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DESPUÉS DEL SILENCIO, LA SOLEDAD SONORA by Felix Páramo

«Lo que el cielo tiene ordenado que suceda, no hay diligencia ni sabiduría humana que lo pueda prevenir» Miguel de Cervantes Tan venturoso es estar en el lugar preciso en el momento debido, como ominoso puede resultar lo contrario. Tal vez capricho de los hados. Los más viejos del lugar apostillarían que estaba escrito: el destino. Y a los hados, mala fortuna o destino fue debida la suerte que corrió Efrén, protagonista de esta historia, y que, a fuer de cierta, más que a fiesta invita al duelo. En el Libro de los Proverbios leemos: «Porque si hablar es plata, callar es oro…». Y entre los creyentes, todos sus monasterios son fruto de largos silencios… aunque con excepciones. Efrén había nacido en San Miguel de Escalada en 1789. Su padre, Beltrán de la Varga, tras la muerte de su esposa, se mudó a una humilde casita a la sombra del Monasterio de Santa María la Real de Gradefes. Pasaron los años. Efrén trabajaba el campo y ayudaba a su padre en el monasterio, pero, entre otras cosas, se dedicó a curar las heridas de algún peregrino que de cuando en vez llegaba a los aledaños del monasterio. Miguel, un hermano de la Orden de San Antón (Antonianos), había regresado a su lugar de origen, Gradefes, tras clausurarse el convento-hospital de San Antón ubicado cerca de Castrojeriz. Miguel vestía una túnica negra con el símbolo de la letra “Tau” en azul sobre el pecho. Efrén, poco a poco, fue aprendiendo de Miguel las claves para curar a los peregrinos enfermos. Dados sus conocimientos para tratar ciertas enfermedades, era requerido tanto por los frailes del Monasterio de San Pedro de Eslonza ―sito en los aledaños de Santa Olaja de Eslonza―, como por los monjes del Monasterio de San Miguel de Escalada, donde tenía familiares. Allí había conocido a Juana y, entre idas y venidas, algo más que amor comenzó a anidar y crecer en ambos corazones tras intensos encuentros. Las familias de Efrén y Juana ya habían acordado desposar a sus vástagos. Finales de enero de 1809. Efrén era consciente del peligro añadido que suponía recorrer esa pequeña parte del Camino Vadiniense en tal fecha, ya que las inmediaciones de Gradefes y la misma villa ―al igual que otras zonas de España― estaban en plena refriega debido a la Guerra de la Independencia. Este dato, sin embargo, no arredró a Efrén. El amor era más fuerte. Nunca conoceremos los pensamientos y sentimientos de Efrén sumido en el silencio de aquellas leguas recorridas. Jamás lo sabremos. Lo innegable es que el hecho de comprometerse exactamente durante esa fecha en el Camino ―presunta ruta de salvación― se convertiría en otra experiencia nunca imaginada por Efrén, ni por su padre, ni por su prometida Juana. Decir que durante las últimas fechas de enero de 1809, los campos de Gradefes fueron escenario de una contienda contra el invasor francés, que, a las órdenes del mariscal Foucault, llegaría a la citada villa y, tras saquear los fondos privados y públicos que pudieron, los franceses se dieron una tregua durante varios días para seguir aprovisionándose y resolver un asunto que del alto mando le fue notificado al capitán Foucault: la orden de vengar la muerte de varios soldados franceses que tuvo lugar una vez finalizada la escaramuza antes citada y atribuida a ciertos vecinos de una población cercana a Gradefes. Cuentan las crónicas de la época que la escueta noticia llegada al capitán francés hablaba de una localidad a unas tres leguas de Gradefes y transitada por el Camino Vadiniense y Lebaniego. Efrén, a pesar de la contienda bélica y tras caminar tres leguas, había llegado sin mayor problema a San Miguel de Escalada. Pasaría allí la noche con unos familiares. Al día siguiente continuaría hasta el Monasterio de San Pedro de Eslonza para ayudar a los peregrinos enfermos…, pero más elocuente que mi descripción de los hechos será la transcripción literal del que fuera cronista y a quien cedo la palabra para que, en primera persona, relate los acontecimientos acaecidos aquella noche de acuerdo con los anales históricos encontrados: «Amanecer de Lunes 30 de Enero de 1809. Los moradores de San Miguel de Escalada se vieron cercados por 70 soldados franceses, 40 de á caballo y 30 infantes con orden de poner presos á 6 hombres que en el pueblo encontraran y si no hallaran, incendiar el lugar. Al alba, derribando puertas y a golpes y empellones sacaron fuera á los hombres y otros casi niños, algunos á medio vestir y otros desnudos. Los motivos de estas atrocidades fueron el imputar ó hacer cargo á este pueblo de la emboscada y