
Mi jefe me había llamado a la oficina esa mañana para darme el pésame, en el periódico dónde era becaria sabían perfectamente quién era mi abuela; al parecer mejor que yo. En la página central de la edición de esa mañana se había colocado un breve obituario que versaba:
“Esther Guadalupe Gómez, viuda de Manrique falleció anoche (1900-1994). Doña Teté fue hija de la Revolución, artista, rumbera, figura de nuestra época de oro. Todos los que laboramos en esta reconocida publicación lamentamos su pérdida y enviamos nuestro sincero pésame a la familia
Descanse en Paz”.
Lo cierto es que no dejé de lamentarme por no pasarme por el hospital antes del desenlace, no obstante, durante el velorio la tía Coqui (o Concepción para el resto de los mortales) me había llamado aparte para entregarme un grueso sobre amarillo. “Tu herencia”, dijo.
Apenas llegué al departamento de la Doctores lo lancé sobre la mesa preguntándome, ¿por qué la abuela me entregaba esto a mí?; no era su única nieta y ciertamente mis tíos podrían malinterpretar que yo recibiera el contenido de aquel sobre que ahora se hallaba frente a mí. Pero ahora era mío, así que tomé una libreta y comencé a clasificar el contenido: Fotos, invitaciones, hojas sueltas con anotaciones, dos libretas y un diario. A simple vista parecía un resumen de la vida de la abuela Teté, casi cien años.
Volví a mirar dentro del sobre para comprobar que nada se hubiera quedado atrás, y encontré una carta. La despegué con cuidado de las paredes del sobre y me remití a leer.
“Hola Teté, mi nieta. Coqui cumplió, ¿cierto? Sólo quiero que sepas que siempre me sentí apegada a ti, porque desde chiquilla me recordabas a mí. Aunque tu padre y yo no hablábamos, le gustaba enviarme fotos. Eres mi imagen, sé una mujer fuerte, regia como yo y sonríe, siempre sonríe. Te dejo estos recuerdos, los más valiosos, para que los uses, teje mi historia. Te quiere, la otra Teté”.
Guardé el contenido nuevamente en el sobre, una foto se deslizó a la mesa, no era como las otras, en esta aparecía mi abuela mucho más joven, quizá de mi edad, mirando fijamente a la cámara, era una fotografía a sepia de cuerpo completo. Ciertamente mi abuela había sido una mujer guapa, con su pelo rizado sostenido por una peineta, negro, igual que sus ojos, mis tíos solían decir que era alta, sostenía un bolso de mandado, lleno. Sonreía.
Por alguna razón me quedé embobada mirando aquella imagen. Parecía que mirara una foto mía en lugar de una suya.
En ese momento llegaron mis compañeros del departamento.
—¿Familia? – dijo Gaby sonriendo
—Eh, sí, mi abuela – sacudí la cabeza, Carlos cerró la puerta y se acercó
—Guapa – me quitó la foto de la mano y la posó junto a mi rostro –—Casi idénticas
—¿Crees?
—Salvo por la nariz – aclaró Gaby – la tienes más respingada, ella la tiene un poco más pequeña y chata
Me quedé pasmada mientras veía a mis roomies sacar la despensa y acomodarla, todo parecía un sueño, la muerte de la abuela, el reencuentro con mis familiares, mi trabajo y la pesada tarea que me había encomendado Teté. Lo único que me parecía cierto es que los tres vivíamos en ese pequeño departamento de dos recámaras por la crisis que azotaba al país, ninguno podía darse el lujo de pagar un departamento con nuestros respectivos salarios, y habíamos dado con ese rincón en la colonia Doctores porque pertenecía a un tío de Gabriela que ya no podía con el mantenimiento así que desde hacía seis meses lo habíamos hecho nuestro hogar.
Aquella noche pensé en lo que había dicho mi padre antes de enterrar a la abuela; “De la herencia ya no queda nada”. Lo dijo porque mi tía Leticia y Concepción sólo tenían la casa donde vivían, además porque por el resto de sus hermanos no se preocupaba, pues estaban casados con negocios propios o al menos con un techo para dormir.
También soñé con la abuela, aunque quizá fuese un simple recuerdo ahogado en el fondo de mi cerebro.
En el sueño yo era una niña, corría por la casa de la abuela Teté hasta esconderme debajo de la pesada mesada de la cocina, mis tías cocinaban apresuradas mientras mi abuela daba órdenes aquí y allá desde una mecedora. Olía a pescado, a chiles asándose en el comal, escuchaba el golpeteo de las cáscaras del huevo y veía a la tía Leticia mucho más joven amasar con brazos firmes las bolitas que se convertirían hábilmente en las rodillas de tía Paz en buñuelos.
Mi abuela gritaba a todo pulmón, le decía a Concepción como moler los chiles en el metate con el resto de los ingredientes que harían el mole almendrado, veía desfilar ante mis ojos, los platitos con los ingredientes que previamente habían pasado por el comal, los chiles anchos, el pasilla, mulato, morita, el plátano macho, la almendra, el chocolate y los pedacitos de tortillas, todo era molido en el metate una y otra vez hasta que quedaba hecho una pasta. Yo tosía cuando freían esa pasta en una olla de barro, entonces era descubierta por el bastón de la abuela, reprendida me acercaba a ella; Teté me tomaba con dificultad hasta acomodarme en sus piernas.
Desperté con un terrible antojo de romeros y estábamos a mediados de Noviembre. Era la receta de la abuela, la misma que le había enseñado su suegra y que sólo mis tías conocían de memoria. Sólo por eso supe que era el 24 de diciembre, Navidad, sólo en esas fechas se preparaban buñuelos, romeros y bacalao.
Miré la hora antes de vestirme apresurada. Carlos aún dormía en la sala, sólo escuché que balbuceó algo, supuse que preguntaba a dónde iba, no respondí. Tomé mis llaves y mi chamarra antes de salir.
Llegué a casa de la tía Concepción antes de las nueve de la mañana, le había llamado de un teléfono público al salir del metro y me había dicho que me esperaban para desayunar. Era sábado, el día que se reunía la familia completa para pasar el fin de semana, papá también estaría allí con mamá.
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