jueves, noviembre 30 2023

Todo queda en familia -3 y final by Rafael Lopez Vilas

Los hermanos Mahoney tomaron asiento y bebieron en silencio de sus vasos. Esperaron y bebieron. Terminaron sus vasos y Glen sirvió de nuevo. El líquido burbujeó en la boquilla de la botella. La lumbre de la chimenea estaba prendida y el fuego crepitaba con suavidad sobre los leños de arce que ardían pintados de un rojo incandescente en el hogar. Minutos más tarde, el sonido de la puerta de entrada al cerrarse precedió a la de Bryan Cranston, quien atraído como una polilla por la luz, apareció, o más bien apareció su cabeza, su cabeza de polilla, en el quicio de la puerta del salón, con el rictus transformado de repente por la sorpresa. Cranston miró de hito en hito a sus cuñados, sentados en las dos butacas de piel, a juego con el sofá, también de piel, sosteniendo sus vasos mediados de Old Mr.Boston entre los dedos, y los hermanos Mahoney, los dos hermanos varones, lo miraron a él, con los rostros endurecidos por el aliento de la indignación que se gestaba en sus cerebros mezclada con el alcohol. Corvin Mahoney le ordenó que entrase y que cerrase la puerta. Entra Bryan, no seas tímido, estás en tu casa. Cranston entró. Tuvo un presentimiento y sin embargo entró. Las rodillas le temblaron al avanzar y sintió cómo un agujero se le abría de repente en medio del estómago. Quizá
pudo haber hecho algo por impedirlo o quizá no. Quizá no quiso y, por una vez, Bryan decidió plantar cara a su destino, a pesar del miedo que lo devoraba por dentro. Sus cuñados le hicieron todo tipo de preguntas. De acusaciones. Quiso objetar pero no pudo, quiso mentir, pero no reunió fuerzas suficientes; lo habían descubierto, los dos hermanos estaban al corriente de todo, nada de lo que pudiese decir tenía sentido, sus mentiras sonaban increíbles, incluso para él o para la figura de Mr.Boston dibujada en la etiqueta de la botella de Old Mr.Boston, resultaban imposibles de creer. La verdad se destapó. Se descorchó con la velocidad de un tapón de una botella de Champagne francés. Acorralado, Cranston se hundió sin remedio, sumido en una nívea lividez. En alas de la superioridad que esgrimían, los hermanos Mahoney le exigieron la devolución íntegra de su dinero, hasta el último centavo, pero Cranston dijo que no podía devolvérselo, que era imposible, lo había perdido todo y, aun así, debía dinero a varios tipos que dijeron que le ajustarían las cuentas sino les pagaba lo que debía la semana que viene. Los Mahoney lo amenazaron. Amenazaron con ir a la policía, con llevarlo a los tribunales, y Cranston se dedicó a escuchar y a gimotear, sabiéndose a punto de perder a su mujer y la vida que consiguiera tener, con ella, sí, a través de ella, gracias a ella, a su dinero, sabiendo, Cranston, que podía perderlo todo, absolutamente todo, de un plumazo, y la cabeza le daba vueltas a una velocidad vertiginosa, el mundo giraba sin sentido a su alrededor, como una especie de grotesco tiovivo, y creyó que su cerebro, de un instante a otro, iba a explotarle, en cualquier momento explotarle, sin remedio. Corvin gritaba primero, Glen lo hacía después, de forma alternativa, uno y otro, el abordaje de ambos Mahoney era implacable, Cranston se veía superado, incapaz de encajar la intensidad de aquel asedio. No iba a devolver el dinero. No había dinero que devolver. Se lo había gastado todo. El de los Mahoney y el suyo, es decir, el dinero de su mujer, la inocente chica Mahoney, quien, pasando de la página 75 a la 76 de una primera edición de La primera Esposa, de Pearl S.Buck, no sabía ni una palabra del asunto, nada de su ruina, de la gravedad de la enfermedad de su marido que, inexplicablemente, le pasara desapercibida, y de que lo único que conservaban todavía, era la propiedad de la casa de Hiltonia. Los Mahoney dijeron no creerlo, pero Cranston insistió en que aquella era la pura verdad. Imploró por conseguir su silencio, les rogó que lo perdonaran, que le diesen otra oportunidad. Los hermanos estaban furiosos. Glen, casi fuera de sí, ante la realidad de no recuperar el dinero que le pertenecía. Así pues, los Mahoney por un lado, y Bryan Cranston y su labio leporino por el otro, se hallaban en un callejón sin salida. Los Mahoney cayeron en la cuenta de que no conseguirían nada esa noche y se prepararon para marcharse cuando, de
