Castro, un secreto en el corazón de los Arribes. Por Mercedes G. Rojo y Olga Orallo
SERIE: La memoria de las ruinas (VI)
Todos somos conscientes del poder transformador que la mano del ser humano tiene sobre el paisaje que le rodea, sobre el espacio que ocupa tanto para vivir como para ser explotado con el fin de obtener recursos del mismo que le permitan, precisamente, “mejorar” esas circunstancias de vida.
Hoy vamos a hablar de un lugar muy especial en la provincia de Zamora, el poblado de Castro, en el municipio de Fonfría (en plenos Arribes del Duero). En la España de los cincuenta del pasado siglo XX, dentro de lo que puede conocerse como la “España de los pantanos”, este poblado supone la otra cara de la moneda de todas aquellas localidades que desaparecieron engullidas por la fiebre de la construcción de pantanos con la que el régimen franquista regó toda España, llevando a tantos de sus habitantes a desarraigarse totalmente de los lugares en los que en la mayoría de los casos sus ancestros habían vivido por generaciones. No fue el único caso, pero sí ha sido el que en un momento determinado llamó la atención de nuestra compañera Olga Orallo, a quien debemos las fotografías de este reportaje. Pero centrémonos en conocer su historia.
Vista general del poblado del Castro. Foto: Olga Orallo
El poblado de Castro es un complejo poblacional que surge como resultado de la proyectada Central I de Castro, más conocida como “El Salto de Castro” que se puso en marcha el 12 de diciembre de 1952. Para la construcción de esta impresionante presa la compañía Iberduero (hoy transformada en Iberdrola) construyó en los años previos un verdadero pueblo con la finalidad de acoger a los trabajadores encargados de construir la presa, así como a sus familias; un lugar que terminó conformado por 44 viviendas, iglesia, consultorio médico, dos piscinas y hasta un puesto de la Guardia Civil, que se mantuvo vivo hasta que en 1989 la empresa instaló controles remotos para controlar las instalaciones, trasladando a los empleados a otros puestos de trabajo al tiempo que se desmantelaba el puesto de la Guardia Civil que hasta entonces lo custodiaba. Un pueblo cuya vida duró apenas cuarenta años (treinta y siete para ser más exactos) para convertirse desde entonces en un pueblo fantasma, eso sí “uno de los pueblos abandonados más impresionantes y mejor conservados que hay actualmente en la provincia de Zamora”.
Al decir de la propia Olga O. este podría ser “un buen refugio para un retiro espiritual”. No es de extrañar pues, situado sobre una colina, este poblado -que se sitúa muy cerca del Salto del Castro, “una imponente presa de agua que precipita al Duero en su última caída antes de convertirse en frontera natural entre España y Portugal”, situada apenas a 4 kilómetros del Castro de Alcañices, en el ya mencionado municipio de Fonfría, y a la que solo se puede acceder bajo permiso especial solicitado en la misma central, pues este pantano tiene el acceso restringido. Es desde dicha presa desde donde se puede contemplar la maravillosa garganta en la que está enclavada esta obra de ingeniería, pero el especial atractivo que tiene se contagia a toda la zona, enclavada dentro del Parque Natural de los Arribes del Duero, dotada de un enorme valor medioambiental donde se concentra tanto un gran interés natural y paisajístico por las vistas que ofrece, como también por la diversidad de especies vegetales que podemos encontrar en él, por no hablar del avistamiento que desde ciertas zonas puede realizarse incluso de aves catalogadas en peligro de extinción. Y así podemos sentir roto el silencio que nos deparan estos lugares por el sonido del agua al caer o por los graznidos y otros sonidos emitidos por cigüeñas negras, águilas perdiceras o buitres leonados que encuentran en estos parajes su refugio.
Escaleras que suben y bajan hoy de ninguna parte
Casas vacías donde resuenan ecos que esperan ser reemplazados
Ese lugar donde la voz de sus campanas ha sido silenciado para siempre
Risas y chapoteos que se perdieron con el agua que ya no está.
