viernes, abril 26 2024

 Hipermetropía by Paula Castillo Monreal

El recuerdo es vago, pero veo a una niña que prefiere mirar borroso.

Los pasillos eran anchos y silenciosos, pabellones unidos por galerías acristaladas. No se hablaba. Si no te preguntaban, no se podía hablar. Los sonidos reducidos al arrastrar de las suelas de los zapatos sobre las baldosas de barro pulidas. Recuerdo una puerta grande y un edificio de ladrillo con una torre que terminaba en punta. Las campanas tañían mientras la explanada se llenaba de niñas de negro como yo. Era sobrecogedor.

Para entrar tenía que subir unas escaleras muy altas de piedra blanca. El abrigo era tan largo que me lo pisaba al subir cada escalón. Si miraba fijo, de frente, la escalera desaparecía. Solo si llevaba los ojos al cielo y los bajaba despacio, volvía a aparecer. Enfocaba y desenfocaba la imagen, me gustaba jugar. Otras veces, me ayudaba de los dedos índice y pulgar, como si fueran pinzas, para mantener los ojos muy abiertos. Así distinguía contornos y formas dentro del mundo borroso que se mostraba ante mí.

Y descubrí que existía, que podía ver o no ver a mi antojo, que era singular.

Aquel día, cuando mi madre me dejó frente a la puerta partida en dos, le dije adiós con la mano y sentí esa melancolía rara que trae la soledad.  Una monja, también vestida de negro, me condujo a un patio donde había unos letreros muy grandes con el número y la letra de cada curso. Me quedé allí, de pie, en la fila que se estiraba al otro lado del cartel de letras rojas: Párvulas A. El silencio del patio pesaba demasiado; fueron horas con los brazos extendidos para mantener la distancia con la niña, que más alta que yo, tenía un puesto adelantado en la línea. Así nos enseñaron a colocarnos: las más altas precedían a las más bajas. Detrás de mí, dos niñas cerraban la fila.

Después de un mes en el que practiqué mi habilidad para leer y escribir, un día nos dieron una hoja en blanco para dibujar un árbol. Dibujé el árbol al que estaba acostumbrada: el de la casa de mis abuelos en el campo. Allí, a la sombra del castaño, me sentaba los veranos con mi abuelo que me enseñó a partir piñones y mancharme las manos de negro, y la cara, y el vestido. Recuerdo que también me enseñó a caminar descalza, y que no lloraba, aunque se me clavasen las acículas de los pinos.

Al entregar mi árbol a la hermana, un caramelo envuelto en papel de celofán dorado llamó tanto mi atención, que dejé el dibujo sobre su mesa y me guardé el caramelo lo más rápido que pude en el bolsillo del babi. Inmediatamente sentí como su mano leñosa me sujetaba del brazo. Y de pie, con toda su estatura sobre mí, tiró hacia abajo hasta ponerme de rodillas.  «¿Qué se ha guardado usted en el bolsillo?» me preguntó. No le contesté. La miré y tuve miedo de sus ojos amarillos y labios morados. Con la mano del brazo que me dejó libre, saqué el caramelo del bolsillo, y se lo di. El aula derramaba silencio, y el celofán sonó a trueno. Me dejó de rodillas y me ató las manos con una cuerda verde como la que usaba mi madre para tender. Me paseó por el resto de las clases para que todas las niñas me vieran. Atada y mostrada por robar. No lloré ni dejé de mirar de frente. No bajé la cabeza ni me encontré con los rostros de burla. Dejé de verlos. Si enfocaba la vista sobre el crucifijo que colgaba en la pared frente a mí, las caras se desdibujaban, se quedaban sin rasgos. Convertidas en gotas minúsculas de agua, desaparecían. Yo las hacía desaparecer.

No se lo conté a mi madre. Cada día que entraba por el portón partido en dos, dejaba mi vista fija en un punto, y todo se convertía en humo. En ningún momento de los tres meses que estuve asistiendo al colegio de las Franciscanas de Montpellier, pronuncié palabra alguna. Estaba allí y me había convertido en un rumor que venía desde dentro.

Mi madre no se enteró hasta que se lo contó Palmira, la vecina. Su hija, de la clase de las mayores, me había visto aquel día con las manos juntas y la cuerda enrollada alrededor de las muñecas. Tuve que explicárselo todo a mi madre. Le dije que no me había importado, que no pasaba nada, pero me sacó del colegio gritando. Le dijo a la directora que eran un atajo de desgraciadas.

Después de aquello me graduaron la vista y confirmaron que tenía hipermetropía infantil grado tres, y estrabismo.

3Comments

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  1. 1
    Carlos Usín

    Como siempre, me encanta lo que escribes. Y además, me has hecho recordar lo delicioso que fue estudiar en un colegio de curas durante 12 años.
    El primer día de colegio, me dije a mí mismo: «tranquilo. Sólo te quedan 12 años y esto se acabó».
    Entre medias, a los once, terminé con principio de úlcera de estómago.
    ¿No he dicho que fue delicioso?

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