
Eran otros tiempos, si claro que lo eran! Eran tiempos donde la veracidad de la familia tenían forma de castillo, que contenían y nos protegían; el nuestro, inexpugnable por donde se lo viera, así era nuestra casa.
Nuestros ángeles protectores, Mamá de sangre puramente alemana, Papá decendiente de italianos, ¡ah! Mi querido abuelo, el Tata Vicente, como le decíamos y muchos lo conocían; y nosotros, cuatro hermanos de incansables travesuras, barullos y mas de una pelea por supuestas asignaciones de privilegio, que dicho sea de paso, estaban medianamente repartidas; pero como sabrán entender a la edad de la niñez nunca nos parece tal equilibrio.
Es cierto que para el mundo de hoy nos faltaban cosas, pero les aseguro que lo material no reemplazaba un buen plato de sopa, una caricia o un abrazo, eso lo teníamos de sobra.
Para ser justo también había chancletazos o sopapos otorgados estratégicamente en tiempo y forma, dado que nunca buscaban un daño físico.
De todos aquellos momentos, los que más me gusta recordar son los días previos a la fiestas, porque la casa se iba transformando apenas iniciado los diciembres de cada año.
Comenzabamos a pintar la casa y vestirla para la ocasión, colocabamos adornos navideños y armar el deseado árbol de navidad, todo se veía renovado; los aromas se adueñaban de la casa; olor a pintura, cera de los pisos de parquet de madera y los ramos de jazmín que una vecina gentilmente le regalaba a mi Mamá eran guardianes de cada rincón de la casa.
Nosotros, mis hermanos y yo, de puro alboroto, hasta que a mi madre se le soltaba la teutona y nos ponía a todos en casilla; y sí la vieja era jodida ¿vió?, mi padre de perfil más cultural e intelectual oficiaba de algo así como un DJ de la cultura clásica, nos bombardeaba con Beethoven, Mozart, y otros de ese viejo mundo; pero no faltaba algun tangazo para satisfacer (o alimentar) la nostalgia del abuelo.
¿y el abuelo?, el Tata, ¡já! Se atrincheraba en la cocina, preparando los deleites de su tierra natal, el viejo cocinaba como los Dioses.
Cantaba y silbaba canciones italianas mientras ejercía el don gourmet, pero igualmente siempre estaba preparado para las incursiones de mi madre queriendo invadir esa zona, que era temporalmente convertida en tierra santa; ¡y así eran las disputas del territorio!.
- ¿Que haces acá Luci?- le decía apenas mamá ponía un pie en la primer hilera de baldosas de la cocina.
- ¡Vicente!, ¡dejá de joder! tengo que cocinar para los chicos y para Yoni -(Yoni era mi papá que se llamaba Juan)
Y ahí nomás se armaba la gorda; por suerte mi viejo con su parsimonia papal ponía paños fríos y la paz retornaba a la casa.
Debo decir que en ese reducto mágico donde el abuelo formulaba y cocinaba todo tipo de delicias, también era nuestra zona de refúgio; cuando mamá nos quería ajusticiar por alguna macana, allá corríamos, al grito de “Tata! ¡Tata!” entrábamos a la cocina y ahí no había nadie que nos tocara, era una verdadera tierra santa.
Así eran aquellos días inolvidables, llenos de bullicio y alegría.
Recuerdo muchos momentos y aromas, pero había uno muy especial, y era cuando nos preparaba una comida típica de del sur de Italia, donde era su sangre y orígenes, esa comida que adorabamos se llama Turdilli.
Eran pacientemente amasados y preparados por las manos castigadas por la dura vida que llevó, siempre los preparaba el día anterior a la noche buena y previo a año nuevo; acontecía algo así como una ceremonia o ritual; hoy imagino ese momento, y siento que él inyectaba sentimiento a través de esas manos sufrídas mientras amasaba, porque les juro, le salían como los dioses!
Eran tan tentadores que nos costaba esperar que sean servidos en la mesa navideña, ¡que caray! Para que esperar, si por algunos faltantes nadie se daría cuenta; excepto él (obvio).
No sé como, pero en las incursiones nocturnas que hacíamos para perpetrar nuestra degustación anticipada, el viejo aparecía de la nada para proteger el tesoro y darnos un “tatequieto” en la nuca acompañada de su famosa expresión:
- ¡Salí de acá mierdaaaa!- bufando como rinocerote.
Ese plato nos acariciaba el corazón haciédonos sentir como reyes; yo creía en ese momento que nadie podía tener mejores cosas, un manjar que comíamos todos juntos en familia, en un acto de comunión con la vida.