viernes, diciembre 1 2023

La Revelación by Nicolás Pittaro

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El reloj marcaba las cuatro de la madrugada de un frío junio de Buenos Aires, mientras la nieve a caía a borbotones, perpendicularmente sobre el pavimento, dando la sensación de que todo se consumía en blanco. En ese instante, el teléfono de Roberto sonó con sequedad, alertando con la señal de que algo bueno no iba a suceder.

Roberto se había acostado tarde con el deseo de que Morfeo temprano lo acunara, pero el sueño de a ratos, de manera intermitente se desvanecía ya que su ansiedad y pensamiento por ella no lo dejaban escabullirse al mundo de los sueños. Cuando escuchó el teléfono, el sobresalto fue inmediato y enseguida, arropado en pijama corrió a atender. Cogió el tubo y una voz entrecortada, ahogada en angustia pero familiar, quizás como la de Dante pensó, le comunicaba la triste noticia que jamás hubiese querido escuchar, pero que Roberto sabía que tarde o temprano esa maldita enfermedad ganaría y el hecho trágico sucedería: Ella había muerto y ya.

Entonces cuando supo que ya no pertenecía a este mundo, una lágrima lo trajo de nuevo a la realidad. Sentía que ya nada en la tierra tenía valor y razón de existir.

Afuera el invierno, con parsimonia lograba que los copos de nieve se estrellaran en la ventana, donde algunos se escabullían hacia el interior de la casa. Roberto dejó caer el teléfono sin cortar y observó el piano, su viejo compinche de tangos y milongas, le bastó para recordar aquellas gloriosas noches de brandi y tabaco en lo de Varela.  Pero esos momentos eran una lejana felicidad.

El piano mostraba signos del imperdonable paso del tiempo, viejo, destartalado,  pero aún conservaba una discreta afinación. En el atril una vieja partitura estaba allí, como si estuviera predestinada a ser ejecutada vaya uno a saber desde que tiempo.

Miró su enorme biblioteca, casi infinita,  pero se sentía abatido. Aquellos libros siempre le trasmitían lo mismo, se sentía cansado de los finales felices, enervado por aquellos policiales donde el enigma se descifraba en el primer párrafo y de las novelas donde los caballeros andantes se rendían ante sus princesas sin tener éxito, entre demás confabulaciones baratas. Esos libros no tenían sentido.

Sin embargo la necesidad de acariciar los libros toleraba ese disgusto. Escogió el  más grande, ese que nunca había leído y lo miró fijamente.

Estaba envuelto en un cuero destartalado y viejo, y  se titulaba “Revelaciones”. El autor era anónimo.

Roberto abrió su pesada tapa y fue allí cuando comprendió que algo extrañó sucedía. Un misterioso hálito comenzó a cubrir su inmóvil cuerpo. Esta aura se asemejaba a una insustancial caricia perfumada, a una  preciosa flor del más magnífico jardín, o a una nube del más trasparente cielo.

Entonces supo que ya no se encontraba solo.

Bajó la cabeza y a lo lejos una voz se colaba por su oído. Era una música triste, nocturna, pero a la vez trasmitía vida. Roberto notó que esa voz recóndita intentaba nombrarle algo, o al menos eso creyó. Contuvo un silencio sepulcral para escuchar aquel susurro pero todo fue inútil.

Como arte de magia, la voz se desvaneció. Roberto entendió que quizás estaba completamente loco y que sólo era una alucinación pasajera fruto de sus incontables noches de insomnio y angustia.

Aún estaba parado frente a su biblioteca, cuando un manto emplumado lo iba atrapando sin percatarse. Ese montón de plumas estaba a milímetros de taparle por completo y Roberto se angustió, pensó en la muerte y en que su hora por fin había llegado. Morir es un alivio —pensó.  Pero de repente, todo se oscureció, y ya no había nada.

El canto de un pájaro extraño lo despertó bañado en traspiración y vio que estaba acostado en un  lugar vacío. Su cuerpo se encontraba débil y así mismo intentó levantarse.

No podía, estaba extinguido. Creyó estar muerto o peor aún presenciar una de sus oscuras pesadillas.

Sin embargo, cuando se incorporó, observó que se encontraba en el interior de un enorme laberinto construido de misteriosos espejos. Roberto estaba desorientado y los espejos lo confundían aún más.

Habitaba solo en aquel lugar donde su figura se reflejaba infinitamente. Cada espejo era como una puerta a lo ignoto, era viajar a esos intersticios, a los sótanos de un mundo desconocido al igual que los antiguos conquistadores de la España hicieron en el siglo XV. Pero el carecía de esa valentía. Se mostró cobarde, quizás por los golpes que la vida le había dado.

Reflexionó. Se acercó temblorosamente al espejo más grande y notó algo pasmoso. Roberto contempló.

El espejo comenzó a revelar un lugar inconmensurable e infinito, repleto de luces y a la vez de oscuridad, había terribles vacíos  pero también vio hombres formados por sueños. Vio derrumbarse años de existencia humana, cataclismos naturales y ruinas de ciudades arrasadas por la furia de algún fuego. Comprendió que era el universo.

Un nudo de angustia anuló su garganta cuando esa imagen que el espejo aún reflejaba sin piedad reveló que el tiempo giraba en círculos, jugando con la muerte de los hombres, imperfectas creaciones oníricas e inconclusas, donde incansablemente no paran de chocar contra el fracaso.

Entrando en éxtasis, Roberto comprendió que retrasar el tiempo es una manera de perdurar, de ser inmortal.

El espejo seguía revelando: el mundo de la posteridad estaba invadido de infinitas bibliotecas y de ciudades secretas.

Cuando aquella visión parecía terminar, la figura de una espléndida mujer se presentó.    Era su amada, la hermosa Beatriz, esa mujer que tantas lágrimas se había llevado consigo. Estaba espléndida y llena de blancura.

Roberto la admiró anonadado y se estremeció rompiendo en un llanto sin consuelo.

De repente, todo en la vida de Roberto se apagó. Nunca más pudo ver absolutamente nada y por el resto de su vida sólo vio una perpetua oscuridad y negrura.

Intensos recuerdos se proyectaban en su mente y Beatriz siempre estaba allí, intensa, inmensa.

Ahora la realidad le asustaba y tal vez sentía una aguda repugnancia. Todo era una pesadilla que habitaba en su mente y en esta tierra devastada. De nuevo la desesperación, de nuevo la fría soledad y el inhóspito desierto de la pampa parecían succionarlo.

Ya sus ojos lo habían traicionado, pero su pasión era inmortal. Se acercó a su antiguo escritorio, guiado ahora por su memoria. Palpó una hoja de papel que allí estaba y agarró una pluma. Un ligero suspiro rompió aquel silencio que le rodeaba y comenzó a recordar y recordar que Beatriz allí estaba, perenne aún, en su cabeza, como el vestigio de un fogonazo perpetuo, inalcanzable. Ahora la nieve seguía destilando su sequedad y el frio ambiente continuaba con su efecto devastador, que poco a poco disolvía esa realidad insignificante. Roberto miró de nuevo a su piano y a sus adorados libros con una firme convicción.

Se sentó y  comenzó a escribir desde  la oscuridad, desde la nada.

 

 

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