repente, Corvin se detuvo y se volvió hacia Glen Mahoney y su cabizbajo cuñado, hundido en el sofá frente al llameante hogar. Está bien, dijo. Creo que tengo la solución. Bryan Cranston elevó su mirada hasta contemplar a su cuñado. Esto será muy difícil de explicar, Bryan. Has hundido a Mahoney´s Industries, a sus empleados, casi a nosotros. Si nos decidiésemos a acudir a la policía terminarías en la cárcel. Tu vida habría terminado. Tu proyecto como empresario, tu carrera como abogado se habría ido al traste. Nadie en su sano juicio querría contratarte nunca. Además, imagínate qué sucedería con nuestra hermana. Tu mujer, Bryan. Tu querida esposa. Quizá la acusasen por cómplice y también ella iría de cabeza a prisión. Aquella era mucha información para Cranston, cuyo cerebro bullía de tal forma dentro de su cráneo, que parecía latir con un ímpetu mayor que el de su propio corazón, y por un momento, se convenció de que ésta le iba a estallar. ¿Y qué puedo hacer?, preguntó Cranston con un lacrimoso hilo de voz, al fin. Aquél, exactamente aquél, era el lugar donde Corvin Mahoney, el más perverso y malévolo de los hermanos varones Mahoney, quería haber llevado a su cuñado, el cual, se alzaba sobre una finísima columna que se balanceaba peligrosamente, a punto de caer al abismo sin remedio. Corvin sonrió, o creyó sonreír. Cranston sólo advirtió una sonrisa comprensiva, casi dadivosa, la sonrisa indulgente y enternecida de un padre, apiadado ante los problemas de un hijo descarriado. Tienes que irte, dijo Corvin con convicción. Debes largarte de la ciudad. Desaparecer. Las cosas van a ponerse muy mal aquí para ti. Te daremos tiempo suficiente para que puedas ocultarte bien. Glen observaba con atención a su hermano y se dio cuenta, sino de todo, sí de gran parte del juego que éste intentaba. Al fin y al cabo, dijo Corvin, eres nuestro cuñado, nuestra familia, y aunque no te has comportado como debías, no deseamos que te suceda nada malo. Sobre el sofá, Bryan Cranston tenía la apariencia de un perrillo al que han apaleado y, a su pesar, había perdido toda perspectiva de la realidad y las palabras de Corvin Mahoney hacían las funciones de guía, conduciéndolo a través de aquella delirante maraña de espinas y oscuridad en que se sumía su cabeza. ¿Y a dónde iré?, preguntó Cranston empujando la saliva a través del nudo que argollaba su garganta. El mayor de sus cuñados le dijo que no tenía de qué preocuparse, que Glen y él mismo se encargarían de organizarlo todo. Dijo que estuviese tranquilo. Todavía hay cosas por hacer. Ahora, sin embargo, dijo Corvin con los ojos brillantes y sacando unos documentos de su portafolio de piel, Necesitamos que firmes estos papeles, no es nada importante, pero la señorita Woodster me ha dicho que deben ser entregados a primera hora de la mañana. Corvin le puso delante los papeles y Glen le tendió su estilográfica. Era el momento perfecto. La ceguera que embargaba los ojos,
también el pensamiento de Bryan Cranston, lo era. Firmó cada uno de los documentos, sin detenerse a examinarlos. Sin leer su confesión escrita en su propia máquina de escribir de su despacho. Firmó la retirada del resto de los fondos de todas las cuentas a nombre de la empresa. Todo con su nombre. Su firma. Lo admitía todo. Incluso más. Luego Corvin le dio un papel en blanco y le dictó unas cuantas palabras. Pon que lo sientes, terminó Corvin. Que la quieres, pero que lo sientes mucho. Fírmala, le ordenó al terminar. Bryan lo escribió todo con la misma docilidad de un cordero. Su mano caminaba como en un sueño, transitando por una nebulosa de plomo con la silueta de un inquietante desfiladero. Corvin palmeó el hombro de su cuñado, todavía oscilando en su frágil balaustre de soledad y miedo. Buen chico, Bryan. Has hecho lo único que podías hacer. Mañana a mediodía hablaremos de los preparativos de tu marcha. Todo esto terminará pronto, le dijo, mientras Glen y él su hermano salían de la casa y se adentraban en la nieve que cubría el camino hasta su coche. A la mañana siguiente, Corvin, el mayor de todos los hermanos Mahoney, quedó para desayunar con su hermano pequeño Glen. A esas horas, el resto del dinero había sido retirado ya de las cuentas, ahora vacías. Disponían de la confesión de Cranston, de las órdenes de retirada del banco, la nota a Peri Mahoney, pero, dijo Corvin echando una última cucharada de azúcar en su café, aquello, no podía quedar así. Cranston merecía un escarmiento. ¿Quieres decir que le hagamos dar una paliza?, inquirió su hermano Glen. No. Una paliza, no, contestó Corvin sorbiendo el jugo de naranja de la copa con avidez. Glen Mahoney se le quedó mirando, incapaz de disimular cierta preocupación. Corvin echó un vistazo a su alrededor y luego posó la mirada en la de su hermano, con una sonrisa inquietante esbozada en sus labios. Sus ojos emitían un extraño fulgor, distinto a cualquier otro que Glen hubiese observado nunca en los ojos de su hermano. Nada de palizas, dijo meneando la cabeza. A continuación, Corvin Mahoney se inclinó acercando sus labios al oído de su hermano. Allí susurró unas palabras que tan sólo Glen Mahoney pudo escuchar de entre todos los clientes del bar. Al retirarse de su lado, Glen miró a su hermano con una mueca de perplejidad absoluta. Como él, Glen Mahoney tenía los ojos muy abiertos y brillantes, con dos pequeñas pupilas en el centro de las órbitas del tamaño de dos cabezas de alfiler. Permaneció en silencio unos segundos y después asintió con la cabeza brevemente, con una mueca que enarcaba sus comisuras en una perversa sonrisa. Luego, al fin, casi complacido, se encogió de hombros y sin dejar de sonreír, encargó que le sirviesen una porción de tarta de crema.

