

El chico casi hubiera preferido que las cortinas siguieran cerradas. A través de la ventana sólo se ven muros grises, cajas con ventanas oscuras en las que transcurrirán otras vidas igual de solitarias que las del hombre al que acompaña.
—Voy a por unos vasitos de agua, que leer en alto seca la garganta. ¿O quieres otra cosa?
Tengo unos refrescos de cuando los nietos venían por aquí, igual hasta se han caducado.
—No, gracias, agua está bien.
Mientras el hombre llena una jarra de agua en la cocina, Bus deja volar su imaginación y sueña que los muros que tiene delante de la ventana son los acantilados que se dibujaban lejanos en Silvera, con el sol tiñendo todo de naranja al caer el día, con el cielo sangrante que parece incendiar el mar Allende que ahora le parece de otro mundo. Muchas veces había salido del pueblo en la época de la recolección de la fruta para ganar un dinero con el que ayudar a su familia, pero aquellos pequeños ingresos se volvieron insuficientes tras el naufragio del pesquero en el que faenaba su padre en las costas africanas. Pasó entonces lo único que hay peor que la muerte: la desaparición. Su madre seguía esperando verlo entrar en casa cada noche. Fue entonces cuando la sombra de viajar a la capital en busca de algo mejor se hizo cada vez más grande en su mente, le pesaba mucho la tristeza, y llegó un momento en el que no pudo soportarlo.
—Pues aquí está el agua fresca y unas aceitunas, por si te entra el hambre. Cuando quieras empezamos –dijo el hombre tendiéndole el libro de portada azul con el pequeño príncipe dibujado en blanco.
—Lo primero que viene es la dedicatoria—comenzó Bus a leer—: «A Leon Werth: Pido perdón por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor es capaz de entenderlo todo, hasta los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona mayor vive en Francia, donde pasa hambre y frío. Verdaderamente necesita consuelo. Si todas esas excusas no bastasen, bien puedo dedicar este libro al niño que una vez fue esta persona mayor. Todos los mayores han sido primero niños. (Pero pocos lo recuerdan). Corrijo, pues, mi dedicatoria: A Leon Werth cuando era niño».
—Lo que yo te dije, no es para niños, pero la gente cree que al llevar el título en diminutivo ya es para los pequeños… En fin, sigue, sigue.
—«Cuando yo tenía seis años vi en un libro sobre la selva virgen que se titulaba Historias vividas, una magnífica lámina. Representaba una serpiente boa que se tragaba a una fiera. En el libro se afirmaba: ‘La serpiente boa se traga su presa entera, sin masticarla’».
Y las letras del príncipe viajero van llenando la tarde de recuerdos, de ensoñaciones y de
calma.
—Pero qué suerte he tenido, madre mía, qué suerte…
Es lo último que dice el indiano antes de caer en el sueño que acostumbra a reposar cada tarde después de la comida.
Bus detiene la lectura, posa el libro boca abajo sobre la mesa camilla cubierta con floreadas faldas hasta el suelo y con un tapete de ganchillo bajo el cristal redondo. No llevan ni tres cuartos de hora con la lectura y se le ha dormido el público, mal comienzo, piensa. Se levanta para estirar un poco las piernas. La sala en la que se encuentran está tan llena de cosas que le produce cierto agobio, él está acostumbrado a tener lo básico, nada de adornos ni recuerdos de ningún tipo, así que aquel cúmulo de objetos sobre los muebles antiguos le da una sensación de ahogo que reprime saliendo del cuarto y moviéndose por el resto de la casa.
La cocina es muy pequeña y aunque ordenada, la vejez del inmueble se deja sentir en los azulejos amarillentos, algunos de ellos rotos o incluso ausentes. Hay después un baño diminuto y a continuación el dormitorio con una cama de matrimonio cuyo colchón está hundido únicamente por uno de los lados. Bus piensa que es la huella que deja el peso de la soledad. La colcha de flores en tonos azules y verdes se confunde con el papel que cubre las paredes de enormes medallones con colores cuyo tiempo de esplendor quedó atrás hace muchos años. En la mesilla de noche hay un transistor antiguo, un reloj de enormes números negros sobre fondo blanco, un juego de llaves, varias monedas sueltas y la cartera, de la que asoman un billete de veinte euros y uno de cinco.
A los pies de la cama hay una butaca baja tapizada a juego con la colcha de la cama, sobre el apoyabrazos reposan una camisa y unos pantalones milimétricamente colocados que parecen esperar el momento de incorporarse a la vida fuera de aquellas paredes.
En el estrecho pasillo una grieta recorre el techo de un extremo a otro dejando un intrincado camino de ramificaciones a su paso, y Bus piensa en el río Silvera (que da nombre al pueblo) y sus afluentes. Vaya mente loca que todo lo que ve lo vuelve recuerdo.
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