abrasador y la pesca no era buena. Levantando la vista al frente, un par de yacarés, marrones y rugosos, parecían camuflarse con el barro de la costa de enfrente. La corriente del río se trasladaba pesadamente sin depender del tiempo, por lo que la calma constituía la esencia de ese instante. El tiempo pasaba. Primeras horas de la tarde, el calor abrumaba.

Antes de salir Don Daví, el viejo baqueano del lugar, mientras comíamos el asado nos había relatado también diversas anécdotas que habían sucedido allí, en la zona. Entre ellas, lo recuerdo perfectamente, porque tengo que reconocer que soy una persona bastante temerosa y supersticiosa, y la historia del Espíritu del río me había quedado grabada en mi memoria.  Me retumbaba en mi interior y continuaba haciéndolo aquí, ahora. En este preciso momento. El viejo contaba que un viejo Espíritu del río, muy maligno, espectro de forma horripilante e indescriptible tenía la costumbre, a veces, de devorar a los pescadores del río, cuando éstos se perdían o cuando se encontraban cerca de su hogar.

Para mi abuelo y mi hermano aquella historia fue sólo un chiste. En cuanto, a mí, como dije, soy muy supersticioso. Estaba sentando, como hipnotizado del ir del agua del río, y seguía pensando en la historia del viejo.

El tiempo transcurrió y el sol comenzó aflojar su intensidad. Podía sentirse la entrada de aire fresco de la noche, que parece avecinarse. Era un alivio, y la verdad porque el calor del día había sido insoportable y el cuerpo aún lo sentía. La humedad del cuerpo, los ojos cansados. Todo era normal, o quizás medianamente normal. Durante el transcurso de la tarde, mientras pescábamos, en determinado momento creí sentir una presencia extraña sobre nosotros. En ese momento, pareció ser una confusión momentánea o cierto sentimiento propio motivado aún, por la historia del Viejo Daví, porque ni mi abuelo y ni mi hermano se habían percatado. Sin embargo, no le dí importancia porque en eso pensé.

Pero algo había sucedido. Comencé a observar y notar algo extraño ahora en mi hermano. Sus ojos estaban distintos, como sin vida. Estaban opacos y vidriosos. Podía sentir cambios en su respiración que tampoco eran normales y la piel se había puesto colorada. Al verlo así, de esa manera, quedé mudo y sin reacción. Mi abuelo parecía no notarlo pero yo sí. Sentí que mi hermano había cambiado, como si algo maligno había penetrado en su interior. Una presencia extraña.  Oscura y mortal.

Había quedado estupefacto, petrificado. Fui yo quien había sentido esa presencia oscura rodar por mi espalda y de la nada se había incorporado a mi hermano. Fue todo en un cerrar y abrir de ojos. Pero solo yo había sido quien se percató de aquella presencia que inmediatamente relacionó con la historia del Viejo Daví. Era el Espíritu del Río que desde adentro manejaba el cuerpo de mi hermano.

La pesca y el tiempo pasaron como siempre pero desde aquella vez, toda en mi familia cambió, por lo menos para mí. Terminada la pesca, sacamos el bote del agua, comimos algo y en seguida, con mi abuelo, recogimos todo para emprender el regreso. La noche ya llegaba y sus sonidos comenzaban a inundarnos. Estábamos ya terminando de empacar pero mi hermano no estaba. Entonces vi inmediatamente a mi abuelo, y este estaba saludando a la familia del Viejo Daví, por lo que aproveché para prestarle mi atención en ver como se comportaba.

Mi hermano estaba de espaldas hacia mí, perfectamente erguido y mirando, como queriendo despedirse de su río, de su hogar, porque eso que estaba ahí no era mi hermano, era otra cosa.

Pero nunca dije nada. No me animé. Los días pasaron y la vida de mi hermano y mi familia continúo como si nada pasara,  menos yo, que siempre supe que en el cuerpo de mi hermano había otro. Otra alma desde adentro.

 

 

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