viernes, abril 26 2024

Imágenes y papel by Diana González

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Recuerdo una foto nos muestra a las dos con nuestras sonrisas entre soñadoras y desafiantes, llevábamos bufandas, gorros de colores y hacíamos teatro. Íbamos por aquella ciudad de descuidados encajes entre modernistas y barrocos, desde el trabajo al teatro, de la función a la escuela y así construíamos los días, ella muy Ionesco, yo más Ibsen. Las dos muy Tolstoi.

La foto está amarillenta y con los bordes gastados, no están allí la enrarecida atmósfera que nos rodeaba,  ni nuestro compañero, aquel que vinieron a buscar un día, se lo llevaron y nunca más apareció.  Ni nuestro cuidado de siempre de llevar el documento. Ni su insistencia en leerme La cantante calva.  No cuenta la foto lo inconveniente de tener ideas propias en un país bajo un régimen militar o cualquier dictadura, sin embargo forma parte de la muesca en una de sus puntas, de la parte que veo y todavía duele.

La vida junta a veces a los seres por aquel lugar donde hacen sus búsquedas. Como cuando se rompe un collar de cuentas y todos miramos al piso, pero siempre nos agachamos a unirlas los  parecidos. Ella y yo juntábamos las cuentas y reconstruíamos nuestro presente y nuestros pasados, el futuro era incierto.

En mitad de los desastres uno improvisa con un argumento apenas esbozado, se habitúa a no hacer planes, no se proyecta. La vida por delante es un túnel del que no sabemos si vamos a salir.

 

Estábamos en el camerino, habíamos terminado la función del Payaso Maravilla, habíamos besado a todos los niños que nos lo habían pedido, dejando nuestra marca de maquillaje en sus caritas. No hay mejor público que el infantil, ellos participan, te gritan que tengas cuidado cuando algo malo va a pasar y luego, cuando la obra termina te tienden los brazos para que los achuches.

En qué momento surgió aquel chiste, que con mi apellido había que tener mucha personalidad, por la cantidad de familias que lo compartíamos, no lo recuerdo. Lo que recuerdo fue mi pregunta

— ¿Y ustedes, los Rionegro, son muchos?

— Somos cinco.

— ¿Y eso? Verdad es que no escuche mucho ese apellido, pero, ¿cómo sabes que solo son cinco?, habrá más.

Si algo le admiraba era su sinceridad. Me miró y se sonrió, alzó los hombros, hizo un mohín y me contestó

— Si hay más, seguro no son de mi familia.

— Por qué estás tan segura.

— Porque mi viejo se crió en el campo, no tuvo ni padre ni madre. Siempre cuenta que un día se cansó de no tener nombre. Así que fue a la iglesia o al registro no sé muy bien,  y se anotó como Aníbal Rionegro, de dieciséis años. Tampoco sabemos muy bien la edad de mi papá.

Me fascinó la historia, la decisión, el inventarse a uno mismo.

 

Hoy las fotos se ven por la red. Hoy las dos vivimos lejos de aquella ciudad en la que ensayábamos nuestras libertades. La encontré hace poco, por esas vueltas cibernéticas del destino, las dos somos abuelas, nos mostramos los nietos, hablamos de los hijos, de lo que extrañamos, de lo que perdimos, nos contamos la vida, como antes, sin tiempo, barreras o tabúes. Todo normal, como lo son  las alegrías y los sinsabores que promedian los seres de nuestra edad.

Siempre miro su perfil. Y el otro día volví a mirar sus fotos más recientes.

Allí estaba, parada en mitad del proscenio. con una peluca platino, atuendo rojo y brazos en alto.

Tan hierática y magnífica como cuando interpretábamos Esquilo. Tan libre y vital como cuando hacía de hormiga, tan entregada como  cuando intentaba que yo entendiera el absurdo.

La reconozco y me reconozco, ahora sé de qué se trata. Hemos andado por muchos caminos que a primer vistazo pareciera nos han separado. Pero seguimos juntas, como en la foto de papel.

Sin decirlo, me confirma lo que siento. Cuando uno abraza el arte y la vida, ya no puede huir de allí. Es la manera más eficaz de confirmarse, de ser quien se és. Nunca el mismo todos los días. Siempre alguien.

Y así va mi amiga, digna hija de su padre, diciendo a los días cómo se inventa uno sobre sí mismo.

 

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