[*] A la reunión que tuvo lugar en la exigua sala de reuniones asistieron los veinte empleados supervivientes de Mahoney´s Industries. En los días previos, otros cinco trabajadores fueron despedidos como medida para recortar gastos. Los veinte restantes, escuchaban con atención cada una de las palabras que conformaban la gran estafa gracias a la que todos, fueron despojados de su puesto de trabajo sin recibir apenas una indemnización compensatoria. Allí estaban Corvin y Glen Mahoney, ciento ochenta mil dólares más ricos, noventa mil más rico cada uno, que sólo dos semanas antes. Una y otra vez, ambos señalaron con acritud la figura de Bryan Cranston y su labio leporino, haciendo recaer toda, absolutamente toda, la responsabilidad sobre él. Por otro lado, y no sin cierto énfasis, uno y otro se encargaron de eximir de culpa alguna a su hermana, su pobre hermana, inocente y engañada vilmente, protegiendo la honradez de su apellido con el honor de su palabra. En propias palabras de Glen Mahoney, Peri Mahoney estaba destrozada con aquella situación, pues, según consideraba su hermana, nada más cruel existía en el mundo que la traición de su propio marido. Según Glen, ésta no desconfiaba nada, decía que, como todos ellos, no lo había visto venir. Eso mismo fue lo que sucedió esa misma mañana, en ese mismo momento, durante el trascurso de la reunión, cuando un coche, un Buick Skylark del 68 color gris plata esterlina robado una semana atrás en Baltimore, arremetió contra el coche en que viajaba Bryan Cranston, cerrándole el paso. Los automóviles no llegaron a chocar entre ellos. La carretera era estrecha y algo sinuosa. Nevada. Muy resbaladiza. Condiciones ideales y catastróficas, según quien, a la vez. Cranston dio un violento giro con el volante. La valla que la cercaba no dio el sostén suficiente y fue incapaz de contener el peso y la velocidad con que el coche de Bryan Cranston, un Ford Galixie color negro de 1964, fue a chocar contra ella al salirse de la curva con las ruedas bloqueadas por los frenos deslizándose como un suspiro sobre la nieve. Mientras, en la radio del auto la orquesta de Benny Goodman interpretaba «St. Louis Blues», éste (el Ford Galaxie, no Benny Goodman ni tampoco nadie de su orquesta) atravesó la valla como si ésta estuviese hecha de mantequilla y se despeñó por el barranco que acordonaba la carretera en una caída de veinte o treinta metros por una angosta garganta llena de árboles y de grandes peñascos, y durante la cual, el coche de Cranston fue girando cada vez a mayor velocidad sobre su propia órbita. Bryan Cranston estaba muerto antes de que el Galaxie fuera a detenerse contra los robles que poblaban el fondo de la vaguada, donde Goodman y su orquesta terminaban la ejecución de la pieza y Fletcher Henderson comenzaba a teclear las primeras notas de «Hot and Anxious» entre
montones de chatarra, ramas y doscientas veinte o doscientas veintiuna libras de carne fresca enlatada en propio jugo. El Skylark esterlino siguió con su camino y se detuvo apenas una hora más tarde en Millersville, a las afueras de Lancaster. Allí el conductor descendió del vehículo y repostó el depósito de la gasolina en una gasolinera Texaco. Pagó en la caja y pidió que le cambiasen cinco dólares para llamar por teléfono desde la cabina de la entrada del restaurante de la gasolinera. El hombre sacó un papel del interior del abrigo e introdujo unas cuantas monedas en la ranura del teléfono antes de marcar la combinación de números escritos resueltamente en el papel con trazos gruesos de tinta negra. Esperó mientras sonaba la señal. El aire que expiraba a través de la nariz se convertía en gruesas volutas de vaho