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La habitación by Nicolás Pittaro

d507a5264ecc5df3f7f879a42db14864 Mientras vuelca el agua hirviendo sobre la taza, el vapor humedece su rostro, un rostro impropio y dolido quizás, trasformado por una serie de pensamientos que lo llevan al borde de la náusea. Sabe que viajar en colectivo es una agonía, no pecar de ignorancia que el viajar en colectivo es sortear situaciones que siempre trata de esquivar: saludar al chofer del colectivo que con sus bigotes y nariz aguileña que le entregará el recibo del boleto sin responder al saludo inicial, sabe que es una incomodidad absoluta observar que el número de su asiento corresponderá con  el  que da al pasillo o que estará ocupado por una señora pasada en kilos o embarazada, que optando por la primera tendrá que pedir disculpas en un primer momento y luego en una acción casi cristiana de ruego deberá pedirle amablemente  que el lugar que ella ocupa es equivocado. Por otro lado si la mujer está embarazada sólo tendrá que tragar el veneno por que la decencia y la sociedad lo juzgaran de maleducado o intolerante, de un infame joven que no ha dejado su lugar a una persona que lo necesite, total usted es joven y debe preocuparse por ser el futuro del país. Los pensamientos persisten y siguen, se evalúan y superan, aunque a veces el cansancio y el agotamiento dejan que el cuerpo y la mente cedan, se rindan ante ellos y las situaciones. Ahora el agua caliente parece hundirse en un tazón sin fondo, mientras los aromas se confunden, se compenetran en sus intensidades exquisitas, que de a poco se van convirtiendo y metamorfoseando en ese líquido, que una primera vez fue cristalino e incoloro y ahora ya se ha transformado en un amarronado metálico y líquido, dejando escapar esa pequeña atmósfera entre la nariz y el tazón de café, transformándose en un torbellino dulce de sabores. Dos cucharaditas de azúcar para endulzar y su ingesta bastaron para tomar cierto calor corporal, porque allá afuera estaba la intemperie, el cielo oscuro, y el invierno con sus fríos y vientos. El hombre se viste, abrigándose extremadamente por el frio del invierno que penetra sin piedad, como si la presencia de los cuerpos estaría destinada a ser congelados en un tiempo exacto y perpetuo. Apenas sale de su casa el viento lo castiga y lo envuelve en un helado manto de aire violento. La boca seca y partida por todas las mañanas del invierno ya no la siente y los ojos se le achinan como reparándose, y a su vez cuidando el brillo que les queda. El ambiente ya es insoportable y la parada del colectivo está a tan solo  una cuadra, una cuadra que parecen kilómetros o espejismos de un paisaje que parece confabularse con la naturaleza y contrariar al hombre solitario que busca su destino. Caminando, a unos pocos metros, el hombre sintió el contacto de una gota sobre su cabeza y en seguida abrió su negro paraguas con el que había salido de su casa, que unos minutos antes un conjunto de nubes negras y compactas advertían que la tormenta no tardaría en llegar. El gris del cielo parecía poco a poco adquirir una escala de negros advirtiendo que su furia sería inminente, como si quisiera devorarse de una sola mordida a la tierra con todos sus seres que habitan en ella. Era temprano. Se notaba porque en las calles aún estaban desiertas pero el temporal que se avecinaba probablemente era la causa principal de que la gente todavía resistía en su casa. Soportando el rostro humedecido por el café, continuaba caminando sin parecer importarle lo que ocurre en el exterior. El viento comenzaba a sacudir ya su cara pálida y la lluvia comenzó a golpear el pavimento sin piedad. La silueta del hombre en la calle parecía desaparecer con las luces de la vereda. El portafolio le pesaba, lo cansaba, pero el hombre sabía que debía llegar a destino, porque era una situación de vida o muerte. Todavía restaban cinco cuadras pero la inclemencia del tiempo y el apuro generaban la sensación de que la distancia era mayor. Era como si el tiempo y el espacio se hubieran detenido por completo, se estiraban y los minutos no pasaban mientras que la lluvia parecía aumentar su intensidad formando una cortina de agua inquebrantable. El paraguas prácticamente ya no le servía porque estaba todo mojado, igualmente el hombre pasó el brazo por su cara queriéndose secar para tener un poco más de visión pero le  fue inútil. El agua no dejaba ver ni siquiera lo que se avecinaba a pocos metros. El hombre se sentía desorientado, como si estuviera en un desierto de aguas violentas. Era un miserable hombre envuelto en un laberinto sin salida. No podía ya volver hacia atrás tampoco porque su deber le demandaba llegar y poder salvar a aquella alma. No podía seguir porque la tormenta lo había perdido. —La insoportable sensación de que cuanto más me acerco, más se me escapa           —exclamó el hombre entre cortado.  