

Este relato ha sido publicado en el libro Cuentos BI, de Editorial Magma en 2019
Lleva la dirección apuntada en un papel arrugado que saca del bolsillo cuando la boca del metro lo escupe a la vorágine de la calle. Todos van y vienen deprisa desconectados por completo del mundo exterior y aislados en sí mismos.
No le gusta el metro, en cuanto localice la casa buscará la ruta más rápida para hacer el camino andando, pero el primer día, al no conocer la situación exacta, se ha atrevido a sumergirse en el mar de gente que se mueve por aquellas madrigueras subterráneas que tanto le impresionaron al llegar a la capital unos meses atrás.
Calle Lorca, 21 Bis. Segunda planta. Puerta B.
Encontrada la calle, tiene frente a él el número ocho, así que camina unos metros más y comprueba que el siguiente portal es el seis, por lo que cambia de dirección como si fuese una veleta azotada por el Solento, el viento de su tierra, pero en ese caso estaría toda la atmósfera cargada de humedad y la niebla empezaría a cubrir las cumbres aunque fuese verano.
Sí, ya está bien encaminado. Vuelve a mirar el papel, 21 Bis.
La calle pertenece a un barrio humilde, de los de los de cuerdas de una ventana a otra en las que la gente tiende sus intimidades sin reparo; de los de tienditas con la fruta y la verdura en pequeñas cajas a la puerta para que se luzca el género; de los de cables de grosores imposibles serpenteando por las fachadas y desafiando cualquier lógica esperable de funcionamiento.
—¿Quiere probar, joven? Salen dulces como la miel.
Un tendero le ofrece un diminuto pedazo de melón recién cortado y la visión del tono anaranjado de la pulpa le trae a su mente el sabor de otras frutas ahora lejanas: cerezas, arándanos, granadas rojizas como el otoño en el que aparecen… Toma el trozo por no hacerle un desprecio al hombre. Tras probarlo mientras se aleja, se vuelve a mirarlo y con un pulgar hacia arriba le da a entender que está delicioso, aunque para sus adentros corrobora lo que se temía: no tiene sabor alguno, a saber los días que llevará viajando aquella fruta o en qué momento habrá sido cortada. Nada igual que comerlo recién cogido, en su justo momento.
Número diecisiete. Ya está cerca.
Se va fijando en las fachadas de los edificios. ¿Cuántas veces las habrán remozado? Las capas de pintura se solidifican unas sobre otras hasta que en algunos lugares adquieren un grosor que amenaza venirse abajo, y, seguramente, de esa manera, la rueda de pintura vuelva a comenzar su giro interminable; de hecho, varios portales se encuentran en pleno proceso de pintado. Escaleras de tijera abiertas a la puerta y con chorretones resecos de mil colores escurriendo por sus peldaños delatan la enésima reforma que se está llevando a cabo sobre paredes a las que un par de pintores lavan la cara ataviados con ropa que algún día fue blanca.
Veintiuno. Y frente a él dos portales.
Entra en el que tiene la chapa con el número sobre el dintel, el otro, carece de identificación alguna, sin duda ha sido retirado, fruto de la preparación que se está haciendo para proceder, como en los otros, a la consabida rehabilitación.
Segunda planta.
Los escalones de madera están desgastados en la parte central y el olor a comida y humedad asciende por su nariz a la par que sus piernas suben en busca del piso superior. Cuatro puertas, todas parecidas pero ninguna ya igual. Sobre ellas, la letra correspondiente, toca el timbre de la B.
Unos pasos de zapatillas que se arrastran con dificultad hacen que su mano se detenga a medio camino hacia el timbre que iba a pulsar de nuevo.
¿Quién llama?
La voz suena anciana, lo esperable.
—Soy… Vengo de los servicios sociales del ayuntamiento. —¿De dónde? —Y mientras lanza la pregunta al viento, se abre un poco la puerta sujeta con una cadena que un gato rompería sin el menor esfuerzo pero que al dueño de la casa le otorga una seguridad tras la que se escuda.
—Del ayuntamiento, ya sabe, me mandan para lo de la lectura.
Y le enseña un papel en el que se acredita para que no exista duda alguna de su procedencia.
—Pasa majo, pasa —dice el hombre retirando la cadena y ofreciéndole la casa sin temor alguno ya—. Es que sin gafas no veo nada —y se adentra en busca de ellas por un pasillo en el que se adivinan otras puertas.
Cuando regresa coge el papel y, tras echar un vistazo, niega con la cabeza.
—Demasiado pequeña la letra, ya ni con gafas la veo. Pero pasa, hombre, no te quedes a la puerta. ¿Y cómo dices que te llamas?
—Llamarme, me llamo Pedro, pero todos me llaman «Bus», porque me gusta mucho leer. Empezaron a llamarme «el libros» pero un día, vino un primo mío que estudia por Londres y dijo que ese apodo quedaba mejor en inglés, y como libros en inglés se dice «bus», pues así me quedé. Me mandan los servicios sociales para ser su lector.
