
Félix era un hombre todavía joven, de estatura mediana tirando a baja, poco pelo pero no calvo, algo entradito en carnes pero no se podía considerar como gordo aunque cuidaba mucho qué se ponía de ropa para intentar disimular esos michelines y lorzas que se insinuaban por debajo de su camisa.
Trataba siempre de ir muy erguido para aparentar más estatura de la que tenía; además, había empezado a llevar unas alzas dentro de los zapatos que le proporcionaban unos escasos dos centímetros y medio de altura adicional que llevaba con sumo orgullo.
Siempre cuidaba al máximo su aspecto. El pelo impecablemente cortado y repeinado de manera que tapase un poco el cartón de su cabeza que como una tonsura pugnaba por abrirse paso en su azotea.
Siempre muy derecho y tratando de meter tripa. Así iba por el mundo Félix. Extremadamente arreglado, con aroma de colonia de marca; vestido elegante pero informal: pantalón de pinzas y camisa de manga larga, con los puños remangados de forma desenfadada apenas unos centímetros por encima de las muñecas; así enseñaba un reloj deportivo y un par de pulseras de acero y cuero tan a la moda del momento. Los zapatos brillantes como espejos, sin una mota de polvo. Todo su atuendo perfectamente conjuntado, de unos colores discretos. Siempre limpio y perfectamente planchado.
Vivía en una pensión del centro de una ciudad de provincias. Aunque tenía trabajo, su sueldo era un poco escaso; no le permitía hacer grande estipendios. Alguna vez había pensado en compartir un piso con otras personas o alquilar una habitación pero su carácter tan meticuloso y su forma de ser tan particular le hacían echarse atrás en esa decisión.
Había contado una mentirijilla a la patrona; decía que era el jefe de un despacho muy importante y que necesitaba mucha tranquilidad; que su trabajo le obligaba a estar viajando cada poco tiempo por diversas ciudades y que eso le impedía instalarse definitivamente en una casa o casarse. Iba de ejecutivo volcado en su trabajo. Eso le había granjeado el respeto y el título de “don Félix” que él ostentaba con toda dignidad con todos los integrantes de la pensión.
Su habitación era un cuarto interior, con poca luz, pequeño y con el mobiliario imprescindible: una cama, una mesita con dos cajones, el armario con su espejo de cuerpo entero y una silla. La patrona había insistido varias veces en proporcionarle una habitación más principal, más grande y con el baño incluido, como correspondía a su posición; pero Félix había declinado la oferta aduciendo que en ésa estaba más aislado y tranquilo, que sacrificaba la comodidad por su aislamiento tan importante para su trabajo. Era una forma muy digna de zanjar una cuestión que encarecería su forma de vida, algo que, de ningún modo podía permitirse.
Trabajaba de administrativo en una oficina, una empresa pequeña donde sus compañeros de trabajo no le aportaban nada. Sus jefes eran profesionales y estaban a un nivel económico e intelectual muy por encima del suyo. Los otros eran una mujer viuda a punto de jubilarse y dos jovencitos modernos con piercings y tatuajes que estaban a años luz de su forma de ser. Apenas se relacionaba con ellos, solo los buenos días de la llegada y las buenas tardes de la salida.
No se relacionaba con nadie. Su vida era un ir y venir de la pensión a la oficina y de la oficina vuelta a la pensión. Así todos los días. Por las tardes se encerraba en su cuarto hasta la hora de la cena y allí leía y releía letras de canciones hasta memorizarlas por completo. Grandes éxitos del pop, boleros, baladas modernas y de todos los tiempos.
Se ponía los cascos de música para meterse totalmente en la canción y la seguía sílaba por sílaba, estrofa por estrofa, Las ensayaba una y otra vez, mirándose al espejo que ocupaba toda la puerta de su armario. Ponía caritas, posturas, movía ligeramente las caderas o los hombros, estudiaba en los videos de las actuaciones la mejor manera de representarlas. Con el tiempo se había hecho un experto.
Los fines de semana se iba hasta las afueras de la ciudad, a un parque natural muy poco transitado y entonces nada le detenía, cantaba a voz en grito, declamaba ante un público inexistente las canciones que había ensayado con tanto tesón durante la semana. A veces las cantaba a capela, otras con el apoyo de la música que llevaba en el teléfono. Se imaginaba que estaba en un escenario y con un público entregado. Así era él, el Félix de verdad, una estrella, un ídolo de masas, un hombre irresistible, un sex simbol a la altura de Sinatra, Julio Iglesias o Camilo Sexto. Nada le paraba.
