viernes, diciembre 1 2023

EN UN CLARO DEL BOSQUE y Ana Centellas

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Íker estaba emocionado. Por primera vez sus padres le dejaban ir al pueblo de los abuelos durante un mes en verano. Lo pasaba muy bien cada vez que iba, tenía amigos allí y los yayos siempre le contaban historias de cuando ellos eran pequeños, de cómo era antes la vida en el campo y de los juguetes que tenían. Lo que era la realidad de sus abuelos, en plena posguerra, para él era como cuentos fantásticos e imposibles de creer. Le encantaba. Además, en el pueblo podía entrar y salir de la casa a su antojo, solo tenía que preocuparse de estar allí a la hora de la comida y a la de la cena. Gozaba de una libertad imposible si se quedaba en la ciudad.

El pueblo estaba situado en la ladera de una montaña, rodeado de un impresionante bosque de coníferas y bordeado por un pequeño riachuelo. Todas las casas estaban construidas en piedra y, en su conjunto, daba una apariencia incluso mágica. Las historias que circulaban entre sus habitantes hacían que fuese incluso más emocionante pasar allí un verano.

A pocos días de su llegada, escuchó la historia de un anciano que vivía solo en el bosque. Unos decían que era un ogro que no soportaba a la gente; otros, que era una especie de brujo protegido por la espesura de los árboles. Una vez al mes bajaba al pueblo y decían que llevaba tanto tiempo aislado que se había olvidado de hablar y solo emitía una serie de gruñidos inconexos.

Por supuesto, aquella historia despertó en Íker toda su curiosidad y, sin decir nada a nadie, decidió adentrarse en el bosque a buscar a aquel misterioso anciano y comprobar por sí mismo cuánto había de verdad en las historias que circulaban en torno a él.

Una mañana se despertó bastante temprano. El sol apenas había aparecido tras las montañas cuando Íker ya estaba desayunando en la cocina. Llenó su cantimplora con agua fresca del botijo que siempre había en la ventana del salón y se despidió de sus abuelos como cualquier otro día. Con paso enérgico se fue alejando del pueblo y adentrándose en el bosque por la pista forestal. Al poco, la pista se transformó en un sendero y la magia llegó hasta él. Pequeños animales cruzaban el camino con rapidez, saltaban de árbol en árbol o emitían pequeños ruidos tras algún matorral. La luz comenzó a hacerse más escasa, debido a la frondosidad de los árboles, y la temperatura menos sofocante. Como su orientación era bastante buena, en un par de horas llegó a un claro en el interior del bosque.

Era amplio y las coníferas se juntaban alrededor de él formando un círculo casi perfecto. En uno de los laterales, una pequeña cabaña de madera le indicaba que había llegado al lugar correcto. Íker estuvo a punto de arrepentirse de su atrevimiento y volver sobre sus pasos, pero decidió que ya que había llegado hasta allí debería quedarse a averiguar lo que había de cierto en aquella leyenda. Con paso firme pero lento se fue acercando a la cabaña. Llamó a la puerta, pero al no obtener respuesta se limitó a dar una vuelta a su alrededor mirando el interior a través de las ventanas. Lo que vio no se correspondía con lo que él tenía en mente que debía ser la casa de un brujo. Al contrario, parecía una casa cualquiera del pueblo, ordenada y limpia, pero sin televisión. Regresó a su casa para la hora de comer, pero con la firme convicción de regresar hasta conocer al curioso anciano.

Repitió su recorrido durante varias mañanas más, con el mismo resultado. Un día encontró un cambio en el escenario ya tan conocido. Junto a la puerta de entrada, una taza de chocolate caliente le estaba esperando. La tomó agradecido, pues aquella mañana era bastante fresca. Estaba caliente, lo que quería decir que alguien le había estado esperando y dejó la taza en el momento justo en que le vio llegar. A punto de marcharse, escuchó un leve sonido que procedía de la parte posterior de la cabaña. Sin pensarlo, se dirigió hacia allí.

Un anciano estaba tallando con tranquilidad una figura en un tronco de madera. Íker permaneció en silencio unos minutos, absorto en el trabajo que realizaba aquel curioso hombre. Tenía el rostro surcado por profundas arrugas y de sus manos temblorosas estaba surgiendo una preciosa figura de mujer. Tan abstraído estaba que se llevó un sobresalto cuando escuchó una voz grave que le hablaba:

—Acércate, muchacho, no te quedes ahí en la sombra. Hoy hace más fresco, ven al sol y caldéate un poco.

