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Insondable

By Alicia Trujillo

Bajaba las escaleras de mármol a un ritmo pausado. Hoy será el día, pensó. Y continúo descendiendo, con los pies descalzos, sorprendida de la parsimonia con la que ponía un pie delante del otro y continuaba su camino indiferente al frío del suelo y, sobre todo, indiferente al pensamiento que horas después se materializaría poniendo fin a su vida. Sí, se repitió. Hoy será el día.

  Al otro lado de la ventana se anunciaba un cielo sin nubes. Los días con tanto brillo le inspiraban un sentimiento desolador. Prefería la noche.

  Pues bien, Elena comenzó la mañana con una tranquilidad poco habitual en ella: preparó la máquina de café, luego metió dos rebanadas de pan en la tostadora y se dirigió directamente al equipo de música: Nocturne de Chopin empezó a impregnar un perfume de extraña melancolía.

  Se sentó de espaldas al ventanal. El olor a alcohol aun persistía en su aliento, y el dolor de cabeza iba en aumento. Al tiempo que masticaba su desayuno con la mirada perdida en algún punto de la pared, recuerdos de lo que había sido su vida convergían en su memoria. Le pareció importante en ese momento hacer un repaso, una síntesis de sus treinta y cuatro años:

   Elena de nueve años de la mano de su madre en el funeral de su padre; hojas marrones y amarillas dispersadas sobre las tumbas; Elena rodeada de regalos y cumplidos en su decimoctavo cumpleaños. El viaje familiar a Tailandia. La tarde que se enamoró de la poesía al descubrir a Octavio Paz. El primer concurso que ganó de poesía a sus veinte. La colección de rechazos antes de que la primera editorial le publicara.

  Elena recién independizada, explorando la ciudad. Sus rincones favoritos de Madrid: calles estrechas, amarillos pálidos; la refinada arquitectura de los pisos del barrio Salamanca. Relaciones tóxicas con hombres, engaños; excesos. Cielos transparentes y luces sugerentes. Cuántas experiencias con sus amigas en largas noches, cuya música revestía a las horas en engaños de esperanza. Cuántas veces fingía estar bien cuando se estaba deshaciendo por dentro.

 Llantos secretos en su cuarto de baño, mientras el grifo de agua corría y ella estaba abatida en el suelo, con el rímel chorreando por sus mejillas. Toda una mañana con las persianas de su cuarto bajadas, aplacada por la resaca y poseída por la escritura, para volver a detenerse, meterse bajo las sábanas y perderse en remolinos de culpa. Dios mío, qué habituales eran esos momentos, pensaba.

   Su respiración se había vuelto más espesa; dio un prolongado suspiro, cogió su taza de café con las dos manos (temblorosas) y sorbió un poco más. Ahora sonaba Silencio de Beethoven.

  Lavó el único plato y taza del desayuno, y se dirigió de nuevo arriba para meterse en la ducha bajo un chorro de agua caliente.

 Mientras el vapor flotaba alrededor, acudían a su mente escenas fragmentadas, no podían ser claras ya que, si algo hace el alcoholismo, es ensuciar y revolver todo tipo de vivencias y sensaciones en una siniestra dimensión: el sucio estanque de la mente.

   Innumerables fueron las ocasiones en que después de una noche de copas, volvía a su casa, sola, para seguir bebiendo sin poder parar de llorar, con un ávido deseo de ahogar en whiskey a esa abstracta realidad que sin saber cómo ni cuándo se gestó en su alma, y fue expandiéndose con el paso de los años hasta mimetizarse en su sangre, monopolizar su consciencia y transmutarse en la adicción que ya era.

  Nunca pudo ponerle nombre a esa abstracta realidad. Si bien es cierto que su profesión de escritora la predisponía a una elevada exigencia en cuanto a las palabras, conceptos como monstruoso vacío, sufrimiento ilimitado, cáncer mental sentía que se quedaban cortos.

