La noticia conmovió a la ciudad. Rápidamente se movilizaron los medios. Camarógrafos, fotógrafos y cronistas rodearon el borde del pozo. Fueron los primeros en llegar. Los que más resistencia oponían a ceder sus lugares de privilegio. Donde está la noticia estamos nosotros, —decían. El cordón policial logró apartarlos unos metros. Detrás de ellos, los curiosos. En los hogares se paralizó la vida cotidiana. Los noticieros centrales de todas las cadenas transmitían en directo la tragedia. ¿Cómo explicar lo absurdo del accidente?
Mónica volvía del jardín de infantes de la mano de su mamá. —Juguemos a saltar sobre las hojas —fueron sus palabras antes de desaparecer.
—La tragó la tierra. La tragó la tierra —repetía la mujer como una letanía.
—Hay poco personal. Hubo una urgencia. Fueron unos minutos y volvíamos. ¡Qué nos íbamos a imaginar! —comentaban, demudados, los obreros.
—¡Aquí hay una clara falla del Estado! —bramaba frente a los micrófonos un político de la oposición.
—No es momento de establecer responsabilidades —afirmaba el funcionario a cargo mientras rogaba por un feliz desenlace.
Lejos de allí, en la otra punta del mapa, Martín cena en silencio frente al televisor encendido. Tres años después revive la historia. Él no cayó. No. Lo supo después cuando un grupo de vecinos presurosos y comedidos fue a buscarlo. Paula, con sus dos traviesos años, salió a explorar el mundo unos metros más allá de donde su abuela la vigilaba atentamente. Unas tablas de madera tapaban, ocultaban quizás, la trampa del agujero en la tierra. La lluvia reciente había ablandado el terreno. Bajo el escaso peso de la niña se deslizaron los listones. El tobogán la sumió en las profundidades.
Martín siente en su carne las sogas. Los nudos se aprietan a medida que lo bajan. Tantea las paredes de barro. No puede asirse. El aire se sofoca. Es difícil respirar. No ve nada. Alcanza a escuchar un sollozo. Grita hacia arriba. Pide silencio. Le habla a Paula. Comienza a cantar una canción, la única que recuerda de la escuela. Cree que tranquilizándose la tranquilizará. —Estoy llegando para abrazarte, Paula —dice convenciéndose. Extiende los brazos. Toca un bulto blando. Extiende los brazos y otros, más pequeños, se aferran a él. Da un tirón en la soga. Es la señal convenida. Comienzan a subirlo. Él trae el más preciado tesoro: la vida de alguien. En la superficie esperan un puñado de vecinos, los padres de ambos, la abuela distraída. No hay autoridades, comitiva, bomberos, funcionarios.
Al día siguiente un recuadro pequeño, en una página interior del periódico local comparte la noticia. Fue una desgracia con suerte. Sin comentarios.
Martín cierra los ojos alejando el horror de ese día. Los abre para enfrentarse a otro. Imagina la soledad de Mónica en el fondo cenagoso. Ve el despliegue de voluntarios, nadie tan menudo como era él para poder descender. Inician la excavación de un pozo paralelo. Las horas pasan. Él sabe. Pasó demasiado tiempo. Están cavando una tumba
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