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Lunas de Lantano —20 by Félix Molina

20. Habla lengua de bronce y habla lengua de ave  

Aquella noche el mar sí tuvo sueño, quiero decir que no se despertó, porque el piloto del Boeing que nos llevaba al Aeropuerto de Ezeiza enderezó bien el vuelo tras su paso por las cordilleras y se agachó como debía a la altura de Buenos Aires, sin necesidad de amerizajes forzosos. Solo el brusco revolcón del pasaje a veinte minutos de Ministro Pistarini le llevó a indagar a Juárez sobre mi persona con un Litti ya despierto (o activo, como sus cámaras) y violentamente volcado en el omoplato del otro.

—¿Y Carreter?

—Cualquiera sabe, Roberto. La policía no descansa.

—No, pero te digo ahora. Lo tenía acá al lado, hurgando en mi memoria de Inés.

El italiano mostró esa cara de extrañeza que en mi imaginación de estudiante –y luego de docente– yo le atribuyo al maestre de campo Garcilaso cuando se encarama en los palos de una escala que sube una torre en Le Muy, Francia, y no acierta a esquivar con su escudito el pedrusco enemigo que lo somete al más oscuro foso de todos, mientras recuerda, quizá, un endecasílabo y el cielo de Málaga que dejó atrás al embarcarse hacia algo que al final resulto su Leteo.

—Callá, Juárez, yo no lo he vuelto a ver desde que dejamos el Cerro.

A Litti le gustaba incurrir en argentinismos. Su acento de pizza, violentado, se aromaba entonces de choripán, era como el descenso que el hablante culto se trabaja con el taco. Con eso acentuaba aún más su sorpresa.

—Estaba aquí, botarate, entre tu codo y el mío. Fue a fijarse en que tenía la novela en las manos —Juárez nadaba más en las aguas de los traductores de Tintín cuando quería insultar, por lo escuchado.

— ¿La ha leído?

—En verdad te digo, mameluco, que tu sueño es profundo como el agua de un pozo —tampoco escatimaba la Biblia para el insulto el hombre—. Para mí que la ha leído entera el cabrón… En cuanto llegue al Cerro la reintegro a la biblioteca de Inés.

Ya me gustaría a mí ser, no ya Garcilaso, sino el mismísimo Cervantes para pasar por encima de este episodio con algo como estas y otras más cosas pasaron entre Roberto Juárez y Eliseo Litti mientras descendían por la escalerilla del avión y abrir otro capítulo con la del alba sería, pero, por más que no estuviera presente en efigie (me despisté de los dos tras las turbulencias y regresé a la omnisciencia), no pude menos que seguir a la pareja por el recorrido de suburbanos bonaerenses, envueltos en la ceniza del trajín, que los llevaba al autobús más directo a la laguna besada por los montículos de Lunas de Lantano.

Cuántos momentos de ese trayecto entre los pensamientos del mexicano. Inés y él, vaciando cocacolas compartidas y rebuznando versos de Rimbaud o de Apollinaire (leídos en un francés del Distrito Federal), de Heine, de Pizarnik. También de Pizarnik. Y ella con esa mirada entonces tan seria, con esa pausa de estatua sobre un campo de cruces y de cieno, con ese vómito de algo negro, de una oscuridad voraz, que no podía ser solo el único líquido cuya fórmula es aún secreta, a pesar de siglos de espionaje y de mercadotecnia.

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