miércoles, diciembre 6 2023

Pasaje de ida by Verónica Boletta

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Salsipuedes (Lucas y menos diez)

Con una sensación indefinible, Lucas recorre el pueblo. Corrijo. Es presuntuoso llamar pueblo a aquel caserío ordenado pero escaso. Calificarlo de aldea es más apropiado. Pero aún esta palabra no es exacta. No describe su esencia. Parece una comarca de juguete, una reconstrucción a escala como lo son las casas de muñecas. Con esa imagen y el rumor sordo del riacho que corre paralelo a la avenida principal, Lucas llega a la plaza central. No hay asomo de duda. Es la única con la que se ha topado en los dos días que lleva en Salsipuedes. A su alrededor se encuentran los edificios más importantes: la iglesia, con sus paredes blanqueadas y sus portones de madera siempre abiertos esperando por feligreses que no llegan; la comisaría, un edificio de una planta, descascarado y sin personal; el Banco Nacional, agónico y silencioso tras el mármol que lo cubre, domina la esquina. En sus antípodas, el autoservicio de Olga opone resistencia. Aún con sus escasos compradores es el lugar más dinámico de la comarca, allí donde se encuentran víveres y noticias, el corazón parlante del pueblo.

 Olga (Lucas y menos uno)

 Acarreó el último cajón de cerveza y lo apiló junto a los otros. Se rascó la cabeza engrasando los cabellos ralos y duros. Bajo los párpados gruesos. Los ojitos brillaron con un destello de inteligencia. Poca inteligencia iluminaba aquel cerebro, a decir verdad; se parecía más a la llama de una vela que a un potente reflector. Pero para la vida sencilla de Salsipuedes bastaba.

Olga es la propietaria del autoservicio del pueblo. Quien atiende su propio negocio, repone los productos, despacha a los clientes y paga a los proveedores. También oficia de curandera, trata el empacho y el mal de ojo. Los vecinos la respetan. O le temen. Ninguno quiere granjearse la enemistad de ser tan poderoso. Su figura rotunda agiganta el mito. Su cintura es el ecuador del globo que es su cuerpo. El sobrepeso se adueñó de su ser de tal modo que los pies, a cargo de sostener la estructura, viven hinchados. Por eso, calza pantuflas en toda ocasión. Sus piernas, sin embargo, son dos pilares. Allí se concentra toda la energía. No esquiva el trabajo duro. Aún más, lo agradece. Si no hay, lo inventa.

En cuanto Lucas traspuso la puerta del local se estudiaron. Éste no es de acá. Tiene pinta de ciudad. Y está paliducho. —«¿Qué desea el señor?», preguntó para romper el silencio.

—Agua mineral, pan, doscientos gramos de jamón serrano y doscientos cincuenta gramos de queso. Y saber dónde puedo cargar combustible agregó.

—No hay.

—Pues allí veo el agua y el canasto con pan, al menos.

—Sí. Eso sí. Lo que digo es que no hay dónde cargar combustible. —Y, mientras ponía los productos en una bolsa y sumaba los precios, agregó: «Nadie sale de aquí»

Rio, nervioso. Algo en aquella mujer le daba mala espina. Sacudió la cabeza para alejar los malos pensamientos. Decidido a concederle otra chance, preguntó:

—¿Y una terminal o parada de ómnibus?

Dos ojitos de hielo y acero lo miraron fijamente.

—El señor no entiende ¾susurró sibilante. «N-A-D-I-E sale de aquí, a menos que muera»

 

 Pasaje de ida (Lucas y más cinco)

Creer o sucumbir, piensa más rápido que un rayo. Su caminata en uno y otro sentido no le ha revelado la ubicación del cementerio. Sostiene la mirada de la mujer mientras espeta sin contemplaciones:

—Véndeme dos pasajes al infierno, sin escalas.

Lucas ha hablado con una voz desconocida, dictada desde el más allá. Él mismo se asusta al oírla como quien desconoce a su dueño. Conserva la compostura, sin embargo. Doma el olor del miedo, un efluvio montaraz y agrio que advertiría el can más despistado. Instintivamente mira a través de la vidriera. Corso juega con una rama. La calma del can —o tranquiliza. Sostiene la mirada en los ojitos porcinos que, a su vez, lo miran.

—El señor no pensará que yo… —hipa Olga buscando las palabras exactas. Chasquea la lengua en su boca súbitamente seca. Repentinamente teme la clarividencia que intuye en los ojos que la enfrentan.

—No estoy dispuesto a compartir mis pensamientos

No sólo la voz que ruge desde su garganta lo sorprende; también lo hacen esos modales secos que no acostumbra. Su alma no se reconoce en ese envase.

—Deprisa. Dame ya los dos boletos  —urge a Olga.

El cuerpo grueso se vuelve ágil. El miedo acciona resortes desconocidos. Por años ha escuchado leyendas, cuentos de terror alrededor de fogatas nocturnas. Nunca fue particularmente devota. Olga enciende una vela a cada santo para quedar bien con todos. No será ésta la excepción.

Extiende unos tickets improvisados, malas imitaciones de billetes de ómnibus. Desea que el sujeto —cuya apariencia mutó de intrascendente a espectral— se largue de su local.

Sabe que es mala idea preguntar pero lo hace ganada por la curiosidad. —¿Dónde abordarás…?

—Si para salir de aquí debo morir es claro que la parada del autobús se encuentra en el camposanto

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