Un pesado ambiente de tormenta calcinaba la tarde, una tarde con color de otoño y aromas veraniegos. Una vez más la buscó en la vieja casa que se erguía orgullosa a la orilla del bosque. Y una vez más llegó tarde a una cita nunca concertada.
Le pareció ver su silueta caminar deprisa entre los árboles del fondo, junto a la pequeña caseta en la que, sabía, le gustaba refugiarse. Encaminó sus pasos hacia allí. Le recibió el pesado silencio de las nubes anticipando la borrasca, roto solamente por el ruido batiente de la desvencijada puerta que, hoy, permanecía entreabierta. Tal vez fuera una señal, un misterioso mensaje dejado a su persona. Tal vez una insinuación para que la siguiera al interior del recinto o acaso un simple descuido. Recordó cuantas veces había llegado hasta ese lugar siguiendo los pasos de ella, y cuántas veces se había encontrado la puerta cerrada a cal y canto sin que se atreviera a llamar con sus nudillos a la misma. Recordó cuántas veces se había pegado a sus rendijas esperando ver cualquier atisbo de lo que se escondía dentro. Siempre en vano. Ni aquellos estrechos huecos que parecían abrirse solo a una profunda oscuridad ni el ventanuco cegado por una pátina de polvo infinito en sus cristales habían querido nunca mostrarle sus misterios. Ni los de ella.
Por eso quiso interpretar como un signo alentador que hoy permaneciera entreabierta. Sintió como su corazón saltaba con un ansia desbocada dentro de su pecho, mientras asomaba la cabeza con sigilo por la abertura de aquella vieja y desvencijada portezuela. Ansiaba, a la vez que temía, descubrir los secretos que se escondían tras la misma, tal vez incluso el rastro de antiguas historias vividas por almas atormentadas. Sacudió la cabeza. Se estaba dejando llevar por fantasías que eran más propias de mentes románticas que de mentes racionales como la suya. Aunque tenía que reconocer que en lo tocante a esa mujer que llevaba meses fascinándole se refería, había perdido gran parte de su habitual capacidad de raciocinio.
Por fin se decidió. Empujó la puerta con sigilo, hasta lograr el hueco suficiente por el que asomar la cabeza y descubrir, despacio, como era aquel espacio en el que cada día ella desaparecía. El primer vistazo le produjo un respingo que empujó ligeramente su cuerpo hacia afuera ante el panorama que se abría ante sus ojos. Un impresionante colección de manos se extendían ante su vista llenando mesas y anaqueles. Parecían tan reales que tardó un rato en darse cuenta que solo eran réplicas en diversos materiales, o al menos así se lo parecían. Aún así no pudo evitar sentir una cierta inquietud mientras paseaba su mirada por encima de ellas. En realidad lo que hacía era buscarla. Pronto la descubrió al otro lado de la estancia, en un ángulo enmarcado por un par de ventanas. La luz de ese atardecer velado de tormenta se derramaba sobre ella dándole un halo especial mientras se inclinaba sobre sus manos que a su vez trabajan sobre el molde de otras manos, ajena a lo que pasaba a su alrededor. Hasta que un golpe de viento batió la puerta que él acaba de soltar para dar un paso adentro.
La mujer levantó el rostro y las miradas de ambos se cruzaron. Le sonrió y con un gesto le invitó a acercarse hasta ella. Se acercó despacio, temeroso. La escultora cogió sus manos entre las suyas y las acercó a cada pareja de manos esculpidas que reposaban aún en la mesa de trabajo guiando las yemas de sus dedos por cada detalle de su superficie, haciéndoselas sentir después con toda la palma desplegada.
Estas son las manos de mi hija – susurró bajito. – Y éstas las manos de mi madre. Uno tras otro fue desgranando el nombre de aquellos recuerdos vivos que descansaban sobre la mesa, mientras las acariciaban.
Luego hizo lo mismo con sus manos, las de él. Y quiso que, a su vez, el hombre también hiciera lo mismo con las de ella. Después le hizo sentarse en un alto taburete y colocó sus manos en una posición que le pidió que mantuviera y vertió sobre ellas aquella masa húmeda hasta que fraguó totalmente.
Días después había terminado también una réplica de esas manos que, con su ayuda, habían aprendido a mirar con la punta de sus dedos. Y cuando vio el trabajo terminado, de golpe comprendió lo especial de sus caricias, el lenguaje de sus manos cuando hablaba incluyéndolas en sus gestos.
Desde aquel día, volvió cada tarde a aquel lugar que guardaba el recuerdo de tantas personas. Y aprendió a amarla mientras le daba vida al barro y la escayola. Cuando por fin dio por terminado su trabajo él mismo la ayudó a seleccionar, entre aquellas piezas, las que habrían de ser expuestas al resto de la gente.
Entre aquellas manos estaban las suyas, atrapadas para siempre entre la caricia de las de ella.
NOTA: Relato incluido en el libro de la autora Pecado de omisión (Huerga y Fierro editores/Poesía