miércoles, mayo 1 2024

LECHE DERRAMADA by Mercedes G. Rojo

Imagen tomada de Pinterest

            Llevaba un rato mirando las fotografías de esos muros que habían sido derruidos por el paso del tiempo y las corrientes de agua que fueron anegando poco a poco aquellas tierras.  Ahora, después de tantos años, volvían a quedar de nuevo al descubierto mientras bajaba totalmente la  cota del embalse, para traer a aquel lugar los fantasmas del pasado. Paredes caídas, puertas y ventanas desvencijadas, restos de muebles abandonados y la huella de calles y caminos se recogían como lamentos de muerte en esa serie de imágenes que ella se había empeñado en plasmar en blanco y negro, con los mismos  tonos grises que, desde aquel momento, pasó a tener el presente, e incluso el futuro, de muchos de quienes vivieron en aquel valle. 

            Mientras observaba pausada y atentamente las imágenes, su mirada se  detuvo, de pronto, frente a una nueva fotografía retenida entre sus manos. Unas ruinas mejor conservadas que las demás centraban la escena. Tal vez hubiera ocurrido que las paredes que sostenían aquel edificio habían resultado ser más fuertes por algún extraño motivo,  y por eso aún permanecían casi en pie, con la brecha de sus dos entradas abiertas a los recuerdos como los ojos despavoridos de un niño que mira con miedo y con sorpresa ante lo desconocido.  “Niños”, “Niñas”. Sobre las destartaladas puertas se perfilan, cual  cejas que terminan de definir un rostro, las palabras que nos ponen en evidencia su esencia. Efectivamente, son las ruinas de la Escuela. Tal vez más que la fábrica de sus muros la mantenga aún en pie el aliento de las risas infantiles apresadas en cada resquicio de sus piedras. 

            Cerró por un momento sus párpados y le pareció escuchar esas risas, la cantinela de los más pequeños recitando la tabla de multiplicar, el chisporreteo de la leña de encina quemándose en la estufa de hierro, … Y, de pronto,  la potente voz del maestro recriminando las trastadas de Pepín;  y la dulce voz de doña Manolita enseñando a las niñas a recitar un poema de Rosalía de Castro, así, medio a escondidas, que quienes escribieron en gallego no están bien vistos en estos tiempos y menos aún si quien así  lo hizo fue mujer. 

            Pronto la asaltó también el recuerdo de los olores. Le parece volver a sentir como sube por su nariz el olor entre seco y dulzón de la leche quemándose al desparramarse  sobre el fuego. Y una sonrisa  se le escapa mientras recuerda la enorme perola de hierro donde hervía aquella leche en polvo americana mezclada con agua, mientras el elegido por méritos  en la clase de don Pedro, y la elegida por riguroso turno en la de doña Manolita, daban vueltas y vueltas agitándola despacio para evitar que se pegara o se agrumara.

            De nuevo otra sonrisa ante la sensación de percibir una vez más el olor a leche quemada desparramándose sobre la plancha de hierro de la estufa. Otro día más habrá que abrir la ventana para dejar marchar el olor producido por el despiste del alumno cuyo pensamiento se ha ido lejos mientras cumplía la monótona tarea de darle vueltas  al blanco alimento.

            De repente salta como impulsada por un muelle que se haya roto en el sofá en el que está sentada. No es imaginado el olor. Ha olvidado que puso a calentar la leche sobre el fuego y, como antaño, en un descuido, toda ella se ha derramado. 

            Ahora toca frotar para deshacer el desaguisado. Como entonces.

            Hay cosas que no cambian por mucho que pasen los años. 

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