  Se puso frente al espejo (que seguía empañado por el vapor) mientras se secaba el pelo con la toalla. Sintió un leve escalofrío al recordar la primera vez que se miró sincera y hondamente en el espejo, y no sólo de forma literal:

  Acababa de cumplir los treinta y dos. Y sus amigos le organizarían una fiesta. Eran ya varias las ocasiones en que había perdido el control con la bebida, por lo que ellos preocupados intentaban hacerla entrar en razón. Le tuvieron que recordar las formas impulsas y destructivas con la que estaba actuando las últimas semanas cuando bebía: había intentado seducir al marido de su hermana; en cierto punto de la noche se volvía violenta y cortante con sus propios invitados sin razón aparente; se olvidó del cumpleaños de su madre y llegó tarde a su celebración, tambaleándose. Llevaba tiempo sin poder escribir… y en general se volvía emocionalmente inaccesible con las personas que la querían.  

  Por todo aquello (de lo que recordaba sólo escenas parciales) decidió dejar de beber unos días. Necesitaba un distanciamiento, pero ella llegaría a controlar la bebida, estaba segura.

   Llevaba una semana, y a diferencia de la vitalidad que sentía antes y la euforia, sintió un cambio abrupto en su estado de ánimo: estaba apática y encerrada en sí misma. En verdad tuvo que poner considerable fuerza de voluntad para arreglarse y tener buena actitud. Intentó no fingir, sino estar bien, mínimamente bien.

  Mientras todos estaban bailando o hablando ruidosamente la noche de su cumpleaños, en medio del humo de los cigarrillos, de sonrisas y de brindis, le invadió un sentimiento de soledad descomunal. Tan cerca y tan ajena estaba al mismo tiempo de todos, y no sabía, no sabía qué hacer para cambiarlo ¿qué estaba tan torcido en ella?

 El contacto con el otro no la alimentaba, era como si estuviera atrapada en una cárcel mental que la aislaba del mundo, y la oprima, no podía romper esa barrera, con esa endemoniada soledad. Y encima, esa lucha interna para no ceder a su adicción. Y escuchar las risas de los demás, y ser consciente de su incapacidad de relacionarse con ellos sin esa angustia que no la soltaba. Y más risas de fondo. Y más vacío. ¿Por qué era tan difícil? Necesitaba beber. Un poco.

   Salió a la terraza para tomar el aire. Estaba con la vista sobre los altos edificios del fondo, cuando su amiga fue a preguntar si estaba bien; ella dijo que sí. Para sus adentros se decía: si tan solo tuviera el valor de por fin saltar…

  Aguantó lo más que pudo, y finalmente se fue a su casa. Necesitaba beber. Nada más entrar fue a la despensa y se llevó una botella caliente a sus labios. De una forma retorcida sentía que aquel líquido era su aliado. Desprendía calor, contactaba sin ningún filtro con sus órganos, con su sangre, y apaciguaba el frío de su corazón.... Actuaba de manto protector.

  Pero en aquella ocasión ya no lograba ese efecto, el grito de desesperación que la desgarraba por dentro no cesaba. Lo que ella creía su aliado desvelaba que no era más que una ilusión. Una miserable ilusión.

 No quería aceptarlo. No podía. ¿Qué más le quedaría entonces? Bebió con rabia.

  Al día siguiente despertó con su cama llena de vómito, su pelo enmarañado y empapado. Ella seguía con los tacones puestos. Con cuidado de no perder el equilibrio fue a su baño y sin tener la intención, se vio en el espejo que tanto evitaba mirarse (sobre todo después de haber bebido).

   Se quedó perpleja: lejos de alejarse, apagar la luz o mirar a otro lado, se acercó lo más que pudo. Y vio en sus ojos la decadencia en un cuerpo joven. Una mirada rota. Ninguna imagen le había causado tanta conmoción.

 Esa fue la primera vez en que reconoció para sí misma su alcoholismo.

