
Nunca antes Luis había sentido tan de cerca el olor puro y manso de las amapolas recién nacidas. Cuando se aproximó a la espesura cubierta por miles de espigas doradas, no imaginó quedarse sin aliento ante el cautivador perfume. Ya era viejo, sus pupilas estaban secas. Aun así, en dichas condiciones y apoyándose en los escasos impulsos que le quedaban, el anciano rodó su silla por las piedras y logró meterse en la fronda. Allí, con la miel de lo vivido en los labios azules, se dejó caer al suelo como un moribundo. A duras penas se colocó boca arriba y respiró intensamente. De nuevo el olor y de nuevo la dulzura. Guardó aquel sentimiento de placidez como una de las sensaciones de estar muriendo. En la distancia una mujer rubia y de espejuelos redondos había visto al viejo subir la colina, por lo que, al notar la quietud, trató de caminar hacia donde pensó haberlo perdido. Mientras andaba con los zapatos de charol negros entre las hierbas, retozó un poco con las espigas, hermosos tallos primaverales nacidos en el manso clima. Ya en la punta de la loma y viendo al anciano tendido, se abalanzó inmediatamente a socorrerlo. Él trató de evitarlo:
«¡Ni lo intentes!», gritó impulsivo.
La rubia se quedó pasmada en el lugar, y en ese momento se arrodilló ante el hombre. Sus delicadas manos fueron a parar al pecho del aparente moribundo, y éste se mojó los labios con la lengua, y otra vez respiró de manera ambiciosa. La brisa taciturna paseaba ante sus rostros. La mujer, ya más tranquila, se recostó al lado, y con el césped hincándole las cabezas estrecharon las manos. Ella, que se veía francamente más joven que él, se volvió para descansar la mitad del cuerpo encima de su amado, como queriendo escuchar su corazón. Seguía, ahí, latiendo con la mesura de una golondrina, pero con el debido compás. Disfrutaba esa música como mismo lo hiciera en su juventud con los boleros. A pesar de las circunstancias, Luis seguía vestido con aquel traje desde que supo cuándo ponérselo para ser desnudado por última vez: la camisa blanca de botones dorados, con las costuras casi invisibles, y el pantalón negro de bolsillos profundos. También, aquella tarde, tenía puesto como resguardo, el alfiler de oro que su padre le obsequió antes de enrolarse en la brutalidad de la guerra. Le colgaba del bolsillo frontal, justo en el lugar donde el corazón latía un poco más enérgico.
«No te duermas. mi señora», dijo en ahogos, «Todavía quiero que me desnudes una última vez». En los labios de ella se dibujó una sonrisa. Las comisuras cogieron forma y sus mejillas se tornaron rosadas por unos segundos. Levantó un poco la cabeza dirigiéndole los ojos verdes a los grises. Apoyó su mentón en el pecho del hombre. Ninguno de los dos dijo nada. Otra vez el silencio diáfano y la brisa que no cedía su dulzura. Las amapolas danzaron con la corriente de aire, y también el sombrero blanco de la mujer rodó con cautela por el abismo. Pero ellos seguían allí, recostados a la juventud del día, como guardándose las turbulencias.
A cien metros, mucho más abajo, los sillones comenzaban a balancearse. La terraza lucía enorme y solitaria, El agigantado framboyán dejó caer varias ramas en el suelo. La casa, elegante, robusta, se quedó de fondo en la imagen inmortal del paisaje, con la vieja y gris carretera pasando justo detrás como una cinta desgreñada. «Que bien hicimos al venir», dijo la mujer, y con su mano derecha tocó el abdomen del anciano, descendiendo hasta meterla en los bolsillos del pantalón que cubría las piernas provistas de tacto. Aprovechó la ventaja para tomar algunas atribuciones que años antes le eran prohibidas. Tras la ausencia de palabras, volvió a subirla, respirando profundamente. El viejo cerró los ojos e inspiró con fuerza. Tocó la cabeza de la mujer y peinó con los dedos su cabellera de sol.
«¿Cuánto crees que puede aguantar una casa así?». A pesar de los muchos amores de Luis, uno de los primordiales era su hogar, donde se cobijaba de las lloviznas y de las maldades del mundo —como les llamó siempre a los chismes—. Allí se hizo un hombre responsable, con manías, con desvelos, con amores…, con todo lo que se necesita para ser feliz; siempre abrigado por aquellas paredes altas y ociosas.
«Depende del cuidado que se le dé», respondió la rubia.
Luis cerró los ojos para recordar los días pasados…, aquellos en que jugaba con su padre en la maleza, cuando sus amigos —pequeños y regordetes— se quejaban del fango y la suciedad en la que él se desenvolvía con pericia. Estaba en lo cierto, nunca la casa fue tan bella como lo era ahora. La mujer se puso de pie, se sacudió el pelo con destreza, y miró al hombre canoso y de barbilla nevada tirado en el suelo. Buscó la silla de ruedas que por descuido fue a parar junto a un árbol bajo la pendiente, y subió la loma para ponerla al lado de su hombre. «Déjame levantarte», le dijo ella viéndolo tan pasivo, pero para su tranquilidad, el viejo respondió recuperado: «¡No! Déjame aquí un rato más. Quédate conmigo hasta que el perfume desaparezca. Desnúdame la última vez, aquí en este mundo nuestro». La rubia miró al suelo, y otra vez a la silla esbelta en la punta de la loma. La casa a lo lejos era un retrato crepuscular ceñido por la tarde, y así, con la emoción y la tristeza colgando de sus hombros, volvió a recostarse a su lado, no sin antes besarle en la boca. «Por un momento, pensé que no te atreverías», le habló detallando cada sílaba. Pasó el dedo índice por los labios del viejo, escuchando un susurró: «Contigo, mi vida, puedo atreverme a morir».
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