By Lucas Corso
Si voy a morir, moriré cuando llegue el momento. Como me parece que aún no es la hora, comeré porque tengo hambre. Epicteto.
Resulta que hay dos vidas, la que ocurre a su alrededor y la que tiene lugar en su cabeza. La primera, de vivirla irresponsablemente, lo podría matar. La otra también. Tan importante es lo que hacemos como lo que pensamos. Hay ya décadas amontonadas una encima de la otra llenas de estudios e investigaciones acerca de cómo vivir una vida lo más larga y saludable posible. Deporte, comida sana, buenos hábitos en general; eso es lo que, con su pizca de buena suerte, le pueden conducir a uno a una vejez apacible. Eso y una buena pensión, claro, aunque para esto último los estudios no son tan halagüeños, pues da igual lo que usted haga: si tiene menos de cuarenta años es más que probable que no tenga ninguna. De modo que haga lo que le dé la gana, que lo mismo para eso de la vejez apacible ya vamos tarde.
Quizá con menos estudios al respecto y más recientes en el tiempo, la otra pata de esta mesa tan peculiar que es la vida es la que tiene que ver con esa otra vida interior, la que como decíamos ocurre en la cabeza de uno, la que tiene que ver con sus ideas y, sobre todo, sus pensamientos. O con la cantidad de ellos que dedicamos a cosas que, quizá, no merezcan tanto. El pensamiento excesivo es la antesala de una obsesión, y a partir de ahí todo es cuesta abajo, por lo que parece que merecería la pena no cruzar ese umbral. Y cómo no va a tener uno la cabeza como una jaula de grillos con la que está cayendo, se preguntará más de uno. Esa es la pregunta del millón, amigos. Si yo tuviera la respuesta, es probable que también tuviese el millón. Pero lo que sí puedo decirles es que hace ya unos cuantos siglos comenzó un movimiento que, en esencia, lo que hizo fue agujerear esa jaula para dejar salir a los grillos. O lo que es lo mismo: les comenzó a importar todo un huevo.
Zenón de Citio vio cómo su barco se hundía con la mayor parte de su riqueza, allá por el doscientos y pico antes de Cristo. Parece ser que lo único que alcanzó a hacer ante aquella visión estremecedora fue lo que, para muchos hoy, es el primer paso para acallar a los grillos en la cabeza: encogerse de hombros. Arruinado, se fue para Atenas y allí, debajo de un pórtico, fundó su escuela de pensamiento: el estoicismo. A lo largo de los siglos, los estoicos han sido unos profesionales en lo que a encogerse de hombros se refiere. Han tenido menos deseos que posesiones acabó teniendo Zenón de Citio, le han dado la importancia justa a los problemas que fuesen apareciéndoseles por el camino, lo que viene a ser casi ninguna. Han abrazado el futuro conforme iba viniendo sin prestar atención a si este era bueno o malo porque para ellos no existía ni lo uno ni lo otro; eso eran tan sólo percepciones de las que se despojaron tan rápido como de sus preocupaciones. En otras palabras: las cosas no son buenas ni malas, simplemente son. La opinión que se tiene de ellas es lo que genera la angustia que nos corroe, lo que se cuenta a usted mismo sobre las cosas es lo que le provoca sufrimiento. No se cuente nada y vívalo. Quizá le duela, pero no sufrirá.
¿Quiere eso decir que la respuesta a todos nuestros problemas está en el estoicismo? O lo que es lo mismo, ¿en encogernos de hombros y dejar que nada nos importe? Y yo que sé, oiga. Me importa bien poco. ¿Quién decide lo bueno y lo malo sino nosotros mismos? ¿Quién decide la importancia que tienen las opiniones de los demás sino nosotros? ¿Por qué debería importarme que alguien piense que soy un resabido, un listillo, al escribir esto? ¿Va a hacerme eso más feliz? ¿Va a pagar mis facturas a final de mes? Evidentemente no, pero aun así continuamos dándole una importancia excesiva al entorno y sus opiniones, sus acciones o accidentes, adelantándonos en ocasiones e imaginando consecuencias sobre hechos que todavía no han tenido lugar. ¿Va a solucionarle a alguien la vida el que todo le importe un huevo? Lo dudo muchísimo, pero dar una importancia relativa a nuestro entorno y a todo lo que se mueve en él puede ayudar a llevar una vida no más fácil, pero puede que sí más sencilla. Dependerá de los problemas en cuestión, claro. Que se te muera un hijo no es cualquier cosa, y sin embargo es probable que todos conozcamos a personas con vidas dramáticas a cuestas que, viéndolas cómo viven, nos hacen preguntarnos cómo lo hacen. Seguramente preguntándose menos cosas acerca de ellas mismas que nosotros.
Dejar de preocuparnos por todo aquello que escapa a nuestro control no es fácil, pero es un primer paso al que aspirar. No es lo que a uno le pasa, sino el cómo se lo toma. Pueden ocurrir cosas horribles en cualquier momento, o quizá no. Pero si no es algo con lo que lidiar ahora, es mejor dedicar el tiempo a otra cosa antes que pensar en ellas. El pensamiento excesivo es lo que nos impide vivir. Piénselo bien y dedíquese a otra cosa. Su yo del futuro se lo agradecerá. O tal vez no. Qué más da.
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Mi yo del futuro… Un abrazo Juan