La voz del anciano era amable, aunque igual de temblorosa que sus manos. Después del sobresalto inicial, Íker se aproximó con seguridad y se sentó a su lado.

—Qué cosas más bonitas haces. ¿Para qué son? —preguntó el niño, siempre curioso.

—Las hago para mí, para demostrarle a este temblor que recorre mis manos que no podrá conmigo.

Íker pareció satisfecho con la respuesta. Permaneció unos minutos en silencio, observando cómo el anciano tallaba la madera con manos trémulas. A él le parecieron unos minutos, pero bien podían haber sido horas porque cuando salió de su ensimismamiento la talla ya estaba completa y su estómago rugía con fiereza.

—¿Tienes hambre, verdad, chaval? —le preguntó el hombre.

—Esto… sí, un poco… —contestó el niño distraído. —¿Qué hora es? —preguntó al anciano, impaciente.

—¡Ah, vosotros, siempre pendientes del tiempo! Por eso me vine yo al bosque, huyendo de horarios. Yo aquí no tengo relojes, pero por la posición del sol deben de ser cerca de las dos de la tarde.

Al oír aquello, al niño casi se le para el corazón. Salió corriendo del lugar con precipitación:

—Mi abuelo me mata. ¡Gracias, señor, tengo que irme! —gritó Íker mientras corría hacia el bosque.

—¡Mañana te estaré esperando! —gritó el anciano lo más fuerte que sus exiguas fuerzas le permitieron—. ¡Y comerás conmigo! —pero el muchacho ya estaba lejos de la cabaña.

Tanto corrió Íker bosque a través que consiguió llegar a casa de los abuelos diez minutos más tarde de la hora estipulada. Nadie le dijo nada, él tampoco habló del tema y dio el asunto por resuelto.

Por la noche, mientras intentaba dormir, recordó las últimas palabras del anciano, cuando le decía desde la lejanía que al día siguiente comería con él. Por si acaso, decidió pedirle a su abuela un bocadillo. Con la excusa de que algunos amigos habían decidido comer en el campo salió de su casa a la mañana siguiente, tan temprano como siempre, para encontrarse con su amigo.

Mientras caminaba por el bosque iba pensando en lo cruel que podía ser la gente. Aquel anciano al que llamaban ogro, brujo y muchas cosas más, solo era un abuelo enfermo que había huido del pueblo en busca de paz y que entretenía sus horas en hacer preciosas tallas de madera con unas manos que no podían estar quietas. Lo encontró en el mismo lugar del día anterior. Ya no se escondía de él, como al principio. Había comprendido que aquel pequeño estaba guiado por simple curiosidad.

El anciano sonrió al verle. Una gran jarra de limonada reposaba junto a su banco. Hizo una pausa para tomar junto a él un gran vaso que les refrescase aquel caluroso día, a diferencia del anterior. Para sorpresa de Íker, el viejo le ofreció una amena charla llena de chistes y anécdotas, antes de regresar al trabajo.

Le vio tomar una madera más pequeñita con sus manos, que parecían tener un temblor especial aquella mañana, y comenzó a tallar de nuevo en silencio. Necesitaba de toda su concentración para no errar en el trabajo. El niño se quedó mirándole, tranquilo, como el día anterior, hasta que dio por terminado su trabajo. El estómago de Íker volvía a rugir a aquellas horas. Para su sorpresa, el anciano, encendiendo un fuego en una vieja barbacoa de piedra, salió con una gran sartén llena de deliciosas migas, que se limitó a calentar. Su abuelo las preparaba de vez en cuando, pero aquellas le supieron a gloria. Jamás había probado unas tan ricas.

Se fue de allí con la promesa de regresar al día siguiente con papel y lápiz para anotar la receta de aquellas migas tan extraordinarias y una pequeña talla de madera en el bolsillo.

Ya han pasado veinticinco años desde aquel verano. Íker no volvió a ver al anciano, sus gastados pulmones no soportaron los inclementes fríos de un invierno más. Pero ahora su nombre, Anselmo, da la entrada al mejor restaurante de la ciudad, en el que Íker invirtió todo su esfuerzo. En la puerta de la cocina se encuentra la talla de madera que el viejo le entregó con su nombre, pues nunca llegó a preguntárselo. Enmarcado, bajo aquel pequeño tesoro, un viejo papel escrito a lápiz con letra temblona anuncia la receta de las migas más famosas de toda la comarca.

 

 

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