
Hace algunos años paseaba por el Callejón del Oro, en el Castillo de Praga. No pude, en aquel entonces, advertir cuánta pasión llegaría a sentir por la alquimia. No pude, ni siquiera, sacarle demasiado provecho a mi visita a la casa con el número 22 (morada de Franz Kafka, hoy convertida en librería). Aplastada por la apabullante multitud y la escandalosa venta de souvenirs de poca monta, mi interés en buscar pociones prohibidas y viejos manuscritos tramados por mentes ocultistas no pasó de ser una oda al desencanto (o, mejor dicho, una oda al pisoteado —por las circunstancias— encanto de buscar lo ignoto). Quizá, de haberme hallado en solitario, podría haber captado con mayor precisión la intimidad y el misterio ocultos en la pequeña vivienda del célebre escritor. De estar solas habría, tal vez, buscado desesperadamente el borrador de Metamorfosis para tratar de explicarme por qué el amor, una mañana, en mi cama, había despertado convertido en escarabajo.
No obstante, como no soy persona que se quita el sombrero ante las memeces de la «civilización», pocos días después, una noche —de incógnito, desde luego— regresé al Callejón del Oro. Necesitaba con urgencia encontrar la fórmula mágica, pero no precisamente aquella con la que siglos atrás se buscaba transformar los metales en oro, sino otra: esa que convierte a un insecto, de nuevo, en amor.
Caminé por la oscura callejuela sin reparar en la pozoña del frío viento de enero sobre mi piel. Pasé de largo por el número 22 (el alma de Franz dormiría a esas horas, ¿para qué despertarla?). Y llegué a una antigua bodega (una de esas descritas en cualquier texto sobre magia). La diminuta puerta del inmueble se abrió no más empujarla. Entré. Con la luz del móvil, a tientas, bajé por una angosta escalera que conducía a un sótano. Y no tuve que dar más de tres pasos para encontrar lo inesperado: allí, sentada sobre un arca polvorienta, estaba la mentira. Su mirada era desafiante. «¿Eres idiota? ¿No ves que hasta ellos, los grandes alquimistas que fabricaron oro, olvidaron la fórmula del amor eterno?» preguntó, irónica, la muy asquerosa. Y entonces tuve que matarla. Tuve que cortarle la cabeza de cuajo para regresar a mi cuerpo. Al cuerpo de mi amante. A nuestras vidas. Era así de simple la fórmula kafkiana.
@ Rosa Marina González-Quevedo
Diciembre de 2009
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Me encanta 💃💃