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FOTOGRAFÍA by Quirico Molina

—Me gustaba fotografiar árboles, capturar los detalles impresos en cada tronco, sus pieles rugosas, duras y ásperas de seres prehistóricos, los últimos antiguos.  A menudo, bajo su abrazo protector  crecían los jóvenes retoños de corteza lisa, verdosa y blanda. A uno de ellos le hicimos un tatuaje, un corazón con nuestras iníciales.

Nuestra vida era semejante a las ramas, intrincados cruces y laberínticos caminos que transportan la vida hasta el último y más alejado ápice. Nadie fotografía los tallos, la maraña, la espesura. Nosotros la eludíamos también en nuestros silencios de bosque callado.

¿Y las hojas? ¡Qué maravilla! Eran su temática preferida. Capturan las caricias de los rayos del sol, y fermentan los tonos verdes hasta transmutarlos en ocres, rojos y oro. Luego cuando las agujas del tiempo señalan la hora, se desprenden convertidas  en una lluvia cromática, en una alfombra crujiente, con olor  a musgo, setas, tierra húmeda y soledad.

Lamento las fotos que nunca le hice a ella. Ahora el tiempo decolora los recuerdos, caen al suelo como hojas marchitas y se disuelven como si nunca hubiesen existido  —se queja, entre sollozos.

—Tranquilízate papá, te he traído un retrato para que hagas memoria —la mano le entrega un marco con una imagen de color sepia— ¿La reconoces? Es mamá, Elena, tu esposa.

Mario contempla la foto, un telón de olvido se desliza y surge el bosquecillo de abedules, recuerda que estrenaba el trípode, y que grabaron un corazón en la blanca corteza de un árbol. En la instantánea se distinguen claramente las iníciales E. M. Elena y  Mario.

—Pero dime hija ¿Quién está junto a tu madre?

Q.M.

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