Tenía una bonita voz aunque no estuviese cultivada, nunca había estudiado música. En una selección que se hizo cuando estaba estudiando en el instituto le cogieron para hacer un coro, no para ser el cantante solista y eso le dolió, pero aún así se esforzaba lo más posible para cantar, en un intento de emular al protagonista. Mas tarde, de joven, siempre animaba las fiestas de su pueblo. Y una vez que el cantante se puso indispuesto, le dejaron cantar con la charanga en el escenario. ¡Qué momentazo! Por fin todos se fijaron en él. Lástima que era al final de la noche, en la última representación y que solo quedaban los trasnochadores y los borrachos.
Así era Félix, vivía una vida que no era la suya. Había tenido pocas oportunidades. Siempre se miraba en la opinión que producía en los demás y siempre había algo que la acomplejara; bien por su físico, su escasa educación o su mala situación económica. Había mirado toda su vida a las mujeres desde abajo, pensaba que eran inalcanzables. Las que eran muy guapas, porque él no valía nada; las que tenían una posición económica mejor, porque como se iban a fijar en él. Las que eran muy simpáticas, porque no tenía gracia. Y así habían pasado los años y poco a poco se había acostumbrado a estar solo. A tener amores platónicos como con aquella vecina rubia que tendía la ropa mientras tarareaba una cancioncilla, con otra que se cruzaba a veces de camino al trabajo y que un día se atrevió a saludarla con un “buenos días” furtivo. O aquella morenita y graciosa que limpió durante unos meses en la pensión y que le llamaba “don Felis” pronunciando y arrastrando mucho la “ese”.
Nunca olvidará aquel día, hacía varios años; los de su pueblo celebraron una despedida de soltero y tras mucho alcohol y para hacer tiempo antes de ir a un puti club de moda, decidieron pasar por un Karaoke, un sitio donde ponían la música ambiental y la letra se reflejaba en una pantalla; solo había que elegir la canción y cantarla en un mini escenario. A Félix, que nunca había tenido conocimiento de un sitio semejante, le pareció asombroso, le encanto, estaba entusiasmado. Ávidamente buscaba las canciones cuya letra se sabía y las interpretó de la mejor manera que pudo, a veces se saltaba una frase o se adelantaba a una estrofa, alguna de ellas estaba en un tono que le hacía desafinar pero le daba igual; agarrado al micrófono con todas sus fuerzas y cantando a voz en grito como un energúmeno, no dejaba a nadie su sitio en el escenario. Cuando sus amigos decidieron marcharse, no tuvo más remedio que acompañarlos, pero se juró que volvería.
Y así había sido. Se preparó concienzudamente dos o tres canciones, estuvo varias semanas ensayando, memorizó las letras y, por fin, un día se decidió a acudir a un local de karaoke. Era un sábado por la tarde, no había mucha gente en el local, alguna pareja mayor, un grupito de amigas maduras que comentaban algo sobre líneas y cartones, lo que indicaba que acababan de salir de un Bingo próximo, un grupo más grande de gente madura que cantaban “cumpleaños feliz” a una de las asistentes y dos o tres grupos de despedida de solteros y solteras que muy ruidosos bailaban y cantaban todas las canciones que ponían. Por fin llegó su momento, apareció el nombre de Félix y su canción “Échame a mí la culpa” del gibraltareño Albert Hammond, una canción pegadiza y conocida por todos. Félix se subió al escenario con el micrófono en la mano, muy nervioso, le temblaban las piernas y tenía la boca seca, le sudaban las manos. Se quedó parado mirando a todo el mundo. Todos los ojos del local estaban fijos en su persona, expectantes, las chicas le sonreían y le animaban con la mirada. Empezó la música y las primeras palabras no le salieron, solo tras un largo esfuerzo y de tragar una saliva que no tenía comenzó con la voz un poco temblorosa:
Sabes mejor que nadie que me fallaste
Que lo que prometiste se te olvido…
Ya estaba, había comenzado y nadie le haría parar; con un aplomo que desconocía continuó cantando con voz pausada, con buena entonación, mirando lo justo a la pantalla para no perderse y entrar a tiempo en cada estrofa:
Sabes a ciencia cierta que me engañaste
Aunque nadie te amaba igual que yo…
Poco a poco se fue trasformando, se fijó en una de las amigas de una novia que le miraba con admiración, con una sonrisa cómplice y cantaba a la vez que él.
Y allá en el otro mundo
En vez de infierno encuentres gloria
Y que una nube de tu memoria me borre a mí
Cuando terminó todos le aplaudieron, incluso cuando bajó del escenario para dejar el micro un desconocido le dio una palmada en la espalda, las señoras del bingo le sonrieron. Buscó con la mirada a la chica de la despedida pero estaba en otro asunto bailando y haciendo el ganso con sus amigas.
Continuará próximo lunes
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