La angustia comenzaba a carcomerlo por dentro porque debía elegir entre dos caminos, pero él, sabe que puede equivocarse, por eso la angustia. Era como un vació sin fondo, sin límites quizás, algo al que no tiene, no se encuentra explicación porque no cierra, que queda abierto y molesta por su misma incomprensión abierta al mundo, inexplicable e inconcluso. Algo a lo quiero llegar, pero no puedo porque no existe. Quizás la vida sea justamente alcanzar lo que no existe. Los pensamientos parecían confundirlo cada vez más, sin embargo debía elegir entre volver hacia atrás y perderlo todo o seguir adelante.  Observó su reloj y vio que algo de tiempo tenía, hasta que por fin decidió quedarse y esperar unos minutos para ver si la tormenta paraba un poco. Un alero que sobresalía de una casa le sirvió de reparo aunque todavía seguía mojándose. Miró su celular y no tenía llamadas ni mensajes recientes y supuso que dentro del gran apuro por llegar, el estiramiento del tiempo le permitía darse una pausa. No podía fumar porque estaba todo empapado, sólo debía esperar a que pasara el diluvio. Los médicos siempre tuvieron ese coraje para codearse con la muerte. La vida de aquella persona estaba en la palma de su mano y él lo sabía. Las batallas con la muerte siempre son complicadas porque se pelea con lo inevitable, la cuestión está en querer estirar ese momento en uno más indicado —pensaba interiormente. La muerte nos sonríe a todos, lo que podemos hacer es sólo devolver esa sonrisa. Porque pensar la muerte siempre se la piensa desde el más acá hablando del más allá y sin embargo nunca llegamos a encontrarle sentido. Aunque sentido ahora tenía su trabajo como médico, allí radicaba el mayor de los sentidos, debía salvar aquella vida y punto. Basta de explicaciones o hipótesis ociosas. Pasaban los minutos y ahora la lluvia parecía ser más suave, cuestión que despertó en el hombre la idea de seguir con su camino. Abrió su paraguas y en un movimiento casi instintivo se escurrió entre las gotas que caían ya no incesantemente. La parada de colectivo estaba a metros y alzando la vista al frente, el hombre divisó como dos luces redondas que doblaban por la esquina, ahora se dirigían hacia él. La puerta del colectivo se abrió y no dudó ni en lo más mínimo en subir. Saludó  al chofer y éste, con sus bigotes y nariz aguileña le entregó el boleto. Sin embargo, esta vez el chofer le replicó: —Tome, ¿Qué diluvio, no? ¡La gran flauta. Esta ciudad parece una pecera! El hombre se sintió raro y en seguida se repuso diciendo: — La verdad que sí. Estos políticos sólo aparecen en las elecciones, ni los desagües arreglan. Basta que caiga una gota y la ciudad es un caos-. El colectivo estaba prácticamente vacío, sólo un hombre gordo estaba durmiendo en el primer pasillo que daba hacia el pasillo y por cómo estaba vestido, el hombre, pensó que debía ser operario de alguna fábrica. En ese instante, vio que su lugar de siempre estaba disponible y de inmediato se dirigió por fin a sentarse. La lluvia estaba disminuyendo y la calles volvían a aparecer y definirse entre lo azul del paisaje. Las luces de la ciudad todavía estaban prendidas y el pasar del colectivo en un movimiento rectilíneo  daba la sensación de una secuencia luminosa interminable. Ya sentado, el hombre sintió por fin comodidad y se distendió. Desde la butaca veía aún las luces y las calles que pasaban, faltaba un par de cuadras para llegar y ahora él dominaba el tiempo. Podía respirarse la paz dentro del colectivo. Era como una anestesia, un analgésico para su propio cuerpo. El leve ronquido entrecortado  del operario gordo de adelante no era lo suficiente para alterar aquella armonía, ni el motor del colectivo que parecía estar en un espacio sordo. Era el lugar indicado para descansar luego de semejante castigo a su cuerpo. Iba a ser un día difícil y había que reponerse con un poco de paz pasajera. Las calles pasaban, se cortaban con el paso del colectivo hasta que llegó a Garibaldi. El colectivo frenó en la mini terminal y en seguida el hombre bajó. Sólo atinó a decir: —Gracias, hasta luego. Sólo restaba media cuadra para llegar y su cuerpo ahora lo sabía. Estaba todavía empapado pero sentía esa seguridad que sólo los médicos demuestran a la hora del diagnóstico. El cielo estaba por comenzar a escampar y la tormenta era ya una lejanía que se remontaba hacia el sur. A dos casas de llegar paró para arreglarse un poco la ropa y mantener la compostura. Se arregló el pelo y el cuello de la camisa y sujetando con fuerza su pesado maletín, llamó a puerta. Golpeó dos veces y pudo oírse que provenían desde el interior unos pasos de sandalias que se arrastraban. La puerta se abrió y  una señora  alta  y de cabello grisáceo añadió: — ¡Buen día Dr. Savino!, lo estábamos esperando. Veo que la lluvia no ha mostrado clemencia con usted, pero pase, adelante acomódese. Camila lo necesita urgente. Savino atinó a decir:- Disculpe si he llegado tarde, pero la verdad es que afuera estaba muy complicado. – No se preocupe —añadió la mujer,  No se moleste, lo importante es que usted haya venido. El hombre dejó su saco en el perchero vertical cerca de la puerta y se sentó para verificar de haber traído todo y alzando la vista pudo ver a que desde el fondo del pasillo una luz penetraba la oscuridad de la cual él estaba. Era la habitación de la niña.

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