  Consiguió mantenerse sobria por un año: incluso empezó a salir con un hombre, hacer ejercicio, y la escritura comenzó a fluir. Pero lo que no la abandonaba era ese insondable sentimiento… con o sin alcohol, ahí estaba, y se hacía más grande, parecía que ese cáncer mental no tenía intención alguna de desaparecer.

  Hace unos meses comenzó de nuevo a beber y a aislarse gradualmente de su entorno. Terminó la relación que había comenzado, y les dijo a todos que necesitaba espacio, unas semanas para encerrarse y terminar el nuevo poemario que tenía pendiente. Y sí, eso pretendía, pero la mayor parte del día si no estaba durmiendo, o borracha, no lograba armar más de cuatro líneas coherentes. Dedicaba también bastante tiempo a ver sus álbumes de fotografías, ansiando encontrar alguna señal en el rostro de la mujer que solía ser y que apenas reconocía. Por lo demás, su energía mental iba dirigida al creciente deseo de morir.

    Y ahora, dos años después, se encontraba frente al mismo espejo, con la misma mirada rota.

  Salió del baño. Hizo su cama; colocó las piezas de ropa que estaban tiradas por su cuarto y se puso su vestido favorito. Había bajado un poco la intensidad del sol, por lo que descorrió las cortinas. Estaba totalmente decidida. Hoy sería el día.

La música seguía sonando.

  Se sentó en la mesa, preparó un papel en blanco, cogió su pluma y se dispuso a escribir las últimas letras:

Insondable es este sentimiento en torno al cual gira mi arte. 

Luego están tus ojos (¿o el espejismo de tus ojos?) 
dos esferas lejanas,  
que reflejan senderos lúgubres y tentadores

Incitan a acercarse al otro lado.
A buscar refugio bajo el manto que te envuelve,
a respirar el vértigo de diluirme en ti.

Mi estómago tiembla al percibir el miedo del pensamiento. 
Un paso atrás dice una voz. Y yo, me paralizo 

Hay grandes ideas custodiadas por fieras, casi inaccesibles  
que mantienen al artista al acecho, hambriento,
explorando distintos ángulos, para poder al fin poseerlas.

¿Qué parte de mí he de ceder a cambio de tu incondicional mirada?

Me refiero a la idea de tu mirada
como puente entre lo que representas y lo que soy.
Eres pues, la plataforma escurridiza a la que aspiro.
Sin embargo, las veces que consigo alcanzarte
resbalo, tibubeo
castillos internos amenazan con desmoronarse



Renuncio a la tranquilidad que no me aportas.
El oxígeno que sube denso, angustioso
envenena mi garganta


Es ahora cuando empiezo a entender
que hay anhelos que asfixian,
imágenes dulces envueltas en fuego
que corroen los nervios

 La cabeza da vueltas 
¿Acaso lo que persigo no es más que un símbolo?
No ha de existir en lo concreto
porque no lo encuentro… 

No hallo como romper
este hechizo maligno
que una noche me secuestró
inconsciente,
entre sueños

Estoy cansada. 
Lo abstracto ya no me alimenta.
Necesito que el símbolo se haga carne 

¿Qué es esta obsesión que me atraviesa?

Eso que busco y que no sé si tiene nombre
empapa estas letras, 
y aun así faltan letras,
siempre, 
la Gran Falta
No se salvan ni las palabras

¿Qué es esto que me atraviesa?
Cada vez abarca más espacio
cual luz invasiva en un cielo sin nubes 
y sin límites.

Consume mi deseo.
La alegría y la vida arden 
no hay rastro, ¿o sí?  No lo veo

 Delirio.
Deliro, no coordino. 
Me siento ajena a lo que era
a lo que nunca sabré ser.
La métrica tambalea.
El día se ha vuelto bestia.
	
Bailamos alrededor de un precipicio magnético, 
invisible,
y no por eso menos verdadero

El preludio del abismo.











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