—¡Mi lector! Esto sí que es bueno, vaya lujo, luego dicen que los políticos son esto y lo otro, pero mira, algo parece que hacen bien.
—¿No le ha llegado la carta donde se lo dicen de forma oficial?
—A mí no me ha llegado nada, pero tampoco te extrañes porque los carteros se pierden en esta calle. Además, siempre estamos de obras y por si eso era poco, hay números repetidos. Antes, venía siempre el mismo cartero y nos conocía a todos los vecinos por el nombre, pero claro, ahora cada día es uno distinto, hasta extranjeros y todo… Claro que, tú también eres de fuera ¿no? Por el acento, lo digo.
—Soy de la costa, de Silvera.
— ¡Anda, Silvera! Lo he visto en la tele más de una vez, tiene un mar precioso aunque de mal carácter ¿no?
—Sí, el mar Allende. Muchas veces han sacado su pueblo en los medios por lo escarpado de las costas y los estragos que hace el mar cuando arrecia el temporal, y varias veces ha guiado él mismo a los periodistas hasta los sitios más recónditos, que poca gente de la zona conoce, para que el reportaje les quede lucido. Dan buena propina y en casa todo lo que entre es bienvenido.
Le ofrece sentarse y hasta tomar un café con unos dulces.
—No tengo gran cosa, a estas edades el médico te prohíbe casi todo, pero no se puede uno fiar mucho de ellos, quieren que seamos los muertos más sanos del cementerio, y yo, de morirme, prefiero que sea satisfecho, así que, mi café y mi purito no me lo quita nadie. Bueno, me lo quitan, pero como si no. Y ahora cuéntame en qué consiste eso de que vienes a ser mi lector, porque cuando me llegue la carta igual estoy ya en el otro barrio.
—Si se va a cambiar de barrio debe comunicarlo al ayuntamiento para que ellos me lo digan a mí.
Al hombre le da la risa.
—Te aseguro que si me cambio a ese barrio al que me refiero, el ayuntamiento se entera enseguida. ¿Y cómo es que te asignan esta tarea?
A la mente de Bus llega el sonido cercano de la voz del juez Pelayo Ponce dictando una de sus singulares sentencias:
—Y por el robo de dos cartones de leche entera marca Lamas Rica, tres pizzas congeladas de Il Santo Papizza y cuatro libros de la colección Literatura para los días de diario, más uno de poesía infantil, en el Hipermercado Econo-Mía por un importe total de treinta y nueve euros con cuarenta y tres céntimos se te impone la obligación de…
Antes de desvelar la pena que estima oportuna, el juez hace una pausa y mirándole por encima de las gafas que reposan sobre el caballete de su nariz, le pregunta:
—Y digo yo, lo de la leche y las pizzas, aunque no lo puedo disculpar, lo puedo entender, pero con los libros ¿Qué pensabas hacer? ¿Venderlos en una de esas aplicaciones que están tan de moda? Es que ya es la segunda vez en tres meses que te pillan en lo mismo: hurto de comida y varios libros. —No, señor, los libros son para mí, me gusta leer, en mi casa, tenía muchos libros pero desde que estoy aquí no tengo ninguno y echo de menos la lectura —dice bajando la cabeza como si estuviese desvelando un vicio inconfesable.
—¡Hay que fastidiarse! La de gente que hay que tiene montones de libros y no les hace ni caso y este chaval que quiere leer, no puede.
Bus se atreve a mirar un poco al magistrado sorprendido ante su actitud pero sin olvidar que está pendiente su sentencia. La vez anterior le tocó un juez que le obligó a pagar el importe de lo que había robado. Su inexperiencia le había llevado a coger del centro comercial un ejemplar del Quijote que tenía una edición preciosa, con la portada en color, letras en relieve y el lomo de piel con el título serigrafiado en negro. ¿De dónde iba a sacar los sesenta y tres euros que suponían el libro y la comida que había cogido? No tuvo más remedio que robar en otro supermercado unos productos de limpieza para revenderlos en el mercadillo a un euro, y así hasta en cuatro ocasiones hasta que pudo reunir el dinero y presentarse en el juzgado a pagar. Estaba cogiendo bastante habilidad y conocía ya los hipermercados donde resultaba más fácil despistar la vigilancia cuando aquella tarde le cogieron de nuevo. Llevaba un ejemplar de Platero y yo de pasta blanda y edición de bolsillo (había aprendido que las ediciones caras no salían rentables), El rayo que no cesa, de Miguel Hernández, las Novelas ejemplares, de Cervantes, y por último, Don Juan Tenorio, de Zorrilla. Lo hubiera sacado sin problemas, pero al pasar por la sección de infantil vio un colorido ejemplar cuyo título atrapó su atención: La princesa que quería escribir, y tras hojearlo unos momentos, pensó que sería un precioso regalo para su hermana el día que regresase a casa, así que, sin pensarlo dos veces, lo metió bajo la chaqueta con el resto del botín.
— ¿Y ahora qué hacemos contigo? —preguntó el juez—. Obligarte a pagar no soluciona las cosas, chaval, eso está claro, y luego… es que… castigarte por leer, tampoco lo veo.
