

Para Felisa Rodríguez y todas esas maestras y maestros que, sin serlo de profesión, nos enseñan a caminar con seguridad por la vida.
Hoy vuelvo a perderme entre estos bosques que un día me enseñaste a conocer de tantas formas diferentes. Busco, una vez más, la paz que siempre encuentro en ellos, la paz que me hace sentirme en casa, en mi hogar, en el lugar en que toda recuperación de mí misma es posible.
Huele a frío. El sol que se cuela entre las ramas de los robles es aún tímido en estos días de invierno y apenas deposita su calor sobre mi rostro desnudo. Un mosaico de hojas secas, todavía prendidas a sus troncos, espera la primavera para ser sustituidas por aquellas que llegarán, llenas de vida y de verdor a mostrarnos que la vida continúa, imparable.
Susurra el viento. Aún no ha llegado el tiempo en el que suene melodiosa la voz de las aves cantoras, pequeños pajarillos piadores que de nuevo habrán de llenar el bosque de la cálida vida vertebrada: jilgueros, ruiseñores, golondrinas, abubillas, incluso el cuco jugando al escondite entre las ramas; tal vez el ulular del búho, el cárabo o la lechuza, rompiendo el silencio aún más profundo de la noche. A lo lejos me sorprende el sonido hueco y triste de una campana que toca a muerte, “muertos” en la soledad de los pueblos semivacíos en estos tiempos de invierno. Una cigüeña atraviesa el cielo volando bajo y me sorprende su inesperada sombra rompiendo la blanca esfera lunar que aún no se ha retirado del azul. ¿Será que ya las nevadas no piensan visitarnos este ciclo? ¿Será que no se han marchado empujadas por nuevos hábitos de vida también para ellas?
Mis pasos se deslizan pisando la tierra endurecida por los hielos nocturnos. Bajo la sombra de los robles semidormidos en los brazos del invierno se asoman hierbas y plantas que me hablan de la bonanza de esta tierra. Algunas asoman tímidas, un atisbo de color rompiendo la monotonía del bosque, mostrándose prematuras bajo la caricia de los rayos de sol en días que adelantan primavera sin quererlo. Aún quedan algunas semanas pero pronto podré descubrir la amarilla flor de la carqueixa, y las flores violáceas de los brezos, el aroma penetrante del tomillo y el cantueso, de la jara invadiendo el robledal, de la madreselva trepando por los muros semiderruidos de los prados y huertos que completan el paisaje.
Y continúo camino tropezando en el sendero con esas piedras blancas que tantas veces suelen acabar en mis bolsillos. Dicen que en las noches de luna llena se cargan de luz los geijos para iluminar nuestros pasos en las noches oscuras. Dicen que son un regalo de los seres misteriosos de los bosques para guiar nuestros pasos sin perdernos. Dicen…
El sol avanza hacia lo alto y un calor tibio me trae sobre el rostro el aliento de los guardianes de los bosques que un día más me acompañan. Lleno de geijos mis bolsillos. Aún así hoy no será noche de dejarse perder entre los rumores del bosque, expuestos a los fríos más intensos sin hallar un lugar para el cobijo.
Huele a frío, pero en mis entrañas siento el calor de las enseñanzas que me dejaste y la compañía de esos seres que, un día me dijiste, acompañarán siempre mi camino.
Mercedes G. Rojo
Nota de la autora: Este relato se incluye en el libro homenaje a Felisa Rodríguez Felisa Rodríguez. Una biografía desde el recuerdo, en concreto dentro del apartado denominado “Tercer encuentro. El homenaje de las letras femeninas de hoy. Veintitrés mujeres, veintitrés impresiones (Antología de textos)” (Ediciones del Lobo Sapiens. León, marzo 2022)
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2 Comments
Qué preciosidad 🙂
Muchísimas gracias