Caminar por estas calles abandonadas, entre el resonar de los pasos solitarios de quien acude a ellas (ya sea por casualidad ya de forma premeditada, como le pasó a nuestra fotógrafa tras oír hablar del lugar) y los sonidos que solo la naturaleza en estado más puro es capaz de devolvernos, es como entrar en un bucle en el que el tiempo parece haberse parado, lejos de la impaciencia de la vida cotidiana de las grandes ciudades. Solos cara a cara con la naturaleza, pero también con los recuerdos o las evocaciones que pueden despertar en nosotros esos espacios abandonados que un día estuvieron llenos de vida. Si nos dejamos llevar por nuestros pasos tal vez seamos capaces de escuchar el chapoteo de los chiquillos en las piscinas hoy solo llenas de hojas secas y recuerdos, el tañido de la campana de la iglesia llamando a misa, la cantinela de una tabla de multiplicar escapándose por la ventana desvencijada de lo que un día fue la escuela del poblado,..., quizá hasta el eco de alguna verbena celebrando alguna fiesta. Curioso que, a pesar de llevar tantos años abandonadas, y a pesar de los efectos devastadores del tiempo y el vandalismo al que este tipo de lugares se ven sometidos, aún se conserven tan relativamente en pie estas ruinas por las que sigue transitando la huella humana, aunque ya solamente sea esta una anécdota transitoria sobre la que se suceden los olvidos.
Y ese megáfono que enmudeció con el silencio del abandono. Foto: Olga Orallo
Pasear por estos lugares que emergen de pronto entre la naturaleza que la rodea por doquier, adquiere al mismo tiempo esa sensación de inquietud y serenidad que suelen acompañar a este tipo de lugares. Se respira quietud, paz, una cierta impresión de irrealidad que parece liberar el alma de sus más hondos pesares. Tal vez deberíamos preguntarnos si fueron todas estas sensaciones las que hicieron que en algún momento, alguien (tal vez quien debiera tomar la decisión sobre su futuro), se decantara por abandonar el lugar a su suerte en vez de derruirlo como ocurrió en otros lugares; las que provocaron que en vez de ello un buen día alguien decidiera poner a la venta un pueblo entero. Desde luego podría parecer una estupenda opción turística para aquellas personas que se consideran amantes de la naturaleza y del turismo rural. Atractivos, sin duda, no le faltan al lugar, algunos ya expuestos, junto a otros a mayores como podría ser el encontrarse a apenas seis kilómetros de la frontera con Portugal, tierra que une a los atractivos de los Arribes, los suyos propios.
Y lo que comenzó siendo una cifra millonaria acabó convirtiéndose en una cantidad irrisoria para todo un pueblo, trescientos mil euros (menos de lo que cuesta un piso en el mismo centro de la capital madrileña) que pagaría un constructor toledano con la pretensión de convertirlo en un complejo turístico, cuyos detalles contaba a un programa de investigación televisivo hace apenas seis meses.
Ventanas abandonadas que se abren al paisaje de otros abandonos. Foto: Olga Orallo
Pero, a los amantes de las ruinas, no es esto lo que nos interesa sino ese aire de misterio, de romanticismo, que nos habla de tantas vidas transcurridas entre ellas. No sabemos si las obras han comenzado ya o el lugar aún se mantiene tal como estaba cuando lo visitó nuestra compañera Olga Orallo. Tal vez este verano sea la última oportunidad de visitarlo y conocerlo antes de que de nuevo la mano del hombre vuelva a transformar su realidad. Parajes naturales fantásticos, cientos de especies vegetales, aves en peligro de extinción para observar, la paz y el silencio de un paisaje acompañado por el susurro de las aguas del Duero,... y la posibilidad de disfrutarlo en soledad o en buena compañía ¿se puede pedir algo más?
Nos vemos el próximo mes para descubrir otro de estos rincones encantados por el abandono y el olvido
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