
Imagen tomada de Pinterest
Cuando pienso en ella no lloro ni caigo en brazos de la tristeza; al revés, sonrío al reconfortante regocijo de cariño que me crece dentro al bucear en una memoria colmada de momentos intensos, de enseñanzas, de ella. Sonrío mientras el pecho me desborda de satisfacción al pensar que existió, que la tuve, la disfruté, la quise… y fue mi abuela.
En este mundo nada es estanco, nada es para siempre. Es ley de vida y lo asumimos; al nacer ya sabemos que erraremos sobre en un camino de pérdidas. Sólo hay una cosa eterna, el sentimiento de amor que seamos capaces de sembrar en los seres que un día nos rodearon. Eso es lo único real, lo único autentico. Es incorpóreo, intangible, no se huele, no se oye; pero es tan fuerte que todos los ejércitos del mundo no bastarían para destruirlo ni robarlo. Ninguna fortuna sería capaz de comprarlo ni crearlo. Y de esa eternidad, de ese “siempre”, mi abuela lo tiene todo.
Pienso, repaso, analizo, y por más que estire la memoria no encuentro ni una sola persona que no la recuerde con ternura. Porque ella, Leoncia Genara Galdón de García, para la Historia es tan sólo el dato de un archivo y el nombre de una lápida; alguien más que pasó y jamás poseerá biografía editada ni monumento en plaza pública. Sin embargo, los que la vivimos sabemos que en un mundo regido por el valor de la esencia, Leoncia Genara sería mencionada en todos los textos históricos, los museos se disputarían sus pertenencias y los pintores desesperarían por inventar los colores capaces de reproducir la luz que emanaba. Pues ella fue, emperatriz de la comprensión, reina de la empatía, sacerdotisa de sabiduría. Ella fue una amazona defensora del amor, faraona de la capacidad de sacrificio. Ella fue el alquimista siempre hábil de extraer el lado bueno de las personas o el mago capaz de enternecer el corazón más duro con su actitud. Ella fue, es, y será, para los que la mantenemos viva en el corazón: un ser especial, una gran mujer.
Es curioso como el sentimiento se empodera en el recuerdo. Vi a mi abuela la noche anterior a que alzara el vuelo. Estaba viejecita, consumida por los años, casi sin luz. Sin embargo, no es esa imagen la que me visita en sueños. No, la que acude a mi pensamiento regresa joven: su piel es tersa, radiante, y sus ojos brillan como solo sabe hacerlo el amor. «¿Por qué mi mente la atesora de ese modo? ¿Por qué siempre me retorna lozana?», me lo he cuestionado mil veces. Hoy, de repente y sin pretenderlo, creo que he encontrado la respuesta: mi abuela vuelve joven porque nunca dejó de serlo. Porque la juventud no reside en la firmeza de la piel sino en el terciopelo del alma, en la inocencia. Una inocencia que sobrevivió a los embates de la vida y, ni los desengaños, ni las mentiras, la guerra o los juegos sucios de la muerte, fueron capaces de empañar ese cristal transparente de bondad.
«¿No llores porque acabó, sonríe porque sucedió?» aconsejaba García Márquez. Y eso quiero hacer hoy, en su aniversario: sonreír porque existió. Ella me dejó toda una vida y me regaló una mirada cargada de cariño la última vez que la vi. Por eso, hoy, quiero pedir una sonrisa. A ti que me lees y por unos momentos has sentido conmigo, si este texto te ha arrancado alguna lágrima, sécala y sonríe. Con ello, allí donde esté, le estaremos acariciando el alma. Le estaremos demostrando que, aun después de irse, sigue logrando aquello para lo que vivió: hacer feliz a los demás.
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Add yoursYo también recuerdo a los míos con cariño, aunque ninguno de ellos compartieran conmigo sus caramelos Wether’s Original.