Espero a Amo; seguro que pronto vendrá. Este lugar desprende su olor, aunque también hay otros. Recuerdo cuando me sacó de la calle. Para entonces, yo ya estaba hecho a aquella vida: pura supervivencia en busca de un bocado entre la basura de los humanos. Queda algún recuerdo, cada vez más lejano y vago, de cuando era un perrillo. De cuando me hacía el dormido –enroscado en aquella cesta de mimbre– y, a hurtadillas, subía las escaleras y atravesaba el umbral de la puerta para recostarme a los pies de su cama. Aquella niña me quería; me puso un nombre cuyo sonido he olvidado, pero ante al que aprendí a responder como un resorte. Era menuda, de manos delgadas con las que me acariciaba, paciente, en la nuca y el pecho.
Crecí rápido hasta alcanzar mi envergadura, que no es poca. Supongo que es lo que tiene ser un dogo alemán. Atento, solía erguirme y mantener las orejas enhiestas ante cualquier ruido. Entonces se ponía a mi lado, su rostro apoyado sobre mi cruz. Así pasaban los minutos, sin que ninguno se moviera más que lo necesario para respirar.
Un día, en el que el calor hizo que mi lengua colgara más de la cuenta, dimos un largo paseo. Me llevaron los Amos Grandes. La pequeña se marchaba en una de esas ruidosas máquinas. Apenas vi sus ojos, escondidos tras miradas esquivas, pero me parecieron tristes y sin luz. Después, los perdí de vista. O tal vez me perdieron a mí. Durante un tiempo caminé perdido, el rabo entre las piernas, con la eternidad y mi sombra por castigo. Deambulaba ausente, buscando porqués a mi soledad. Algo que explicara qué es lo que había hecho tan mal.
Retuve su maravilloso aroma, a hierba fresca, hasta que mi nueva realidad me acostumbró a otros más intensos, más oscuros. Algo tuvo de bueno el cambio: recuperé mi instinto perruno que hasta entonces languidecía –torpe e innecesario–. Me volví rápido y fuerte; agucé mi perezoso oído, afiné mi acomodada trufa y empecé a enseñar los dientes. Aprendí a gruñir, hosco y malencarado; a moverme rápido para atacar o retirarme, según terciara el lance. Ágil y delgado –por pura necesidad–, encontré la forma de pasar inadvertido y sobrevivir.
También entendí que era sensato desconfiar de los humanos. Muchos me miraban con simple curiosidad; acaso les llamaba la atención que un can tan grande estuviera solo. Para otros no era más que un elemento más del paisaje que, indiferentes, contemplaban. Por las noches, la gente grande de las calles –que despedía un tufo fuerte, denso y peligroso– era mi única compañía. Los había que, con grandes voces y movimientos torpes, compartían su frugal alimento conmigo. No pocos, en cambio, me engañaban para que bajase la guardia y, al acercarme, me propinaban puntapiés y perseguían hasta que, aún dolorido, me escabullía en la oscuridad.
Una calurosa tarde en la que dormitaba en un descampado –presa de un sueño inquieto y febril–, me encontró. Desprendía un curioso olor, como una suma desordenada de flores de primavera. Sin apenas fuerzas para defenderme, cerré los ojos y me dejé hacer. Me llevó; me acogió. Se convirtió en mi nuevo Amo.
Tuvo paciencia mientras me recomponía e investigaba mi nuevo hogar: una enorme extensión de prado verde y una sencilla construcción en el medio, donde solo él podía entrar. Entre aquel sinfín de fragancias descubrí una nueva. Se trataba de un lugar vasto, insólito y ruidoso. Mi instinto me enseñó que, aunque mis patas no tocaran suelo, podía moverme libremente bajo la atenta mirada de Amo. Desde la arena, me lanzaba trozos de madera que yo me esforzaba en recuperar. Al salir sacudía mi cuerpo; de mi corto pelaje brotaban millones de gotas que esparcían la esencia del singular paraje –una suerte de bálsamo de espuma y sal–.
Con el tiempo, Amo solía salir menos. A veces se mostraba taciturno, pesado y lento. Yo caminaba a su lado. Siempre quise respetar su ritmo. Una fría noche entraron unos hombres. No me dieron buena espina y, desconfiado, me oculté. Amo salió con ellos, aunque no supe cómo. Resolví seguirlos; no quería perderlo esta vez. Recorrí parajes inexplorados mientras seguía su rastro, como el mejor de los sabuesos. Llegué hasta esta montaña recóndita; a este curioso lugar. A veces vienen humanos. No son hostiles conmigo; me dejan estar. Solo esperan y depositan flores, con aire grave y solemne. Su perfume todo lo llena hasta que, como por arte de magia, vuelve a oler a él.
***
Aunque la noche es clara, en los caminos y sobre las tumbas del cementerio se amontona la nieve. En una de ellas apenas se distingue, casi mimetizado en el entorno de no ser por su porte y las características manchas negras, la esbelta figura de un dogo alemán arlequinado. Su cuerpo acusa el frío; casi pareciera que temblara. Sus ojos, entrecerrados, le dan un curioso aire de concentración. Remeda afanarse en fijar un rastro. Como si, por entre la luz de millones de estrellas, se estuviera esfumando el último olor de la tierra.