
Nadie sabe cómo habían llegado allí; se encontraban en ese lugar desde siempre, desde que la Diosa Tierra, en sus continuos devaneos con otros dioses, héroes y reyes, había engendrado al resto de las criaturas que regían los destinos de los hombres.
Habían creado un imperio de hombres libres, altivos y hermosos, de piel morena y rasgos agraciados. Tenían la estirpe propia de los hijos de los dioses, y éstos les habían regalado una tierra próspera, de buen clima, cielo azul y soleado, con una temperatura uniforme de inviernos suaves y veranos cálidos.
Estaba situada al oeste de las columnas de Hércules, en mitad del océano; una tierra lo suficientemente alejada de otras costas para evitar incursiones guerreras con sus vecinos pero a la vez relativamente próxima como para mantener relaciones comerciales con ellos. Y gracias a su supremacía marítima habían sido capaces de construir un imperio comunicado por sus grandes naves y que llegaba a los confines del mundo conocido. Se autodenominaban los “Hijos del Mar”.
Habían culturizado todo el poniente y luego habían avanzado hacia el este por un mar estrecho y conocido a pueblos como los tartesos; habían llegado a ciudades como Gadir y estableciendo relaciones con su rey Habis, con los Foceos en Aegitna y Naucratis, con los micénicos, los etruscos y los carios.
A todos ellos les enseñaron sus divinidades y el culto a los antepasados. También les enseñaron la construcción con piedra y el tratamiento de esta para hacer edificaciones perdurables en el tiempo. Incluso a los más orientales, un pueblo de la zona más lejana, recorrido por un gran rio que discurría de sur a norte, le enseñaron la construcción de pirámides y el respeto a los muertos.
Era un imperio sólido, pero cómo habían logrado serlo era una incógnita, o, dicho de otro modo, era el secreto mejor guardado del mundo.
La prosperidad, el triunfo, la abundancia y la afluencia eran sus características como pueblo o nación. Vivían una existencia regalada y feliz. Muy atrás en el tiempo, tanto que ya no lo recordaba nadie, habían quedado las guerras intestinas y las rivalidades que asolaron su tierra durante generaciones pero, de pronto, todo cambió con el nuevo orden.
Llegaron unos forasteros huyendo de una guerra en los restos de un barco a punto de zozobrar, exhaustos y al borde de la muerte. Eran unos veinte sacerdotes que transportaban algo muy valioso y que les cambió por completo su forma de vida, la forma de ver el mundo, las relaciones entre ellos y con los demás pueblos vecinos.
Al principio, los Hijos del Mar, no entendían de qué se trataba, no comprendían el empeño y el cuidado que tenían esos hombres convertidos en espectros, delgados y barbudos, con la piel abrasada por el sol y el salitre, las bocas llagadas y las manos temblorosas por el miedo y la penuria. De nada les sirvió comunicar por señas su situación, no se hicieron entender. Solo vieron que sus salvadores eran gente pacífica que no les harían daño, que les acogieron y cuidaron, salvaron sus vidas sin pedirles nada a cambio, por el propio altruismo de las gentes del mar, que siempre atienden a los náufragos.
Aun así, y aunque les recibieron con los brazos abiertos, estos extranjeros no confiaban en ellos porque algo guardaban y escondían que era extremadamente valioso y por eso se comportaban de un modo extraño, incluso suspicaz.
Después de mucho tiempo, estos extraños sacerdotes habían hecho un templo en lo más recóndito del territorio. Así, algo que empezó como un chamizo, gracias a los conocimientos arquitectónicos y al manejo de la piedra de los lugareños se convirtió en una sólida y firme construcción, con columnas y muros, frisos y una cripta donde, tras una ceremonia privada, los sacerdotes extranjeros escondieron algo lejos de las miradas indiscretas de los Hijos del Mar.