muerte de 3 soldados franceses, cargo erróneo y de cuyo hecho estaban inocentes. Fué debido á que el acusador, otro francés que mui herido pudo librar de la muerte y dió noticia del origen de sus asaltantes aludiendo á cierta población con monasterio de frailes y en un camino llamado de Santiago y a unas tres leguas de ésta que llaman Gradefes. Y como el capitán Foucauld no tuviera más noticia, salieron en dirección errando el camino del pueblo causante de los supuestos desmanes, para vengar el hecho de este pueblo inocente de San Miguel de Escalada en lugar de haberse dirigido al de Santa Olaja de Eslonza, culpable. Como después se averiguó, la distancia á la villa de Gradefes hera semejante de un pueblo que de otro. Así pues, tomaron los sitiadores contrario camino desde el lugar llamado Casasola de Rueda y el pueblo inocente tubo que sufrir el castigo del culpable. Cargaron de grilletes á los 6 hombres y antes de partir, la soldadesca saqueó el pueblo despojando á las mujeres hasta de los pendientes de sus orejas y aderezos que tuvieran cualquier valor dejándolas con la incertidumbre de volver á ver á sus esposos ó allegados. Hecho el saqueo del pueblo tocaron marcha y se llevaron los presos en el triste estado que algunos estaban, á la villa de Gradefes, tratándoles durante el camino con gran dureza é insultos graves y conducidos a la presencia de su capitán Foucault que, sediento de sangre, les tenía sentenciados á muerte. “Dos Españoles por cada camarada francés”, había dicho el capitán francés. Una vez que los tuvo ante él, mandó que al siguiente día les pasasen por seis patíbulos u horcas que tenían preparadas, llevándoles por delante de otro Español que estaba colgado y diciéndoles los soldados que les conducían: “dentro de unas horas con el camará”, aludiendo al que estaba colgado. Así se hizo y de ello doy fé […] en cuyo día, Martes 31 de Enero del año de Ntro. Sr. de 1809, sucedió la catástrofe ó ocurrencias relatadas». Ni que decir tiene que uno de los elegidos fue Efrén de la Varga. Los esponsales se trocaron en funerales y dicen los mayores ―que contaban sus antepasados―, que la apenadísima Juana guardaría luto y silencio durante largos años viendo, de vez en cuando, pasar por delante de su casa algún peregrino que por aquellos tiempos confusos osaba aventurarse en el Camino de Santiago. Juana se acordaba con ternura de Efrén, pero no era capaz de culpar a nadie del fatal suceso: ¿La osadía de Efrén por salir a los caminos en aquellas circunstancias?, ¿el amor a los pobres y enfermos del Camino que Miguel inculcó a Efrén? Juana nunca llegó a conclusión racional alguna. ¿Quién era ella para juzgar y cargar a nadie con la culpa de la muerte de su Efrén? Quiero mostrar estos versos entresacados de algunos escritos, a modo de misivas, que por casualidad hallé entre otros legajos. Ignoro quién los anexó. Tal vez la misma Juana los recibiera del apenado padre de Efrén. Beltrán, habiendo adquirido cierta cultura durante su trabajo, estancia y largos silencios en el convento, pudo haberlos escrito. Anoto cuatro líneas que rezuman la irremediable tristeza de un padre. Beltrán, sin terminar de encajar lo sucedido a su hijo, se encuentra varado entre los cascotes y el silencio del triángulo de amor y muerte de tres monasterios: anclado en medio del desierto helado que se le antojaban los campos que pisaba. Allí se ve desterrado Beltrán, desde allí observa a Juana y, como un Cristo ya condenado, hubo de ascender al monte y sufrir su calvario al conocer la noticia de su hijo ejecutado. «De Gradefes te alejaste, samaritano a un convento, Santa Olaja, malhadada, y de Escalada al calvario». Sí. Por largos años, el martirio y consuelo de Juana lo constituyeron el infausto recuerdo y, a un tiempo, amorosa memoria de su desafortunado y querido Efrén. Juana no maldijo de los rezos de monjas y frailes ni del poder del silencio en los claustros… al fin y al cabo, a veces, tiene más fuerza el destino que las fervorosas súplicas al cielo y las largas letanías a los santos…, tiene más fuerza el destino que el oro de la oración en silencio. Unos dijeron que fue la posterior Desamortización de Mendizábal, pero otros pensaron que se debió a la sal producida por el silencioso e incesante llanto de los muros del cenobio de San Pedro de Eslonza lo que redujo el monasterio a ruinas. Es paradójico que, esta vez, después del silencio, solo restara… la soledad sonora de unas piedras y la de aquellos que amaron a Efrén. En la historia, en la bonanza, en la guerra y en la paz, los hados ¡qué duda cabe! siempre han sido caprichosos.

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