
Si tuviera que definir mi estancia en esta isla, sería la luz, no una constante matemática, ni un interruptor que he apretar, bajar, pulsar… ya me entiendes, esta isla es luz que llega desde lo alto de la montaña, rayos que llegan inclinados y despiertan todos los colores de estas aguas, que hacen brillar la roca negra que rodea y forma los acantilados, la arena breve en escasas playas, que deslumbra en carreteras estrechas y senderos que apenas recuerdan de quien fue el ultimo paso que los cruzo, es la luz que surge cuando el sol descansa y hace su entrada miles y miles de ojos en el cielo, porque sigo creyendo que alguien, allí arriba nos mira, estrellas e incluso, ayer noche, creí ver un destello fugaz, quizás una de esas estrellas errantes que surcan toda la inmensidad que somos incapaces de creer.
Es también silencio, plagado del oleaje peleándose con las rocas de la playa, golpeando sin descanso, con la ayuda del viento y de las mareas, a los acantilados que, por lo que parece, ofrecen una muy digna batalla, es el silencio en un montón de instantes, con el grito de rocas caer desde estas montañas en movimiento, con el sonido de mi propia respiración como única compañera de este, para mí al menos, casi desconocido, silencio.
Y es también el carácter especial de quien habita la isla, forjado de emigrantes que se fueron, de los que volvieron, de los que se aferran a una escasa agua, de los que no dudan en saludarte al pasar por su lado, sin conocerte de nada, y aún más cuando, en más de una ocasión, alabas el plato tan generosamente hecho para uno, de los que surge la conversación rápida sobre cualquier cosa, solo por el placer de compartir y escuchar.
Es una isla distinta, para mí la isla de los sentidos, el de la vista que nunca se agota de los brillos del sol en los senderos, de los azules de sus aguas, de los negros de sus rocas, de los cobrizos gastados de algunas de ellas, es el del gusto, por sus comidas tan variopintas, por un vino fuerte, como ha de ser si es fruto de esta tierra, del oído que atesora silencios, para un urbanita como yo, casi inexplicables en carreteras cuasi desiertas, por el tacto que despierta en ti la aspereza de muchas rocas y la suavidad de muchas otras que han sido acariciadas por el agua, por el olfato, por ese olor a un sinfín de plantas aromáticas de cuyos nombres me es imposible recordar, pero no así ese aroma que desprendían cuando, al pasar por su lado, mis manos las acariciaban.
Es una isla diferente, de cuyo disfrute necesita un talante distinto, el que quizás nos falte últimamente… el de la intimidad con nosotros mismos.
Es y ha sido un placer conocer esta isla.