Pronto, esos sacerdotes se integraron en la nueva sociedad e incluso desplazaron las creencias primitivas de este pueblo marinero. La gente empezó a rendirles culto y a llevarles presentes, a pedirles dádivas y consejos, a solicitar consuelo en el dolor y la enfermedad. Las mujeres se acercaban para conseguir marido, para ser más fértiles, para que sus hijos creciesen sanos. Y los hombres les buscaban para mejorar las cosechas, encontrar más pesca o proteger sus rebaños y animales.
Nadie sabía cómo esos sacerdotes, esos hombres extranjeros, lo conseguían, pero lo cierto es que así era. Proporcionaban todo aquello que se les pedía.
Con el tiempo la prosperidad llegó a todos los rincones del territorio. No fue necesario hacer más guerras, no eran necesarios más esclavos, el trabajo era una alegría sin padecimientos ni sinsabores. Los rebaños crecían al igual que los graneros, las gallinas ponían huevos varias veces al día, las vacas y resto de animales de granja parían dos veces al año y el agua de los pozos nunca se secaba a pesar del gasto que se hiciese.
Solo había que vender todos esos productos a los otros pueblos vecinos, que, ávidamente, esperaban las mercancías. Para ello cada vez construían más barcos y más grandes, y establecieron colonias en los confines de su mundo. Pronto, su cultura se desarrolló por todo el orbe conocido.
Pasaron los años y los sacerdotes fueron envejeciendo y algunos de ellos murieron. Intentaron buscar nuevos aprendices e inculcarles sus creencias pero era muy difícil, porque una sima cultural les separaba: aunque se habían integrado perfectamente en el nuevo mundo, algo muy sutil los diferenciaba.
Seguían haciéndole la vida más cómoda al pueblo que les había acogido antaño, consiguiendo todas sus peticiones, logrando que fueran cada vez más ricos, prósperos y felices.
Solo había un problema: el único sacerdote que quedaba del grupo original se había convertido en un venerable anciano, encorvado como un sarmiento por el peso de los años y medio ciego y sordo. No había tenido más remedio que aceptar a dos discípulos y los estaba instruyendo lo mejor que podía, pero no estaba seguro de sus progresos. Aquellos muchachos tenían una mente mercantilista, muy alejada del altruismo que trataba de inculcarles; solo pensaban en el beneficio personal sin darse cuenta que no necesitaban nada a cambio de sus prácticas y dádivas.
El sacerdote no tuvo más remedio que enseñarles el secreto guardado durante tantos años por todos sus compañeros, aquellos que, poco a poco, habían ido muriendo en esa tierra extranjera. Aquel era el secreto que había motivado la fuga de su patria, hartos de ser partícipes y cómplices de conjuras y traiciones. Todo lo peor del ser humano se había confabulado contra ellos y la única forma que vieron para solventarlo fue alejarse lo más posible con la fuente de su tesoro.
Pero, ¿cuál era esa fuente? ¿Qué mina escondían en lo más profundo de la cripta del templo?
Efectivamente, era una mina: la más grande jamás concebida por el hombre.
Estos sacerdotes habían venido desde muy lejos, de los confines del mar conocido; una tierra al este, donde nacía el sol, una península de hombres sabios, libres pero belicosos, que vivían en ciudades estado y tenían unos dioses creadores del mundo.
La Tierra surgió del Caos y pasó a llamarse Gea y así se unió con Urano y nacieron los Titanes y los Cíclopes; posteriormente Urano escondió a los cíclopes en el Tártaro, en la profundidad del vientre de Gea y eso originó el conflicto entre ambos. Cronos, descendiente de los Titanes, derrotó a su padre Urano y se casó con su hermana Rea: así aparecieron Eros, Zeus y Afrodita y engendraron al resto de los dioses.
Un día Zeus rompió el cuerno de una cabra jugando y para resarcirla le dio todos los dones del mundo. Así había comenzado la leyenda mas extraordinaria. Su gran secreto era la Cornucopia o Cuerno de la Abundancia, el cuerno de la bestia a la que Zeus había premiado con una fuente eterna de riquezas; en un principio eran solo alimentos, pero con el tiempo se fueron incluyendo allí las peticiones de los hombres, como amor, fortuna, éxito, y todo lo imaginable que los humanos pudieran pedir a los dioses.
