By Mercedes Freedman

Sin Gabriel a mi lado, desistí en contar tantos amaneceres, agotada por el mar perpetuamente azul desde cualquier rincón del barco. Llegaban las noches, y ésas, con el sabor a sal en mis labios, sí las contaba. El cielo estrellado asistía al concierto de sonata triste del vaivén del mar y consentía que la prodigiosa luna iluminara una habitación para amantes, íntima e inaccesible. A su puerta yo soñaba un sueño agonizante en el que yo era celosía y Gabriel madreselva trepando por ella.
Durante las muchas horas mirando hacia el horizonte, recordaba nuestra boda el verano anterior y el adiós de Gabriel unos días después de casarnos al embarcar en nuestra isla para cruzar el Atlántico rumbo a América. Y me repetía el juramento de dormir juntos en la soñada inmensa cama para revolotear en ella y desde donde oler el aroma de los mangos en el árbol justito frente a la ventana.
Gabriel esperaba mi llegada hacía un tiempo, pero el viaje quedó suspendido al declarar el gobierno español que el número aceptable de emigraciones se había excedido y las salidas estaban prohibidas. Mis padres decían que era un desvarío viajar como emigrante ilegal pero yo prefería morir cruzando el océano que vivir con uno entre Gabriel y yo. Dejé mi isla verde y de fuertes vientos con una pequeña maleta. Gabriel se había llevado lo valioso: él mismo, mi vestido de novia y los zapatos azules que llevé puestos a mi boda, causa de murmullos en la iglesia y sofocos en mi madre, cosa que no importaba porque Gabriel, ya en el altar, susurró mi nombre, Valentina, y me habló del océano azul en mis pies.
Mi partida fue espinosa. Hubo muchas despedidas antes de embarcar a una lancha pesquera, oculta en la costa para que las garras dictatoriales del generalísimo no divisaran el tránsito a un barco en mar abierto desde donde se iniciaba la travesía. Sobrevivimos el Atlántico pero al desembarcar nos convirtieron en seres inexistentes al declararnos indocumentados. Fuimos enviados a un Centro de ocupación, con el tiempo reconocido como de concentración, de calor sofocante donde pululaban duros carcelarios, trabajos forzados, mosquitos, serpientes, enfermedades.
En medio del horror, cada día traía vislumbres de algo maravilloso e irresistible colmado de vida: el trinar de las aves y el naranja de los atardeceres. Los contaba despacito, día tras día, mientras dibujaba la cara de Gabriel en mi mente. Y sucedió al contar veintiséis puestas de sol. Caminé a la salida según me ordenaron, y allí estaban Gabriel y mis zapatos azules. Me los puse para crecer y vernos de nuevo las caras muy de cerca. Le oí decir mi nombre, Valentina. Y me habló del atlas nuevo para señalar juntos un nuevo país a donde emigrar y donde plantaríamos árboles colmados de mangos.