
La vitrina (Covid-19)
Terminada la llamada miró la pantalla de su móvil desde donde su madre la miraba con la austeridad de siempre.
Sonrió de costado y como en una charla, sin quitar los ojos de la pantalla dijo en voz alta:
━Tampoco tú sabrías qué hacer con esto.
Dejó el móvil sobre la mesa. Se rodeó con sus propios brazos, como amparándose en la soledad de la recién iniciada cuarentena. Tosió, del servicio de asistencia habían indicado que no saliera, que aguardara la llegada de los paramédicos para el análisis, que tomara un antipirético.
Mangustias había heredado, desde el nombre salvo el María, casi todo de su madre. Como ella, cubría los cristales de las lámparas con papel film para evitar se cubrieran de polvo. Fregaba, guisaba y mantenía con pulcritud la casa familiar con la misma disposición de los muebles que ella ordenara en vida. Sobre todo la preciada vitrina con el juego de copas de cristal y las costosas botellas de bourbon, vinos finos, licores.
Cuando se fueron los del servicio de asistencia sintió un frío demoledor posarse sobre sus hombros. Debía esperar. Esperar ¿Qué? A sus cincuenta y siete años Mangustias no sabía qué tenía que esperar. Solo sabía que su vida de probidad y pulcritud podía acabarse de la noche a la mañana.
El primer día, llevó la contraria a las indicaciones que en vida le diera su madre y tomó el medicamento con el café.
La segunda semana dejaba los platos sucios por la noche.
Fue para el día catorce que incursionó en la vitrina, pasó su dedo por el borde de las copas, delineó las botellas de varios colores, todas intactas y con sus contenidos traslúcidos, las había azules, doradas, un par aún en sus embalajes con dos vasos pequeños. Tomó una de aquellas y con cuidado y solemnidad de liturgia la depositó sobre la mesa. Sabía que estaba violando todos los códigos y no solo estaba dispuesta, lo estaba disfrutando.
Mientras bebía despacio, de a pequeños sorbos abrió aquel libro y leyó
… Este escritor ruso murió de tuberculosis. Pidió champaña y le dijo al doctor: “No he tenido champagne por un largo tiempo.”
Mangustias, levantó la copa y dijo mirando la vitrina:
━Últimas palabras para una vida. Pues la mía no ha sido para tener últimas palabras…
Y ya con menos recato se tomó el contenido de su pequeño vaso de un solo sorbo.
Para el día veinticinco no solo había acabado con el bourbon y el vodka sino que había amanecido dormida en el suelo al lado de la vitrina.
Se duchó, preparó el desayuno y a la hora de tomar la medicación cayó en la cuenta que no tenía fiebre.
Se sentó en el antiguo comedor con un cuaderno y un lápiz, decidida a escribir la lista que había crecido en su mente tras veintisiete días de soledad, aislamiento, miedos, reclusión y cuarentena:
1 Nombre: María
2 Vivienda: en venta
3 Actividad: la que toque, pero fuera de cualquier casa.
4 Propósito: resucitar
Y así siguió enumerando una decena de cosas. Encendió el televisor y buscó un canal de música, corrió las cortinas y entreabrió las ventanas, cuando tuvo hambre se preparó un bocadillo, abrió un par de latas de la nutrida despensa y brindó con champagne de la vitrina.
Entonces, escuchó como un aletear, como una lluvia de pétalos, un sonido que se propagaba despacio en el aire e iba creciendo, se asomó a su balcón con la copa en la mano, era la gente que, aplaudiendo se asomada a los vecinos balcones, como una llamada diaria a la consciencia, una convocatoria tácita a estar con los demás y dar el presente. Ella lo había escuchado todos los días pero era la primera vez que asomada en su balcón sentía la imperiosa necesidad de aplaudir, de ser parte, de que el resto del mundo también contara con sus manos, su hacer, su alma.
Sorbió de un trago el champagne que quedaba en su copa y sin dudarlo la estrelló contra la maceta a su costado, luego barrería, alzó sus brazos y aplaudió, fuerte, enérgica, vibrante. Como una más, María aplaudía.
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