Habían depositado el preciado cuerno en lo más profundo de una gruta natural en lo alto de una montaña, cerca del Olimpo, la residencia de los dioses, y toda la vida la habían dedicado a su guarda y custodia, y a hacer que los visitantes viesen cumplidas sus súplicas. No habían necesitado nada más. Anteriormente, durante generaciones, se habían envuelto en guerras espantosas por el control de aquel cuerno y eso era precisamente lo que les había motivado a abandonar su tierra y huir lo más lejos posible, al otro extremo del mar conocido, más allá de las columnas de Hércules para buscar un nuevo pueblo en otro confín que fuese más digno de su conocimiento.
Fue muy fácil para los sacerdotes extranjeros ganarse a los Hijos del Mar. Primero empezaron con curaciones milagrosas, luego con parabienes económicos, más tarde, las mujeres empezaron a consultarles todo ya que en esa sociedad matriarcal, la matrona era el centro, como en la naturaleza. Así llegó la prosperidad a los hogares; y con el tiempo la mayoría de esas gentes, en algún momento de sus vidas, habían pasado por el templo, todos se habían beneficiado del cuerno en mayor o menor medida. El acierto de los sacerdotes había sido, precisamente, dar a cada uno una medida de lo que pedían, dosificar en pequeñas cantidades la fortuna que habían repartido. Nunca jamás se habían excedido, sino todo lo contrario; habían conseguido el arte de dar un poco menos de lo imprescindible para tener siempre al pueblo bajo su control. Era justo lo contrario que habían tenido en su tierra; habían aprendido a mantener a raya a los poderosos, convirtiéndose ellos mismos en la clase dirigente, aunque en la sombra.
Pero ahora todo se desmoronaba: sus aprendices no estaban a la altura, no conocían los entresijos del poder ni la codicia de los hombres. Pronto se convertirían en déspotas o, peor aún, en marionetas de tiranos sin escrúpulos.
Y entonces fue cuando murió el último sacerdote. Pasaron unos años de aparente normalidad en que se mantenían las dádivas de una forma normal y equitativa pero, de forma gradual, fueron los propios aprendices quienes empezaron a pedir para ellos mismos. Primero ropas suntuosas, luego oro para comprar un palacio que rivalizara con el de los principales ciudadanos; más tarde llegó el turno de las mujeres, se encapricharon de las más hermosas y esbeltas pero, cada poco tiempo, descubrían a una más atractiva que la anterior. Y así los dones se convirtieron en un capricho. Y muy pronto llegó la rivalidad y la tensión entre ambos aprendices.
Primero organizaron bandas rivales para custodiar el templo y el cuerno, temiendo que solo uno de ellos obtuviese su pleno control. Luego pertrecharon grupos de soldados y, finalmente, organizaron auténticos ejércitos, que libraron encarnizadas batallas por la posesión del cuerno.
Para tener a amplios sectores de la población aliada a su favor, les colmaron de riquezas y de bienes, con lo cual aparecieron los primeros desequilibrios entre el pueblo. Los más codiciosos lo poseían todo y se comportaron como los nuevos amos, exigiendo cada vez más a los dos incompetentes sacerdotes.
En muy poco tiempo, la vida idílica que habían mantenido durante muchos años desapareció y fue sustituida por un infierno de rivalidades, muerte y caos. Pronto, los pueblos vecinos se dieron cuenta del desgobierno y empezaron a asaltar las ciudades que habían fundado y eso hizo que empeoraran las cosas todavía más. Ya no era una tierra segura, ni dentro ni fuera de sus fronteras.
Contrataron ejércitos de mercenarios para defenderse y atacarse en una guerra civil totalmente declarada de todos contra todos, también amenazada por los pueblos vecinos. A su vez, estos ejércitos de mercenarios se convirtieron en hordas independientes que solo buscaban el saqueo y pillaje. Auténticos señores de la guerra se comportaban como reyezuelos exigiendo tributos a los pobres ciudadanos y peleando entre sí en un continuo baño de sangre.
Continuará mañana (y termina este relato corto)