—Le recuerdo, señoría —había interrumpido el abogado del centro comercial—, que no se le castiga por leer, sino por robar.
—Sí, sí, tiene usted razón, robar es una conducta que no se puede dejar impune, obviamente, pero este chico… ¡Lo que quiere es leer! Discutieron unos minutos más mientras Bus sólo pensaba que la mayor pena que podían ponerle era dejarle sin los libros, especialmente sin el que quería regalarle a su hermana.
—Por el delito de hurto de… —y de nuevo se procedió a relatar el importe exacto de lo que había sustraído, céntimo a céntimo, algo que él ni escuchó porque lo único que le interesaba era la condena— … se te impone la obligación de realizar servicios sociales a la comunidad de manera que vas a ejercer de lector para personas que ya no puedan hacerlo, a ver si de esta manera satisfaces tu afición a la lectura y corriges esa manía tuya de salir de los hipermercados sin pasar por la caja. Y esta es mi sentencia. ¿Entendido?
Asintió. Aunque no comprendía muy bien cómo iba a hacer el encargo, asintió asombrado, y mientras abandonaba la sala, daba gracias al juez sin poder terminar de creerse lo que le estaba ocurriendo. Luego, los servicios del ayuntamiento se encargaron de asignarle la persona a la que tenía que acompañar leyéndole dos horas cada tarde durante un mes, terminado el cual, la trabajadora social visitaría al beneficiado y valoraría la calidad del trabajo de Bus. Era una experiencia piloto que se estaba poniendo en práctica con mucha cautela porque no era apta para todo el mundo, pero el perfil del muchacho, tras estudiarlo a fondo, parecía que podía encajar bien con el caso del señor Ramón Usía, profesor de literatura jubilado y gran aficionado a la lectura. ¿Por qué no intentarlo?
—Me mandan aquí —responde Bus regresando del recuerdo— porque… Bueno, quieren que aprenda literatura a través de la lectura, y a la vez, acompañe a personas que estén solas. Es un programa del ayuntamiento, para… fomentar el estudio de nuestros autores.
—¡Madre mía, si Góngora levantara la cabeza! Es una idea estupenda… ¿Bus, verdad? Pues me voy a presentar yo: todo el mundo me llama «el indiano», bueno, me llamaban, porque ahora ya no me llama nadie, es lo que tiene el Alzheimer, el de los demás, quiero decir, que se olvidan de los que seguimos vivos. El apodo es porque estuve muchos años trabajando fuera, fui un emigrante de los de entonces, de los que llevaba la maleta llena de ilusiones que se perdieron, y libros, eso sí, muchos libros, algunos de los cuales, también se perdieron. ¿Y a ti qué te gusta leer? —Yo… Bueno… Cualquier cosa, lo que usted quiera. Como tengo que estar dos horas cada día, podemos leer una hora de prosa y una de poesía, si quiere. Tiene que ser algo que a usted le guste, como se trata de ir conociendo obras clásicas, me da igual una lectura que otra.
—¡Caramba! No me termino de creer esto, menuda suerte he tenido, cuando vaya a por recetas al ambulatorio y se lo cuente a los amigos, te van a llover las ofertas, ya verás, no imaginas la cantidad de aburrimiento que se esconde en los corazones longevos y la necesidad que hay de que se nos haga un poco de caso. ¿Y… quieres empezar ya hoy o sólo has venido a presentarte?
—No, no, he venido a empezar… Si no le importa.
—Claro que no me importa, estoy entusiasmado. No sé ni qué decir… Se me ocurre que empecemos por… A ver, Fortunata y Jacinta. ¿Conoces a Galdós? Es uno de nuestros clásicos —dice mientras tantea en una de las repisas llena de libros cuyo título más que ver intuye por el tacto.
—Conozco más a Cervantes, un día tuve un Quijote pero… lo perdí. ¿Tiene usted uno?
—¡Ya lo creo! Aquí lo tengo, mira. Y si quieres, de poesía podemos leer a Bécquer, alguna de sus rimas.
—También me gusta mucho El principito.
—¡El principito! Esa historia que todos creen que es para niños cuando les cuesta bastante comprenderlo a los adultos. Podemos empezar por él, lo tengo aquí mismo, pero claro, no es literatura española, y como me has dicho…
—Bueno, pero no va a pasar nada por leer un poco de un autor francés, el caso es leer.
—Eso digo yo, el caso es leer, claro que sí, majo, el caso es leer.
Y la conversación sobre libros y lecturas de diferentes géneros va envolviendo la estancia en letras y recuerdos de dos personas desconocidas que trataban de dejar de serlo.
—Abriré la ventana para que veas bien —dice el indiano cuando Bus se dispone a comenzar la lectura—. Estos pisos antiguos, ya se sabe, se han ido quedando pequeños en el bosque de gigantes que los rodean, y la luz del sol se convierte en un acto de fe: nos dicen que existe y tenemos que creerlo, pero verla, lo que se dice verla, no la vemos.
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