que eran absorbidas por el frío local de inmediato. La señal seguía reverberando en su oído a través de un cable interminable. La numeración marcada respondía a un número del listín telefónico de la ciudad de Trenton. La persona que al cabo de unos segundos descolgó el teléfono era una mujer, o al menos eso fue lo que el hombre del abrigo creyó escuchar en su voz al responder. El hombre del Skylark hizo una pregunta. La mujer contestó que sí, que por favor esperase un momento. Después, ella se levantó de su silla y salió de la habitación en que se encontraba. Caminó por un pasillo, largo, alto y desangelado, y abrió la puerta que había al final del mismo. En el acto, veintidós cabezas giraron como un periscopio craneal sobre la base rotativa de sus correspondientes pescuezos para ver la cabeza de la mujer asomando entre la puerta y el marco de la puerta. Ella se ruborizó un instante y se dirigió a una de las cabezas llamándola por su nombre, y le comunicó que tenía una llamada de teléfono esperándole. Bien, dijo él. Dijo: contestaré en mi despacho. Pásemela allí. Ella asintió sin decir más nada y salió de nuevo en dirección contraria sabiendo que, una semana después, sería formalmente despedida. El hombre de la habitación que la mujer acaba de dejar atrás, se disculpó ante el resto del grupo de las veintiuna cabezas restantes y salió también a su vez buscando el camino de su despacho. Entretanto, en la gasolinera en Millersville, el hombre del Buick Skylark color gris plata esterlina, sentía la cerrazón del frío entumeciéndole los dedos de los pies en el interior de las botas mientras aguardaba con el auricular del teléfono pegado en la oreja izquierda. El viento soplaba indeterminadamente, y pensó que lo más aconsejable sería reemprender la marcha antes de que empezase a nevar de nuevo. Al fin, el hombre al que aguardaba se hizo cargo de su llamada y tomó el auricular del teléfono en cuyo rosco troquelado de aguajeros figuraba una pequeña pegatina con una combinación numérica que, efectivamente, correspondía a la ciudad de Trenton, en el condado de Mercer. El vigésimo segundo
hombre del grupo de veintidós cabezas hizo sonar su voz. Primero se interesó por el resultado de su encargo, y tras escuchar que todo estaba solucionado, preguntó si tenía algo con que escribir, y el hombre del abrigo y del Skylark esterlino contestó afirmativamente haciendo un gesto con la cabeza que el hombre del otro lado del teléfono, en Trenton, no pudo ver. Anote, dijo. Luego le dio una dirección y un número. La dirección era de una calle de Filadelfia y el número correspondía al de una consigna en una estación de autobuses, la de la calle 30 de la misma ciudad. El resto del dinero, aseguró, estaba allí, tal y como habían acordado. La llave de la consigna estaba a nombre de Maxwell Proud en la lista de correos. El hombre del abrigo y del Skylark esterlino robado dijo que bien. El vigésimo segundo hombre del grupo de las veintidós cabezas colgó el auricular del teléfono y regresó a la reunión con el resto de las cabezas rumiando su complacencia. Al entrar en la sala, su hermano mayor, Corvin Mahoney, lo observó durante un segundo. Sus miradas se cruzaron. Glen, el vigésimo segundo de los veintidós, asintió con gesto serio, de una satisfacción contenida. Esa noche, mientras todos los asistentes a la reunión contaban a sus familias que habían sido despedidos de sus empleos y que la fábrica cerraría una semana más tarde, Corvin y Glen, acompañaron a su hermana Peri a identificar el cadáver de su marido hasta el hospital de Reading.

1 Comment

Add yours

Deja un comentario

Facebook
Twitter
LinkedIn
A %d blogueros les gusta esto: